Una mujer de edad avanzada y espaldas encorvadas penetró en la habitación. Tenía un pelo gris y fino bajo un gastado sombrero, con un velo algo extravagante y bastante polvoriento, que colgaba de los bordes con cierto desorden.' A pesar de que reinaba un tiempo casi veraniego, llevaba puesto uno de esos abrigos de piel que disfrazan el conejo original con el nombre de imitación de nutria. Era de corte anticuado y, evidentemente, había sido usado mucho tiempo. Debajo de él había una prenda de vestir de lana parduzca, con un dobladillo irregular. Zapatos negros, con tacones sólidos y bajos y guantes negros rozados por el uso completaban la imagen.
Miss Silver le estrechó la mano e invitó a su visitante a que tomara asiento. Parecía como si a Mrs. Smith le faltara la respiración, y cuando cruzó la sala dejó ver su cojera.
Miss Silver le dio tiempo. Se sentó en la silla situada al otro lado de la chimenea, extendió la mano hacia la bolsa de labores de punto que estaba sobre la pequeña mesa, a la altura del codo, y tomando una madeja de fina lana blanca empezó a calcular el número de puntos que tendría que poner para hacer una camiseta de niño. Era una suerte que tuviera tanta cantidad de esta lana excepcionalmente suave, puesto que los inesperados mellizos de Dorothy exigirían un equipo completo.
En la silla colocada frente a ella, Mrs.
Smith había sacado un gran pañuelo blanco y se estaba abanicando. Su respiración era bastante fatigosa, pero ahora, dejó caer el pañuelo y dijo:
– Le ruego me disculpe. No estoy acostumbrada a subir escaleras.
Su voz era bronca y la forma de hablar abrupta. Se percibía en ella la ligera sospecha de un lejano acento londinense.
Miss Silver había terminado sus cálculos y estaba haciendo punto con rapidez, siguiendo el método continental. Con voz agradable, preguntó:
– ¿Qué puedo hacer por usted?
– Bueno, en realidad no lo sé -contestó Mrs. Smith, que doblaba el borde de su pañuelo-, He venido a verla por un asunto profesional.
– ¿Sí?
– He oído hablar de usted a una amiga… no hace falta decir quién es. De hecho, desde el principio hasta el final de mi asunto, alguien se apresuró a recomendarme a usted.
El hacer punto era algo tan habitual en Miss Silver como una segunda naturaleza, permitiéndole prestar una completa atención a su cliente.
– No importa en absoluto quién la recomendó para que viniera a consultarme -observó-, pero debo advertirle que mi capacidad para ayudarla dependerá en buena medida de si quiere decidirse a ser franca.
La cabeza de Mrs. Smith se alzó de una manera que solía interpretarse como «mosqueo».
– ¡Oh, bueno! Eso dependerá…
– ¿De si usted tiene la impresión de poder confiar en mí? -preguntó Miss Silver, sonriendo-. No puedo ayudarla a menos que sea así. Las cosas a medias son bastante inútiles. Tal y como expresara Lord Tennyson de un modo tan bello: «¡Oh! Confía en mí por completo, o no confíes en absoluto.»
– Eso me parece pedir mucho -observó Mrs. Smith.
– Quizá. Pero tendrá usted que decidirse. En realidad, no ha venido aquí para consultarme, ¿verdad? Ha venido porque le han hablado de mí y porque deseaba saber si podía confiar en mí.
– ¿Qué le hace pensar así?
– Es lo que sucede con la mayor parte de mis clientes. No resulta fácil hablar con una persona extraña sobre asuntos privados.
– De eso se trata precisamente… -dijo Mrs. Smith con energía-. Son asuntos privados. No quisiera que se supiera por ahí que he estado viendo a una detective.
De repente, pareció establecerse una considerable distancia entre ambas. Sin necesidad de pronunciar palabra, ni hacer ningún movimiento, esta persona pequeña con aspecto de institutriz parecía haberse alejado. Con su flequillo curvado, su vestido pasado de moda -cachemira verde oliva-, su broche que imitaba la figura de una rosa con una perla, con sus medias negras de hilo y sus zapatos glacé demasiado pequeños para el pie moderno, podría haber surgido de cualquier álbum de fotografías antiguas. Y con aquella sensación de retirada que produjo, podría estar a punto de volver de nuevo a aquel álbum hipotético. Pero lo más asombroso de todo fue que Mrs. Smith descubrió que no deseaba que se marchara. Antes de saber lo que iba a hacer, se encontró diciendo:
– ¡Oh, bueno! Sé que todo lo que le diga será confidencial y mantenido en absoluto secreto, claro.
– Sí, quedará perfectamente a salvo, entre nosotras dos.
La actitud de Mrs. Smith había cambiado imperceptiblemente, y también su voz. Tenía un tono profundo por naturaleza, pero había desaparecido algo de su brusquedad inicial.
– Bueno, tiene razón -admitió-. Ya sabe… Sólo vine para conocerla un poco. Cuando le cuente la verdadera razón de mi visita, me atrevo a suponer que usted misma comprenderá que lo haya hecho así.
– Y ahora que ya me ha visto, ¿qué sucede?
Mrs. Smith hizo un gesto casi involuntario. Su mano se levantó y cayó a continuación. Fue un pequeño detalle, pero que no concordaba muy bien con el abrigo de piel de conejo, ni con el resto de su indumentaria. Hubiera sido mejor que siguiera abanicándose con el pañuelo. Aquel gesto de ligera gracia estaba fuera de lugar. Se dio cuenta de ellos demasiado tarde, y con mayor acento que antes, dijo:
– ¡Oh! Voy a hacerle una consulta. Sólo que, claro está, resulta un poco difícil empezar.
Miss Silver no dijo nada. Siguió con su labor de punto. Había visto a tantos clientes en esta habitación… algunos de ellos se sentían realmente aterrorizados, otros estaban aturdidos por el pesar, otros en cambio necesitaban amabilidad y palabras tranquilizadoras. Mrs. Smith no parecía encajar en ninguna de aquellas categorías. Tenía su propio plan y su propia forma de llevarlo adelante, eso era evidente. Si hubiera decidido hablar desde el principio, lo habría hecho, y si no se había decidido aún, permanecería en silencio. Repentina y bruscamente, pareció haber tomado la decisión de hablar.
– Mire -dijo-, sucede lo siguiente: tengo la impresión de que alguien está tratando de asesinarme.
No era la primera vez que Miss Silver escuchaba éstas o parecidas palabras. No expresó por tanto ninguna conmoción o incredulidad, pero preguntó con firmeza y serenidad:
– ¿Qué motivos tiene para pensar así, Mrs. Smith?
Las manos enguantadas de negro estaban estirando del pañuelo.
– Hubo una sopa…, tenía un gusto…, extraño. No la tomé. Hubo una mosca que se acercó a una gota caída sobre la mesa. Al cabo de un momento estaba allí, muerta.
– ¿Qué sucedió con el resto de la sopa?
– Fue tirado.
– ¿Por quién?
– Por la persona que me la trajo. Le dije a ella que no me gustaba, que estaba mala y la arrojó por el tragadero del baño.
– ¿Hay un tragadero en el cuarto de baño?
– Sí. Yo no suelo bajar mucho porque he estado coja. Es muy útil poder hacer el lavado en el mismo lugar.
– Y eso lo hizo la misma persona que le trajo la sopa. ¿Quién es esa persona?
– Supongo que la podrá llamar una… ayudante. He sido una especie de inválida… Ella me cuida. Y no necesita sospechar de ella, porque sería capaz de envenenarse a sí misma antes que a mí.
– No debería haber tirado la sopa -observó Miss Silver con brusquedad-. Tendría que haberla hecho analizar.
– No se me ocurrió pensarlo. ¿Sabe? Era sopa de champiñones… Pensé que alguno debía estar malo. No pensé que Mrs…-se puso enhiesta, con una sacudida-. Quiero decir que una buena cocinera podría distinguir una seta venenosa de un champiñón, ¿no cree?
Miss Silver ignoró la pregunta.
– Quiere dar a entender que en aquel momento no le dio gran importancia al incidente. ¿Quiere decirme qué le ha hecho considerarlo ahora como algo mucho más grave?
Los ojos oscuros miraron a través del velo polvoriento. Se produjo una pequeña pausa antes de que Mrs. Smith volviera a hablar.
– Fue a consecuencia de las otras cosas que sucedieron. Una cosa… bueno, puede que no signifique demasiado, pero cuando ocurren una serie de cosas, una detrás de otra, una empieza a pensar, ¿verdad?
Miss Silver chasqueó la lengua sin necesidad. Después, dijo en tono grave:
– Si se han producido varios incidentes, me agradaría que empezara con el primero, y después cuénteme los demás en el orden en que sucedieron. ¿Cuándo empezó a sospechar que podría haber algo maligno: después del episodio de la sopa de champiñones?
– Bueno, fue así y no fue así. En cualquier caso, no fue la primera cosa que sucedió, si es a eso a lo que se refiere.
– Entonces, por favor, empiece por el principio y cuénteme las cosas en el orden correcto.
– Lo primero fue mi accidente -dijo Mrs. Smith-. Hace cinco… no, seis meses.
– ¿Qué ocurrió?
– Era una de esas tardes oscuras, justo momentos antes de encender las luces, y yo estaba bajando las escaleras. Lo peor es que no puedo estar segura de nada porque ya sabe lo que pasa cuando se sufre una caída. En realidad, no se recuerda bien lo que pasó. Lo primero de lo que tuve conciencia fue de que me encontraba en el vestíbulo, con una pierna rota… Y no puedo jurar que fui empujada, pero tengo mis ideas al respecto.
– ¿Cree que alguien la empujó?
– Me empujó o me puso la zancadilla… en realidad no importa. Y no vale la pena que me pregunte quién pudo hacerlo, porque podría haber sido cualquiera de la casa, o puede que no fuera nadie. Pero nadie va a hacerme creer que fui yo sola quien se cayó por aquellas escaleras.
– Comprendo -dijo Miss Silver, preguntando a continuación-: ¿Y después?
– La sopa, ya se lo he dicho.
– ¿Y a continuación de eso?
Mrs. Smith frunció el ceño.
– Fueron las cápsulas para el insomnio. Eso fue lo que me hizo pensar que sería mejor venir a verla. El médico me recetó unas cuando me rompí la pierna, aunque no me gustan esa clase de medicamentos. Tienen una cierta forma de apoderarse de una, y yo he visto demasiadas de esas cosas. Así es que nunca los tomaba, a menos que el dolor fuera bastante fuerte. Quedaba aproximadamente medio frasco y supongo que tomé seis o siete durante los seis meses. Pero el otro día, se me ocurrió tomarme una. Ya sabe cómo se hacen esas cosas. Se coge el frasco, se vuelca sobre la palma de la mano y salen un montón de cápsulas. Yo estaba mirándolas, sin pensar en nada, cuando de repente me pareció que había una diferente a las demás. Si hubiera salido esa sola, creo que no me habría dado cuenta de nada… a veces me despierto por la noche y pienso en ello. Pero al verla entre las demás, me dio la impresión de que era más grande de lo que debía ser, y que alguien la había colocado allí, mezclándola con las otras. Cogí una lupa y la observé, y pude ver perfectamente por dónde había sido cortada para abrirla y volver a ser encajada después. Eso me produjo escalofríos y me faltó tiempo para tirarla por la ventana.
– Si me permite decírselo, eso fue una solemne tontería.
– Claro que lo fue -admitió Mrs. Smith, convencida-, pero yo no me detuve a pensar. Fue como cuando se te posa una avispa en la mano y lo único que se te ocurre es darle un manotazo.
– Eso, ¿ha ocurrido hace poco?
– El lunes por la noche.
Miss Silver dejó su labor de punto, se levantó, dirigiéndose hacia la mesa y regresó con un cuaderno de notas y una carpeta de brillante forro azul. Apoyándose sobre la rodilla, escribió algo a lápiz, colocando a la cabeza de la página el nombre Smith, seguido de un signo de interrogación. Hecho esto, levantó la mirada, con la luminosa expectación de un pájaro que se mantiene en actitud de alerta frente a un gusano aceptable.
– Antes de continuar, debo saber los nombres y alguna descripción de los otros habitantes de su casa. Los nombres verdaderos, por favor.
Mrs. Smith vaciló un momento. Después, con una sombra de desafío en la voz, preguntó:
– ¿Y qué le hace decir eso?
Miss Silver le brindó la sonrisa que se había ganado la confianza de tantos clientes.
– Me resulta algo difícil creer que su verdadero nombre sea Smith -dijo.
– ¿Por qué?
El lápiz de Miss Silver permaneció inmóvil sobre el papel.
– Porque desde que ha entrado en esta habitación ha estado representando un papel. No deseaba ser reconocida, y ha presentado una imagen en exceso convincente de alguien muy distinto a quien es en realidad.
Hubo una ligera inflexión burlona en la voz de Mrs. Smith cuando dijo:
– Si era convincente, ¿en qué he fallado?
Miss Silver la miró muy seriamente.
– La letra -observó- es a menudo un indicador bastante seguro sobre el carácter de una persona. La suya, si me permite decirlo, no me inducía a esperar encontrarme con una Mrs. Smith. El papel en que escribió su carta tampoco era del tipo que una Mrs. Smith habría utilizado.
– Fue un estúpido error por mi parte -admitió la voz profunda, que ahora ya no tenía ningún acento londinense-. ¿Alguna otra cosa?
– ¡Oh, sí! Creo que Mrs. Smith no se habría molestado en colocar un velo tan viejo en un sombrero. En realidad, no habría llevado ningún velo. En cuanto la vi, se me ocurrió pensar que no deseaba usted que le viera bien los ojos. De hecho, sentía miedo de ser reconocida.
– ¿Y me ha reconocido usted?
Miss Silver sonrió.
– No es fácil olvidar sus ojos. Los mantiene bajos todo lo que puede, pero aquí necesitaba mirarme, porque para eso había venido… para mirarme y para decidir sobre la conveniencia o no de consultarme. Ha simulado muy bien el tono de voz… ese ligero acento, y esa forma afectada del lenguaje. Pero ha sido un ligero movimiento, casi involuntario, lo que ha terminado por descubrirla. Supongo que se trata de un gesto habitual en usted, pero yo ya lo había visto en la representación del personaje de Mrs. Alving en Fantasmas. Su mano izquierda se alzó y volvió a caer. Ha sido la cosa más simple, pero había algo en ese gesto que era muy efectivo, muy conmovedor. Ha permanecido en mi memoria como parte de la actuación de una notable actriz. Cuando volvió a repetir aquí ese mismo movimiento, me sentí bastante segura de que era usted Adriana Ford.
Adriana se echó a reír, con una risa profunda y melodiosa.
– En cuanto lo hice, me di cuenta de haber cometido un desliz. Es algo muy personal. Pero pensaba que todo lo demás era bastante aceptable. El abrigo es una apreciada reliquia de Meeson, mi doncella, que solía ayudarme a vestir. Y el sombrero es uno que ella iba a tirar. Francamente, pensaba que era una obra maestra, con velo y todo. De todos modos, lo única cosa de la que tenía miedo era de mis ojos. Mis fotografías siempre los han resaltado.
Se fue apartando el velo mientras hablaba. También se quitó la peluca de pelusilla gris. Apareció entonces su propio pelo, corto, espeso y maravillosamente teñido de un profundo rojo ticiano. Después con voz sonriente, comentó:
– Bueno, así está mejor, ¿no le parece? Claro que el pelo no se adapta ahora a estas ropas y no es maquillaje adecuado, pero por lo menos ahora nos podemos ver cara a cara. Me disgustaba mucho tener que observarla a través de ese maldito velo.
Dejó la peluca y el sombrero en la silla más próxima y se estiró en el asiento. La inclinación de sus espaldas no era suya, como tampoco lo era el abrigo de piel de conejo. La espalda de Adriana Ford era bastante recta.
Esta ya no era la Mrs. Smith de antes, ni tampoco la trágica Lady Macbeth de hacía una década, o la cálida y exquisita Julieta de hacía treinta años. Despojada de su disfraz, había en ella una mujer que había vivido mucho tiempo y que había llenado ese tiempo de triunfos. Ahora se percibía en ella una atmósfera de vigor, un aire de autoridad. Había humor y también capacidad para la emoción. Los ojos oscuros seguían siendo hermosos y las cejas montadas sobre ellos aparecían finamente arqueadas.
Miss Silver observó estas cosas y aquella otra que iba buscando. Estaba allí, en los ojos y en la expresión de la boca. Aquella mujer había pasado noches de insomnio y días de incertidumbre y tensión antes de decidirse a representar el papel de Mrs. Smith y confiar sus problemas a una persona extraña.
– Quizá esté dispuesta ahora a darme los detalles que le he pedido -le dijo.