Ninian se quedó aquella noche en la ciudad. Llamó por teléfono a las siete, pidió hablar con Janet en el teléfono supletorio de su habitación y fue muy pródigo con el tiempo.
– ¿Está la niña en cama…? ¡Bien! Pensaba haber calculado con acierto. ¡Escucha! El parquet tiene un color bastante agradable, y no se ve muy gastado. Las cortinas están muy bien. ¿Qué te parece si pudieras imaginártelas con una descripción? Sólo tienes que poner en marcha la imaginación.
– Esta mañana, Meriel me ha dicho más o menos que no tengo ninguna imaginación. Soy la afortunada poseedora de una mentalidad ordinaria, sin ninguna clase de esas percepciones que son una verdadera carga para las personas sensibles.
Ella le oyó reír.
– No importa. Regresaré mañana y te protegeré. Y ahora, haz todo lo que puedas con respecto a las cortinas. El dormitorio da al noroeste y las que hay allí son de un bonito color amarillo crema, con un dibujo de malvas. Están calculadas para dar la impresión de que el sol está brillando, aunque no se haya asomado por entre las nubes durante días. Bastante bonito para despertarse, ¿no crees?
– Ninian…
– Querida, no me interrumpas, por favor. Se supone que debes estar escuchándome. Las cortinas de la sala de estar me hicieron bastante gracia. Un agradable sombreado verde, y forradas, de modo que no perderán el color. Son de un color excelente… muy relajan te para la vista. Así es que he dado el salto y le he dicho a Hemming que nos quedaremos con todo. Espero que estés de acuerdo.
– Ninian…
– Si no lo estás, será por culpa tuya porque yo quería que vinieras conmigo, y lo podrías haber hecho con bastante facilidad. Así es que cuando-¿o debería decir si?- te despiertes y no te gusten las cortinas que veas, tendrás que recordarte a ti misma que fuiste tú quien se ha condenado a ellas.
– Ninian…
– ¡Déjame, mujer! Este es mi espectáculo y quiero hablar. Ahora te toca a ti escuchar… ¡resígnate! También he dicho que me quedaré con… -siguió perdiendo tiempo, enumerando cosas, como una esterilla para la puerta principal y un armario de cocina-. Su tía tiene cosas como esas que hay en… ¡es la superioridad de las casas escocesas! También hay una de esas perchas para secar la ropa, y dos estanterías de libros en más o menos buen estado.
Como él empezó a describir todas estas cosas hasta en sus más pequeños detalles, con comentarios e interjecciones evidentemente destinados a ponerla furiosa, Janet pensó que lo mejor que podía hacer para frustrar sus in tenciones era mantener la boca cerrada. No hay nada que desaliente más que lanzar un castillo de fuegos artificiales sin que nadie grite o exclame: «¡Oh!» Había estado hablando ya un buen rato cuando preguntó:
– Querida, ¿estás ahí?
– Justo -contestó Janet.
– Creía que habías caído en éxtasis.
– ¿Por oírte decir insensateces? No hay nada de nuevo en eso.
– Querida, eso suena a escocés puro.
Los acentos de la lengua dórica
de los que pende su más ligero murmullo…
– Creo que esas hermosas estrofas son originales, pero juraría que fueron escritas por Sir Walter Scott en uno de sus momentos más exaltados.
– ¡No creo que eso sea muy probable!
– Querida, te podría estar escuchando toda la noche, pero las señales de paso del tiempo están aumentando. ¡Oye, a propósito! He leído en el periódico vespertino que el primer actor de la obra de Star ha sido llevado a toda prisa al hospital con una pierna rota y que el estreno se retrasa. Van a llenar el hueco con la representación de cualquier cosa hasta que él esté bien. Un golpe bastante duro para Star… había puesto muchas esperanzas en ese espectáculo. Me pregunto si no regresará ahora.
– ¿No tendrá un papel en la nueva obra que vayan a hacer?
– ¡Oh, no! No es lo que le va a ella… Creo que es una obra de Josefa Clark. Oye, esta conversación ya está siendo muy cara. ¡Buenas noches! ¡Y sueña conmigo!
Al día siguiente, la casa adquirió todas las características de las prisas usuales en vísperas de una fiesta. Mrs. Simmons desplegó el temperamento en el que se basa toda gran cocinera, como cualquier otra gran forma de arte. Es triste pensar que la mano que actúa con tanta ligereza sobre las pastas y el soufflé, debe moverse después tan pesadamente por el ámbito de la cocina. Se produce un cierto acaloramiento que, cuando llega a la frente, puede ser considerado como una señal de peligro. Aparece en la voz un tono ante el que hasta el más atrevido de los ayudantes domesticaos se apresura a cumplir la tarea asignada, y ni siquiera sueña con replicar. Simmons, un esposo que había aprendido a ser prudente con los años, sabía que era mejor no comportarse como lo que su esposa habría estigmatizado como estar «debajo del pie». Por eso, regresó a la despensa donde ordenó las botellas y limpió las cocteleras hasta que brillaron como el cristal.
Fue Edna Ford quien precipitó una tormenta que, de otro modo, podría haber sido evitada. Incapaz por naturaleza de dejar que las cosas siguieran su curso, llegó irritada a la cocina en un momento delicado para la elaboración de los pastelillos de queso, que eran el orgullo de Mrs. Simmons. Sin dejarse amilanar por un portentoso ceño fruncido, se lanzó a hablar apresuradamente.
– ¡Oh, Mrs. Simmons! Espero que no esté trabajando demasiado. Miss Ford estaba particularmente ansiosa… Creo que ya lo ha dejado bastante claro… Eso que está haciendo son pastelillos de queso, ¿verdad?
Con un tono de voz que se adaptaba al ceño fruncido, Mrs. Simmons contestó:
– Sí, lo son.
Edna echó hacia atrás un mechón de pelo que le había caído sobre la mejilla.
– ¡Oh, querida! -exclamó-. Creo entender que Miss Ford ha ordenado traer todos los dulces de Ledbury. Sé que estaba muy preocupada porque usted no se viera sobrecargada de trabajo.
Los dedos de Mrs. Simmons se detuvieron en la pasta que estaba amasando.
– Lo que no hemos tenido nunca en esta casa desde que yo estoy en ella son pastelillos de queso comprados. Y le digo una cosa honrada y francamente, Mrs. Ford, si llegan esos pastelillos, me marcho de aquí. Y ahora, si no le importa, seguiré haciendo mi trabajo.
– ¡Oh, no…, no, desde luego que no! Sólo había venido a ver si podía hacer algo para ayudar.
– Nada, excepto dejarme seguir, Mrs. Ford, si no le importa.
Edna trasladó su atención a Mrs. Bell, que estaba limpiando el salón y logró ponerla tan nerviosa que rompió una figura de Dresden, regalo de un archiduque en aquellos lejanos días en que aún existía el Imperio Austro- húngaro.
Después, Mrs. Bell se lamentó de su tragedia.
– ¡Ya está bien de poner los nervios de punta a los demás! Figúrese que llega ella por detrás y dice de pronto: «¡Oh, lleve cuidado!» Y estoy segura de que no hay en el mundo nadie más cuidadosa que yo con la porcelana. Todavía tengo el juego de té de mi tatarabuela, que le regalaron el día de su boda hace cien años, y no se ha roto una sola pieza. Y aún sigo utilizando la sartén que tenía mi abuela.
– Entonces, ya va siendo hora de que se compre una nueva -comentó con rapidez Mrs. Simmons.
Cuando Janet preguntó a Adriana si podía ayudar en algo, le aconsejó que escogiera entre dos males menores.
– Si te ofreces para ayudar a Meriel con las flores, probablemente te pinchará con las tijeras de podar. Si no la ayudas, lo peor que puede llegar a decir es que nadie le echa una mano en nada. Te aconsejaría, pues, que juegues a lo seguro.
Janet pareció sentirse desgraciada.
– ¿Por qué está así?
– ¿Por qué está todo el mundo cómo está?-preguntó Adriana, encogiéndose de hombros-. Puedes reunir todas las respuestas posibles y elegir cualquiera. Está todo escrito en tu frente, o en tu mano, o en las estrellas. O alguien te frustró cuando estabas en la cuna y eso te hizo seguir un camino tortuoso. En realidad, creo que prefiero a Shakespeare:
El error, querido Bruto.
no está en nuestras estrellas.
sino en nosotros, que somos inferiores.
– Claro que lo erróneo con Meriel es que yo nunca he sido capaz de llevármela a un lado y decirle que es una descendiente, románticamente ilegítima, de una casa real. Si me busca demasiado las cosquillas, probablemente algún día le diré lo que es.
– ¡Oh…! -exclamó Janet, conteniendo la respiración porque la puerta situada detrás de Adriana se había abierto de golpe.
Meriel estaba allí, con la cara pálida, los ojos muy abiertos y llameantes. Avanzó despacio, con una mano en el cuello, sin hablar.
Adriana hizo un movimiento de desconcierto.
– Vamos, Meriel…
– ¡Adriana!
– Querida, en realidad no hay ningún motivo para hacer una escena. No sé lo que crees haber escuchado.
La voz de Meriel sonó como un susurro:
– Dijiste que si te buscaba demasiado las cosquillas, probablemente me dirías algún día lo que soy. Pues bien, ¡te pido que me lo digas ahora!
Adriana extendió una mano.
– No hay mucho que decir, querida. Ya te lo he dicho bastantes veces, pero no me quieres creer porque eso no cuadra con tus fantasías románticas.
– ¡Te exijo que me digas la verdad ahora!
Adriana estaba haciendo un esfuerzo poco habitual en ella para controlarse.
– Ya hemos hablado de esto antes -dijo-. Procedes de gente bastante ordinaria. Tus padres murieron y yo dije que me ocuparía de ti. Bueno, pues lo he hecho, ¿no?
– ¡No te creo!-exclamó Meriel, ruborizándose-, ¡No puedo creer que procedo de gente ordinaria! Creo que soy hija tuya y que tú nunca has tenido el coraje para aceptarlo. Si lo hubieras hecho, ¡podría haberte respetado!
– No, no soy tu madre -dijo, con voz muy tranquila-. Si yo hubiera tenido una hija habría sido posesiva con ella. Tienes que creerme cuando te lo digo.
– ¡Pues no te creo! ¡Me estás mintiendo para herirme!-su voz se había elevado, hasta convertirse en un grito-. ¡No te creeré nunca…, nunca…, nunca!
Salió corriendo de la habitación y cerró tras de sí dando un portazo.
Después, con una voz en la que se notaba una rabia fría, Adriana le dijo a Janet:
– Su padre fue un arriero español. Apuñaló a su madre y después se suicidó. La niña tenía unos bonitos y pequeños ojos negros. La recogí… y bastantes problemas he tenido con ella.
Janet permaneció allí, conmocionada y en silencio. Al cabo de un minuto Adriana extendió una mano y la tocó.
– Nunca se lo he dicho a nadie. No hablarás de esto, ¿verdad?
– No -contestó Janet.