La vicaría era una casa antigua. Había viejas enredaderas en las paredes, y viejos árboles frutales que extendían sus ramas para captar el sol. Cuando Ellie quería salir de la casa por la noche, no tenía necesidad de arriesgarse a bajar las escaleras o de encontrarse con una puerta cerrada con llave. Sólo tenía que cerrar la suya y bajar por las escalonadas ramas de un peral. Había sido fácil…, demasiado fácil para el corazón y la conciencia que ahora la atormentaban. Al principio existió el destello de un amor romántico. Ella misma se había puesto en guardia ante su resplandor, y no pedía más que poder acercar las manos a la llama. Y entonces, él había empezado a darse cuenta de su presencia, a mirarla, a tocarla, a besarla, y la llama había terminado por convertirse en este tormento. Se había producido una lucha en su conciencia, la acrecentada visión de Edna como la esposa no deseada que le retenía en contra de su voluntad y, al final, el hecho manifiesto de que él se retiraba. No podía dejar a Edna, porque si lo hacía, Adriana Ford suprimiría el dinero que le entregaba. Y no la dejaría porque mucho más de lo que pudiera amar nunca a una mujer amaba aquella forma de vida fácil que ahora llevaba. Poco a poco, él fue surgiendo de la neblina de su propia fantasía de joven enamorada, para terminar por presentársele tal y como era. El tomó aquello que se le ofrecía mientras fue fácil y seguro pero si dejaba de ser fácil y seguro, llegaba el momento de decir adiós.
Ese día, que había empezado con el funeral de la pobre Mabel Preston, Ellie Page quedó aturdida por el sufrimiento. No acudió al funeral. Mary Lenton se había ido.
– John ha dicho que sería amable por mi parte el acudir. La pobre era una extraña, y no hay parientes.
Pero Ellie tenía su clase como excusa y de algún modo…, de algún modo logró pasar el día. Aquella noche, cuando se encontraba en su habitación, cerró la puerta con llave y se sentó ante la ventana. Ahora lo hacía cada noche, porque al cabo de un rato su vista se acostumbraba a la oscuridad y podía ver la casa del guarda en Bourne Hall, e incluso más allá. Esmé Trent vivía en aquella casa.
Ellie había llegado a un punto en el que no podía irse a dormir hasta estar segura de que nadie bajaba por el camino de la Casa Ford y volvía hacia aquella casa del guarda. A veces, nadie aparecía. Entonces, hacia la medianoche caía rendida en la cama y se quedaba dormida, inquieta. Otras veces estaba todo demasiado oscuro como para estar segura de si venía alguien o no. Después confiaba y creía, y rezaba, sabiendo que no tenía ningún derecho a rezar, hundiéndose poco a poco en un estado que no era ni de vigilia, ni de sueño. Pero otras veces veía una sombra bajando por el camino y volviéndose al llegar al principal. Y sabía que era Geoffrey Ford. Y entonces, permanecía despierta hasta el amanecer. Esta noche, el tiempo de espera se vio acortado. Había permanecido allí sentada desde hacía no más de media hora cuando vio que alguien bajaba por el camino. Al principio, sólo observó una ligera agitación en la oscuridad. Algo se movió en ella, o se movió por sí misma, como se mueve o se mezcla el agua. Después, cuando abrió la ventana y se asomó al exterior, pudo ver una sombra andando y escuchar, lejano, el débil rumor de unos pasos. La noche estaba tranquila. Los pasos se acercaron. Quizá no fuera Geoffrey. Quizá no viniera esta noche. Se inclinó aún más, agarrándose a la barra central de la ventana. Los pasos se hicieron más lentos y doblaron al llegar a la confluencia con el camino.
Entonces, era Geoffrey. Porque Bourne Hall estaba vacía y nadie iba y venía entre la propiedad y el camino. La casa del guarda tenía una pequeña puerta de postigo que se abría a no más de una docena de pasos de los destrozados pilares de piedra de la entrada. La sombra pasó entre los pilares y terminó por perderse de vista. Pero su sentido del oído, aguzado al máximo, pudo escuchar el clic del pestillo al levantarse y un momento después el de la puerta al cerrarse tras de sí en la vivienda de Esmé Trent. Geoffrey no necesitó ni llamar con los nudillos, ni tocar el timbre. La puerta estaba preparada para su llegada, esperándole. Llegaba y se marchaba cuando quería.
Ellie retrocedió en su habitación y se quedó allí, agarrada todavía a la barra de la ventana. Ya había sucedido antes… muchas veces. Y nunca era fácil soportarlo. Al contrario, como la presión que se ejerce sobre una zona dolorida, cada vez que sucedía se le hacía más insoportable. Y esta noche llegó a un punto en el que ya no podía aguantar más, un punto en el que esta creciente agonía de sufrimiento tenía que encontrar una salida a través de la acción.
Llevaba puesta una falda oscura y un jersey de color claro. Cruzó la habitación, abrió un armario y sacó un chaquetón que hacía juego con la falda. Ni siquiera necesitó encender la luz para encontrarlo. En el armario, todo estaba en orden y podía coger con la mano lo que quería, en la oscuridad. Aquel simple movimiento y después el ponerse el chaquetón y abotonárselo hasta el cuello, le proporcionó un poco de alivio. Regresó a la ventana, se arrodilló en el alféizar y empezó a descender por las ramas del peral. Cuando tuviera que soltarse de la barra se podía agarrar a las ramas escalonadas del árbol. Era bastante fácil y lo había hecho muchas veces, al principio con una sensación de temblorosa aventura, después con una expectación medio temerosa y medio alegre, y al final con temor, y duda, y dolor.
Su pie tocó el suelo, tanteó el borde de césped y siguió. Cuando se encontró fuera, en el camino pudo apresurarse.
Se encontraba cerca de la bifurcación cuando se dio cuenta de que alguien se acercaba en dirección opuesta…, una segunda figura en la sombra, que caminaba con suavidad, sin hacer ruido. Se paró junto a un árbol que se inclinaba sobre el pilar más cercano, y una mujer pasó cerca de ella. La luz de una linterna tembló brevemente junto a la puerta de postigo, sobre el pequeño caminito situado entre la puerta y un pequeño porche de madera. Y entonces se apagó la linterna, se levantó el postigo, y la mujer avanzó por el caminito hacia la casa. Ellie se quedó dónde estaba, observando a la mujer. No sabía quién era aquella mujer. Pensó que podía ser Edna Ford que había seguido a Geoffrey. Si le encontraba aquí, con Esmé Trent, ¿qué iba a suceder? No lo sabía. Pero tenía que saberlo… Tenía que saberlo.
Se dirigió hacia la puerta de postigo, pero no siguió avanzando hacia la puerta de la casa. Se encaminó hacia la derecha, pasando entre un acebo y un gran macizo de romero que se extendía hacia la casa. Su fuerte olor llegó hasta ella al rozarlo y el acebo le pinchó. El jardín estaba descuidado en esta parte. Las ventanas de la sala de estar daban a este lado… ventanas de bisagras, con las cortinas echadas. Había una luz en la habitación que daba a las cortinas un brillante color ámbar. Ellie se acercó y vio que la ventana más cercana estaba entreabierta. Las habitaciones de la casa eran pequeñas y la noche era cálida y silenciosa. Esmé Trent era una de esas personas que se ahogaban si permanecía sentada en una habitación con las ventanas cerradas. Todas las ventanas de bisagras se abrían hacia el exterior. Muy lentamente, con mucho cuidado, Ellie levantó la barra de metal y tiró de la hoja de la ventana hacia ella. Ahora, ya no había nada entre ella y las voces que sonaban en el interior de la habitación, excepto el espesor de una cortina. Oyó a Geoffrey Ford decir:
– Te digo que nos vio allí.
Esmé Trent emitió un sonido de impaciencia.
– ¡No creo que haya visto nada! Sabes perfectamente que no podría decir la verdad ni aunque lo intentara.
Había un fuego encendido en la habitación. Su débil olor llegó hasta Ellie. Oyó a Geoffrey empujarlo con el pie.
– Entonces, ¿cómo sabía que estábamos en el estanque si no nos vio allí?
– Creo que está probando suerte. Nos estaba vigilando, ya sabes. Puede que nos viera deslizamos por detrás de la cortina y supusiera que habíamos salido. No podía saber dónde estábamos, y mucho menos cerca del estanque. Sólo quiere ponernos en una situación difícil. Ya sabes que es muy celosa.
– No sé.
Esmé Trent se echó a reír.
– ¡Pero si se huele a un kilómetro! No sé si lo habrás intentado alguna vez con ella, pero estoy segura de que le encantaría si lo hicieras.
Ellie experimentó una sensación de perplejidad. Había pensado que estaban hablando de la esposa de Geoffrey, pero debía tratarse de alguien más. Ahora, le oyó decir a él:
– A Meriel le gustaría que cualquiera se interesara por ella. No es eso a lo que me refiero.
– ¿A qué te referías?
– A que está dispuesta a plantear problemas, y puede hacerlo.
– ¡Pero mi querido Geoffrey, sé sensato! ¿A quién le va a importar que nos vayamos a dar un paseo por el jardín?
Desde detrás de la cortina se oyó el ruido de una puerta que se abría.