Una vez que el último coche hubo desaparecido por el camino, Sam Bolton lo siguió en dirección a la portería. Era el ayudante del jardinero y había estado sacando los coches. Se había metido ahora en el asunto ilegal de cortejar a Mary Robertson, con quien tenía úna cita que habría sido estrictamente prohibida por el padre de ella, si se hubiera enterado de algo. Mr. Robertson era el jardinero y, además, un autócrata. Como decía Mary, sus ideas sobre la autoridad paterna podían estar cincuenta años atrasadas, pero ella no se hubiera atrevido a desafiarlas abiertamente. El viejo jardinero tenía para su hija designios más altos que los de Sam, sobre quien admitía que era un joven robusto y trabajador, pero «sin muchas ambiciones y no puedes fiarte de un harapiento». Hablaba de una forma que daba pena y no estaba dispuesto a mejorar: había llegado hasta ese punto, quemándose los ojos con la lámpara de aceite durante las noches, en búsqueda de conocimiento. Sam y Mary tenían la costumbre de esperar a que él se marchara al White Hart para beberse una jarra de cerveza y jugar un poco a los dados, antes de pasar una hora juntos, con la connivencia de Mrs. Robertson.
Bajó silbando por el camino y la chica surgió de entre los arbustos para encontrarse con él. Después, cogidos del brazo, regresaron hacia la casa, acortaron por un caminito que salía desde el fondo del prado y desde allí daba a la puerta que conducía al jardín de flores. Mary se había traído una linterna, pero conocía demasiado bien el camino como para necesitarla. El lugar podría haber sido creado para que las parejas se cortejaran… quizá lo había sido. En una noche cálida, había asientos junto al estanque, y si hacía frío, siempre quedaba la glorieta.
Pasaron bajo el arco del seto y vieron a sus pies el débil y misterioso resplandor del cielo nublado reflejándose sobre el estanque. Soplaba un vientecillo ligero y las nubes se movían con él… allá arriba, en el arco del cielo, y aquí abajo, dentro del espacio cerrado por el bajo parapeto de piedra. Pero el círculo quedó interrumpido por una sombra. Mary se apretó más contra él.
– Sam…, ¡hay algo allí!
– ¿Dónde? -su brazo se había encogido.
– ¡Allí! ¡Oh, Sam! ¡Hay algo en el estanque! ¡Hay algo… oh!
– ¡Trae la linterna!
Mary la buscó y cuando sus dedos la encontraron temblaban. El la cogió de su mano y proyectó un débil rayo de luz sobre lo que yacía sobre el parapeto del estanque, caído en el agua. Entonces, la chica gritó. La luz dejó ver un cuadrado negro y a continuación un cuadrado blanco y una raya de color esmeralda que los cruzaba. Para ambos fue una visión familiar. Sam sintió cómo se le revolvían las entrañas. La linterna cayó de su mano y rodó por el suelo.
– ¡Es la señora! ¡Oh, Dios mío!
Hizo un movimiento y Mary le retuvo.
– ¡No la toques! ¡No te atrevas a tocarla! ¡Oh, Sam!
Sam Bolton tenía que hacer algo. Con voz obstinada dijo:
– Tengo que sacarla del agua.
Pero Mary siguió reteniéndole.
– Tenemos que marcharnos de aquí…, ¡no queremos que nadie nos vea!
– No podemos hacer eso -dijo él.
No sabía Mary lo fuerte que era Sam. Se deshizo de la mano que le sujetaba y la apartó a un lado. La joven resbaló sobre un trozo cubierto de musgo y retrocedió hasta el asiento, agarrándose a él. Su pie tropezó contra la linterna caída. La recogió, pero se había apagado. El botón de encendido sonaba, pero lo moviera hacia donde lo moviese, la luz no se encendía. Las palabras que sonaban en su mente la atemorizaron. Se quedó mirando fijamente en la oscuridad, en busca de Sam. Él se había acercado al estanque. Apenas si podía verle, inclinado, levantándose ahora, y pudo escuchar cómo chorreaba el agua de lo que él levantaba, y un ruido sordo cuando lo dejó en el suelo. Fue entonces cuando volvió a gritar. No había querido hacerlo… simplemente ocurrió así. Gritó y echó a correr con el sonido de pesadilla de su propia voz y con los oídos llenos también por el ruido de aquel agua que escurría.
Nadie había cerrado con llave la puerta principal. Sam la encontró abierta cuando llegó corriendo, sin respiración. Había sostenido a la mujer ahogada en sus brazos y estaba empapado. Sus pies chapotearon sobre el piso del vestíbulo y dejaron huellas grandes de barro. Se encontró con Simmons que llevaba una bandeja llena de copas, y dijo, con la voz entrecortada:
– ¡La señora ha muerto!
Simmons permaneció quieto, pálido. Más tarde, le diría a Mrs. Simmons que sintió como si alguien le hubiera dado un golpe en la cabeza. Se escuchó a sí mismo decir algo, pero no supo lo que había dicho. Sin embargo, volvió a oír a Sam.
– ¡La señora ha muerto! ¡Se ha ahogado en el estanque y está muerta!
Sus manos dejaron de sentir la bandeja, que cayó, tintineando primero y chocando después contra el suelo, con un gran estrépito. Y aquel ruido hizo que todo el mundo acudiera corriendo.
Joan Cuttle, con la boca abierta y los ojos hinchados, Mrs. Geoffrey con una confusión de gritos y preguntas, Miss Meriel, Mr. Geoffrey, Mr. Ninian… todos estaban allí, y todo lo que él pudo decir fue que tuvieran cuidado con los cristales rotos, y todo lo que pudo hacer fue señalar a Sam, que permanecía chorreando en el centro del vestíbulo, con el rostro del color de la cera y sus grandes manos temblándole.
– ¡La señora está muerta! -seguía diciendo Sam una y otra vez-. ¡La he encontrado en el estanque!
Y cuando todos estaban allí, impresionados y sumidos en silencio de parálisis, Adriana Ford se asomó al descansillo de arriba y comenzó a bajar las escaleras. La luz brilló sobre el reluciente pelo rojo oscuro, sobre el vestido de gasa gris plateado, sobre las tres hileras de perlas que le caían desde el cuello hasta casi la cintura, sobre la flor de diamantes prendida en su hombro.
El silencio se interrumpió con el ruido de un coche que se acercaba. La puerta estaba abierta, como Sam la había dejado, y en ella apareció Star Somers, con un vestido gris de viaje y una pequeña capa de mangas anchas sobre su pelo rubio pálido. Entró corriendo, con las manos extendidas, los ojos luminosos y «olor en sus mejillas.
– ¡Queridos! ¡He vuelto! ¿Dónde está Stella? ¿No os sorprendéis de…?
Y entonces se detuvo de golpe. Miró a Sam, que estaba allí en medio, lleno de barro y goteando aún; después a Simmons, con las copas rotas a sus pies, y a continuación a todos los rostros impresionados que la miraban fijamente, y finalmente a Adriana, que todavía estaba en la escalera. El color de su rostro se desvaneció.
– ¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre? ¿Es que no puede hablar nadie?
Adriana terminó de bajar las escaleras, con aire muy digno. Fue una entrada excelente y ella no se perdió el menor detalle.
– Sam les acababa de decir que me había encontrado ahogada en el estanque. Geoffrey… Ninian… ¿No creéis que será mejor ir con él al estanque y ver qué ha pasado?