13

Adriana bajó a comer; tenía en mente planes destinados a todos ellos. Le extrañó bastante el ver que Geoffrey no estaba allí.

– Descansaré durante una hora y luego me llevaré a Mabel a dar un paseo en coche. Si Geoffrey tenía la intención de salir tendría que habérmelo dicho. Supongo que no se le habrá ocurrido llevarse el Daimler.

Fijó una mirada interrogativa en Edna, que manoseó su servilleta con cierto nerviosismo.

– ¡Oh, no!… ¡Claro que no! Quiero decir…, ¿cómo podría haberlo hecho si se lo había llevado Ninian para ir a esperar a Mabel?

Adriana imprimió un brusco movimiento a su pelo rojo y corto.

– ¿Quieres decir que nada le impediría llevarse mi coche, como no fuera preguntarme si yo lo quería? Y no me digas ahora que él podría haber sabido que yo iba a utilizarlo, porque eso agrava las cosas. Si me dejas sola, probablemente habré dejado de sentirme molesta cuando él regrese a casa. Supongo que se llevó el Austin. Pero podía haber supuesto que yo deseaba dejárselo a Ninian. ¿Adónde se ha ido?

Edna desmenuzó el pan que había junto a su plato.

– No lo sé. No se lo pregunté.

Adriana se echó a reír.

– Quizá haya sido mejor así… a los hombres no les gusta. Especialmente si van dispuestos a hacer alguna diablura. No, claro, ese Geoffrey… -dejó la frase sin terminar y volvió a reír.

– ¿No estás siendo un poco severa, querida? -preguntó Ninian, tratando de aliviar la situación.

– Probablemente -replicó ella, y se sirvió más ensalada.

– De todos modos -siguió diciendo-, si Geoffrey no está aquí, no podrá llevarnos. Tendrá que hacerlo Meriel. No, Ninian… a ti te quiero para algo más. Os llevaremos a ti y a Janet a Ledbury, y podrás cambiar los libros en la biblioteca y hacer algunas compras para mí. Eso es como decir que Janet hará las compras y tú llevarás los paquetes.

– Voy a tener que recoger a Stella -advirtió Janet.

– Es la clase de baile, ¿verdad? No importa el tiempo que tenga que permanecer en la vicaría. Podemos recogerla cuando regresemos. Ahora está todo arreglado y no quiero oír hablar más del asunto.

Mabel Preston habló entonces con un resignado tono de voz.

– Ya sabes que suelo dormir la siesta.

– Yo también -comentó Adriana con brusquedad-, pero una hora es todo el tiempo que necesitamos. No tenemos que dejarnos arrastrar por las malas costumbres. Bien, ya está todo acordado, y todo el mundo tendrá que estar preparado puntualmente a las tres menos cuarto.

A Ninian se le permitió conducir el coche hasta Ledbury. Una vez llegado allí, se produjo un momento horrible cuando Adriana pareció dudar sobre la conveniencia de dejarle marchar o no.

– Meriel es una conductora tan mala -comentó-. Sí, lo eres, querida, y no vale la pena que pongas esa cara tan atormentada -después, inclinándose hacia Janet, añadió-: Espero que me estés agradecida por haberte dejado a nuestro único hombre joven. Y ahora, Mabel, te voy a llevar a dar una vuelta por la Torre de Rufford. No seré yo quien intente subir, pero Meriel subirá contigo. Con el tiempo que hace, la vista será perfecta.

Mabel aún estaba protestando, diciendo que no le gustaban las alturas, y que nada la induciría a subir a la torre, cuando el coche se puso en marcha con un ruidoso cambio de marchas.

– ¡Adriana en su papel más autoritario! -comentó Ninian, riendo-. ¿Para qué querrá hacer subir a la vieja Mabel hasta lo más alto de la torre?

Cambiaron los libros en la biblioteca y fueron haciendo una aburrida compra de productos caseros, apuntados en una lista. Realmente, no parecía existir ninguna razón para que ellos se tuvieran que ocupar de esto, ya que, con la excepción de los libros, todo lo demás podía haber sido pedido por teléfono. Sin embargo, y como observó Ninian no valía la pena mirar los dientes del caballo regalado.

– ¿Sabes una cosa? Creo que Adriana está intentando arrojarnos a uno en brazos del otro.

– ¡Tonterías! -exclamó Janet.

Y, entonces, fue reprendida por Ninian.

– Eres, tú la que estás siendo precipitada ahora. Y no es la primera vez que he tenido que advertírtelo. Las actividades casamenteras serían como una diversión para Adriana, y ésta tendría la atracción adicional de estar bastante segura de molestar con ello a Meriel.

– ¿Y por qué iba a desear molestar a Meriel?

– Querida, eso no me lo preguntes a mí. Lo cierto es que, evidentemente, lo quiere hacer. Casi podría decir que ella coloca la flecha donde puede. No hay ningún daño en ello, sino sólo un claro placer en ver si puede conseguir estimularnos a los dos. Si lo hacemos, será un punto para ella. Si podemos evitarlo o rechazarlo, el punto será nuestro. Es como una especie de juego.

– Esa es la clase de juego que hace que la gente la odie a una -observó Janet con seriedad.

– ¿Sabes? -dijo Ninian, riendo-. Tengo la impresión de que para ella eso sería muy vivificante.

Tenían que ser recogidos en la esquina de la estación a las cuatro y cuarto. Adriana había dicho que las cinco era una hora lo suficiente temprana como para tomar el té y que, de todos modos, estarían de regreso en casa a las cinco menos cuarto. Pero a las cuatro menos veinte, Ninian declaró que sólo si se refrescaba inmediatamente podría librarse de un creciente complejo anticompras que, probablemente, se iba a convertir en algo crónico.

– ¡Y piensa en el inconveniente que eso va a ser para ti!

Janet le miró con lo que intentó fuera un gesto represivo.

– ¿Yo?

– Naturalmente. En tal caso no te arriesgarías a hacerlo. No habría una pequeña lista de compras colocada en mi mano, con un beso de despedida, en el momento en que me apresurara a ir a la oficina por la mañana.

Ignorando todo lo demás, excepto una palabra asombrosa, Janet contuvo la respiración y preguntó:

– ¿La oficina?

– Desde luego. ¿No te lo había dicho? A partir del primero de octubre me convierto en esclavo asalariado de una editorial. Tendré una paga y una mesa de despacho en una habitación que da a unas caballerizas.

Ninian vio el cambio en el rostro de Janet: se puso pálido y ansioso.

– ¡Oh, Ringan! -exclamó-. ¿Lo sientes mucho? -preguntó apresuradamente.

El deslizó una mano por su brazo y le dio un apretón.

– No lo haría si lo sintiera. En realidad, creo que va a ser algo muy interesante. Se trata de Firth and Saunders, ya sabes. Seguramente recordarás a Andrew Frith. Siempre hemos sido amigos, así que cuando me enteré de que había un puesto libre entre su gente, pensé en colocar el dinero del viejo primo Jessie Rutherford. Andrew me dijo que probablemente me aceptarían y así lo hicieron. He terminado otro libro, así es que tengo algo con lo que contar.

Janet no dijo nada durante un rato. Pasearon junto a los escaparates. La ciudad estaba abarrotada y la gente pasaba apresuradamente a su lado. Esto no era del dominio público. Le estaba contando algo que ni siquiera le había dicho a Star. Él siempre le había contado cosas, pero también se las había dicho a Star.

– Creía que tu libro se estaba vendiendo bien…, me refiero al segundo -dijo.

– Así es, en efecto. Y el próximo va a ser mejor y así continuaré. Pero eso no quiere decir que vaya a dejar de escribir… Me he trazado un plan bastante bueno. Bien, aquí es donde nos paramos y tomamos nuestra taza de té. Es un buen lugar para charlar.

En un recodo de la empedrada, estrecha y tortuosa calle colgaba un cartel con una tetera dorada, muy brillante y nueva. Se notaba que el lugar difícilmente podía haber sido más viejo sin desmoronarse a trozos. Tenía ventanas oscurecidas con cristal de botella, por lo que del interior sólo se veían un par de metros, y unas vigas que amenazaban con propinar algún coscorrón a cualquier persona de más de un metro ochenta. Cuando se abrieron paso a través de un piso repleto de pequeñas mesas, Ninian se inclinó para susurrar:

– En realidad, lo de la tetera es una broma. La gente acude aquí cuando no quiere ser reconocida para encontrarse precisamente con todas aquellas personas a las que quiere evitar. Pero en el extremo, allá abajo, hay algunos buenos escondites.

Encontraron una mesa situada en un nicho, a discreto resguardo de las miradas del público. La luz débil de una bombilla de color naranja brillaba tenuemente sobre ellos. Janet se preguntó cómo sería de malo el té. Para ella, el medievalismo solía encubrir una gran cantidad de pecados. Pero cuando llegó el té, en una tetera cuadrada de color naranja, de la que era muy difícil servirlo, resultó no ser tan malo como pensaba y las pastas también eran buenas. Ninian se comió cuatro y siguió hablando sobre su trabajo en la editorial.

– ¿Sabes? No quiero que los libros sean cuestión de pan y mantequilla. Creo que eso es fatal…, o al menos lo sería para mí. Quiero ser capaz de decir que no me importa lo que le guste al público y voy a escribir lo que yo quiera. Si prefiero martillear un tema durante un año, no quiero que haya nada que me detenga. Y si tengo la urgente necesidad de provocar un incendio frente a todo el mundo, quiero ser capaz de poder hacerlo. El único problema es que suelo comer con bastante regularidad, y el alma sórdida del comercio espera que se paguen sus cuentas. De hecho, querida, tiene que existir sencillamente algo en lo que uno pueda utilizar el dinero. Así es que pensé que esa idea editorial era algo que valía la pena. Una vida de trabajo honrado como socio colaborador o echándole una mano, de acuerdo con la finalidad de lo que estés buscando, y una paga razonable a cambio. Por otra parte, también es una buena inversión. No creo que nadie se vaya a molestar en nacionalizar la industria editorial durante bastante tiempo y, mientras tanto, seguiré cobrando mi paga.

Janet dejó su taza. Ahora que sus ojos se estaban acostumbrando a la semipenumbra, pudo ver dónde estaba el plato.

– ¿Ningún comentario? -preguntó él-. ¿Ni siquiera me preguntas qué pienso hacer con una bonita paga regular?

– ¿Se supone que te lo he de preguntar?

– ¡Oh, creo que sí! Pero te lo voy a decir de todos modos. Estoy pensando en casarme y hasta las mejores estadísticas demuestran que las esposas prefieren unos ingresos regulares. Eso evita ciertas dificultades. No les gusta esperar a que el bacalao esté envuelto, para tener que pedirle entonces al pescadero que espere a cobrar la cuenta hasta que esté terminado el siguiente libro. Eso rebaja la posición social, e impide que la gente te señale.

Janet se sirvió otra taza de té. La tetera le quemó los dedos y volvió a dejarla apresuradamente sobre la mesa.

– ¿Sigues sin comentar nada? -preguntó Ninian.

– Nadie espera que le den crédito en la pescadería. Al menos, mientras no se disponga de unos ingresos fijos semanales o mensuales, y aun así, se tiene que ser muy buena cliente para que te lo den.

– Bueno, de todos modos no me gusta mucho el pescado, así es que no me sirvas pescado más de dos veces a la semana.

Se produjo una pausa antes de que ella dijera:

– No me gusta esa forma de hablar.

– ¿No?

– No. Y a la mujer con la que te vayas a casar tampoco le gustará.

– ¡Bueno, eso lo tienes que saber tú! -dijo él, echándose a reír-. Cambiemos de tema. Hay cosas mucho más románticas que el pescado. Consideremos la cuestión de un piso. Dispongo de información secreta y avanzada sobre uno que, según creo, vendrá bien. Al tipo que está viviendo ahora le han ofrecido un trabajo en Escocia y él ha estado de acuerdo en que yo me haga cargo de su contrato de alquiler. No podemos andarnos con tonterías al respecto…, por eso te lo estoy diciendo ahora. Creo que mañana podríamos ir a la ciudad y resolver la cuestión.



Janet miró al frente. El nicho resguardado que había visto tan oscuro cuando se abrieron paso hacia él, le parecía proporcionar ahora muy poca protección. Sintió los ojos de Ninian sobre los suyos, con una mirada que creía conocer o suponía… burlona, guasona, asaeteándola, en busca de una grieta en su armadura. Y aun cuando pudiera apartar su rostro de él, defender ojos y labios, respiración y color, Ninian conservaba consigo, desde aquellos días en que ella no sabía aún que tendría necesidad de defenderse, un truco para poder entrar, una forma de atraerla y hacerle bajar la guardia. En el tono más natural que pudo encontrar, Janet dijo:

– Cuando se trate de alquilar un piso, la mujer que vaya a vivir en él tendrá la oportunidad de decir si le gusta o no.

– Naturalmente. Pero me gustaría que tú lo vieras.

– Tengo que cuidar de Stella.

– Se puede quedar en la vicaría a comer. Siempre lo hace cuando Nanny tiene el día libre. Star ha llegado a un acuerdo con Mrs. Lenton. Podemos coger el tren de las nueve y media y estar de regreso a las cuatro y media. ¿Sabes? Es realmente importante para ti saber si el piso será adecuado. El inquilino de ahora quiere dejar algunas cosas como el parquet, y un montón de cortinas que no tienen la menor oportunidad de adaptarse al lugar al que se va a vivir en Edimburgo. Es parte de la casa de una tía, y él dice que las ventanas tienen más de dos metros y medio de altura.

Un alentador destello de ira permitió a Janet mirarle con color en sus mejillas.

– ¡Ya te he dicho antes que no me gusta esta forma de hablar!

– Pero querida, todos tenemos que tener parquet y cortinas y suponte que yo digo que sí y a ti no te gusta vivir con ellas…

– No tengo la menor intención de vivir con ellas.

El rostro de Ninian cambió de repente. La cogió de la mano.

– ¿De veras, Janet?… ¿De veras?

– ¿Y por qué iba a quererlo?

Su risa se estremeció un poco.

– Eso forma parte de las palabras que te he estado diciendo. No, eso está fuera de lugar ahora. En la última boda a la que fui, el párroco dijo «compartir». Una lástima, ¿no crees? Me gusta mucho más el sonido del «yo te desposo». Un poco arcaico, desde luego, pero así es el matrimonio.

– Nadie estaba hablando de matrimonio.

– ¡Oh, sí, querida! Yo lo estaba haciendo… definitivamente. He estado colocando mis pagas y mi parquet y todas esas cosas a tus pies durante por lo menos diez minutos. ¿Quieres hacerme creer que no te habías dado cuenta?

– No -contestó Janet, o hizo, al menos, los movimientos correctos para pronunciar aquel «no», pero no parecieron dar como resultado ningún sonido reconocible.

– ¡Vamos! -exclamó Ninian con aquella voz burlona antes y ahora estremecida.

Y entonces, de pronto, su cabeza se inclinó sobre la mano que tenía entre las suyas, y la besó como si no estuviera dispuesto a dejarla marchar nunca.

Hubo un momento en el que todo pareció dar vueltas, un momento en el que todo pareció quedar inmóvil. Al sentir el contacto de los labios en su mano, Janet se dio cuenta de que no podía seguir diciendo que no. Pero, al menos, podía reprimirse para no decir sí. En realidad, no le era posible decir nada.

Y entonces, alguien habló desde el otro lado de la pantalla que les separaba del nicho situado a su derecha. Era Geoffrey Ford y no debía encontrarse a más de un metro de distancia. Con un tono de voz que parecía indicar lo cómodo que se sentía, dijo:

– Bueno, nadie va a vernos aquí.

Y una mujer rió.

Janet apartó su mano y Ninian presentó el inequívoco aspecto de un joven que está exclamando: «¡Maldita sea!» No lo dijo en voz alta, desde luego, pero sin duda lo sintió. Al otro lado de la pantalla pudieron escuchar a dos personas sentándose.

Janet se levantó, cogió su bolso y rodeó la mesa. Ninian la siguió, puso una mano en su brazo y fue rechazado con una sacudida. Cuando salieron a la semipenumbra general, la mujer que se había reído dijo en voz baja pero perfectamente audible:

– No estoy dispuesta a seguir así, y tú no necesitabas pensarlo.

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