Mary Lenton atravesó el vestíbulo para abrirle la puerta. Posiblemente, nada podría haber sido más inconveniente, pero, de todos modos, Edna era una de esas personas que siempre hacía sus visitas en los momentos más inoportunos. Llevaba colgada del brazo una bolsa de la compra y sacaba de ella tres pequeños libros de cuentas que sostenía en su mano con una actitud quejosa.
– En realidad, no tendría que haber aceptado encargarme de las cuentas. Creo recordar que así se lo dije en su momento. No tengo buena cabeza para los números.
– Pero usted se ofreció…
– Tengo demasiado buen corazón -dijo Edna con un tono de voz inquieto-. Cuando oí decir que Miss Smihtson estaba enferma, dije que yo me haría cargo, pero de veras que no puedo entender su escritura. Así es que pensé venir a verla para decirle que no vale la pena, a menos, desde luego, que podamos hacerlo juntas…
Mary Lenton se sintió invadida por un temblor de irritación. Nunca había logrado sentir ningún afecto por Edna Ford, aunque a veces había sentido pena por ella. Y venir en este momento, con el superintendente Martin en la casa, con Ellie arriba con el aspecto de quien está a punto de desmayarse de nuevo, y teniendo que preocuparse de preparar el almuerzo. Ahora que la miraba un poco más atentamente, Edna tampoco parecía sentirse muy bien. ¡Tenía un color tan malo…! ¡Y aquella horrible chaqueta y falda de color negro! Tendría que haber desechado aquellas prendas ya hacía bastantes años, enviándolas al ropavejero. No debía ir por ahí con aquel aspecto. Y aquella hebilla del zapato se le iba a caer de un momento a otro.
– Me temo, Edna, que estoy muy ocupada en estos momentos. Ellie no se encuentra bien.
– Eso son excusas -dijo Edna Ford-. Siempre lo he dicho. Debe animarse ella misma. Estoy segura de que nadie puede decirme a mí nada sobre lo que es tener mala salud, pero no hay que convertir eso en una excusa para dejar de hacer las obligaciones. Si pudiéramos pasar un momento al comedor y repasar brevemente las anotaciones de julio. Veo que Miss Smithson ha apuntado seis metros de franela rosa, y no puedo acordarme para qué eran.
Mary Letnton estaba a punto de decir «para batas de noche», cuando se abrió la puerta del despacho y Miss Silver acudió en su ayuda.
– Mrs. Ford, me pregunto si no podría entrar aquí un momento.
Edna pareció sorprendida. No se podía imaginar por qué Miss Silver estaba invitándola a entrar en el despacho del vicario…, no podía comprender por qué razón estaba Miss Silver en aquella casa. Entró en la habitación con la bolsa de la compra colgada del brazo, y con los tres libros de cuentas en una mano, y aún quedó más sorprendida al ver que era el superintendente Martin quien estaba sentado en la silla del vicario. La puerta se cerró tras ella.
– ¡Ah, Mrs. Ford! -dijo él-. ¿Quiere sentarse, por favor?
Edna cogió la silla situada al otro lado de la mesa y dejó la bolsa de la compra en el suelo. Miss Silver se sentó.
– ¿Qué sucede? -preguntó Edna.
– Pensamos que podría sernos de ayuda.
– No comprendo… Realmente, no creo…
Martin se inclinó hacia adelante, colocando una mano sobre el borde de la mesa.
– Se ha estimado necesario detener a su esposo para su interrogatorio.
Mrs. Ford pareció sorprendida.
– No comprendo que tenga usted que hacer más preguntas. Supongo que él no tendrá nada que decirle que no le haya dicho ya.
– Eso depende. Por el momento, le he pedido que entrara aquí porque a Miss Silver le gustaría hablar con usted.
– ¿Miss Silver? -la sorpresa se hizo aún mayor.
El policía se levantó y se dirigió hacia la ventana. Miss Silver dijo:
– El superintendente Martin no quiere tener nada que ver con eso, pero creo que debe usted saber que su marido es el principal sospechoso en relación con las muertes de Miss Preston y de Miss Meriel Ford.
– ¿Geoffrey? -preguntó Edna.
– Hay una acusación bastante fuerte contra él. De hecho, es extraordinariamente fuerte, excepto en un punto. Creo que usted ya sabe que acudió a la casa del guarda para ver a Mrs. Trent en la noche del asesinato, y ahora ha surgido un testigo cuyas declaraciones demuestran que Miss Meriel le siguió hasta allí. El testigo en cuestión escuchó la violenta disputa que siguió. Oyó decir a Miss Meriel que estaba dispuesta a decirle a la policía que había visto a su esposo empujar a Miss Preston al estanque, bajo la impresión de que la persona que llevaba el abrigo de Adriana Ford era de hecho la propia Adriana Ford. A continuación, Miss Meriel se marchó y tras ser animado por Mrs. Trent para que la siguiera, Mr. Geoffrey Ford así lo hizo.
El superintendente Martin miró por encima del hombro y vio a Edna Ford sentada con una actitud rígida. Apretaba con fuerza los tres pequeños libros de cuentas y había una mirada de perfecta incomprensión en su rostro. Mientras él la miraba, ella dijo:
– No sé por qué me está diciendo usted todo esto. Yo no apruebo que Geoffrey vaya a ver a Mrs. Trent… ya me lo ha oído decir antes. Ella es una mujer inmoral… En realidad, no la apruebo en absoluto.
Miss Silver dijo con firmeza:
– Hay un testigo de que Miss Meriel Ford amenazó a su esposo, y de que él la siguió cuando ella abandonó la casa del guarda. Poco tiempo después de suceder eso, ella fue mortalmente golpeada y su cuerpo quedó abandonado en el estanque.
En la mirada de Edna hubo un destello de animación.
– No puedo imaginar lo que ella estaba haciendo allí. Es tan desalentador… y con relaciones tan desagradables…
– Mrs. Ford, su esposo fue visto siguiéndola. ¿No se da cuenta de que eso puede ser una prueba muy grave contra él? Ella le amenazó. Y él la siguió. Y después, ella fue encontrada muerta.
La mirada de animación se hizo más fuerte.
– Bueno, él tenía que regresar a casa. Supongo que no pensará que se iba a quedar toda la noche en la casa del guarda.
Miss Silver suspiró. Miró hacia donde se encontraba el superintendente, quien volvió a ocupar su sitio ante la mesa escritorio.
– Bien, Mrs. Ford, no forma parte de mi trabajo ponerla a usted ansiosa en relación con su esposo, pero las declaraciones del testigo mencionado por Miss Silver van más allá de la acusación contra él.
– ¿Sabe usted? Yo, en realidad, había venido aquí para ver estas cuentas con Mrs. Lenton.
Espere un momento, por favor. Este testigo afirma que siguió a Miss Meriel y a Mr. Geoffrey Ford hacia la Casa Ford. Dice que Mr. Geoffrey entró en la casa, pero que, tras haber llegado a la esquina más alejada de la casa, se dio cuenta de que alguien le seguía y que finalmente ese alguien siguió a Miss Meriel a través del prado y hacia el jardín donde está el estanque. Afirma que la persona que la siguió era una mujer, y que, al cabo de poco tiempo, esa mujer regresó y se metió en la Casa Ford por la ventana del despacho. Pero Meriel Ford no regresó.
Edna manoseó los libros de cuentas.
– Eso es muy extraño.
– ¿Se da usted cuenta de que ese testigo vio a la asesina?
Ella asintió.
– Entonces, tuvo que haber sido Esmé Trent -argüyó.
– ¿Lo cree usted así?
– ¡Oh, sí! Es una mujer malvada…, siempre lo he dicho.
– Pero no hubiera entrado en la Casa Ford.
– ¡Oh, sí…! Ella siempre iba detrás de Geoffrey -puso una mano en el borde de la mesa y se levantó-. Creo que no debo hacer esperar a Mrs. Lenton.
Y en ese preciso momento, la manija de la puerta se movió, la puerta se abrió y Ellie Page avanzó hacia el interior del despacho.
Llevaba un jersey azul oscuro y una falda y parecía un fantasma. Cuando vio a Edna, exclamó: «¡Oh!», y se quedó dónde estaba.
– Me había olvidado de algo. Pensé que quizá… Debería decir…
Edna empezó a moverse hacia la puerta. Al hacerlo, la hebilla de acero de su zapato izquierdo cayó hacia un lado y casi la hizo tropezar. Ellie se la quedó mirando fijamente. Entonces entró en la habitación, cerró la puerta y se apoyó en ella.
– Eso era lo que recordaba -dijo ella.
El superintendente se levantó y rodeó la mesa. Vio los ojos de Ellie fijos y quiso saber qué estaban mirando tan fijamente.
Edna Ford se agachó y dio un estirón de la hebilla. Los pocos puntos que aún la sujetaban se rompieron y ella se levantó con la hebilla en la mano.
– ¡Vaya…, casi me hace caer!
Los ojos de Ellie siguieron la hebilla.
– Eso es lo que he recordado -dijo-. Lo vi cuando ella estaba cruzando el prado, después de que encendiera la luz de la linterna, que llevaba en la mano izquierda y que brilló sobre la hebilla. La hebilla se movió porque estaba suelta, y la luz la iluminó. Lo recordé y pensé que sería mejor decírselo -desvió la mirada de la hebilla al rostro de Edna y retrocedió un poco, apretándose contra la puerta-. ¡Oh, usted las mató! ¡Usted las mató a las dos!
Edna Ford mostró una sonrisa muy complaciente. Hizo sonar la hebilla en la palma de la mano y dijo:
– Fue muy inteligente por mi parte, ¿no creen?