Miss Silver, que estaba leyendo el matutino del lunes, sintió su mirada atraída por una breve noticia:
FATALIDAD EN LA CASA FORD
«Los aficionados al teatro de hace treinta años pueden recordar a Mabel Prestayne. Entre otros papeles, interpretó el de Nerissa cuando Adriana Ford interpretaba Porcia, y fue precisamente en casa de esta gran actriz donde sufrió el accidente que le causó la muerte. Se estaba celebrando una fiesta y se supone que ella debió deambular por el jardín, en la oscuridad, y tropezó con un bajo parapeto que protegía el estanque en el que se encontró su cuerpo. Había estado viviendo retirada durante muchos años.»
Miss Silver leyó dos veces la noticia, y se permitió exclamar:
– ¡Dios mío!
Apenas habían transcurrido diez días desde la visita de Miss Ford, pero los pormenores de su conversación aún estaban frescos en su mente. Cuando dejó el periódico y reanudó su labor de punto, no se sintió capaz de apartar el tema de su pensamiento.
Dos días después, al contestar una llamada telefónica, escuchó una voz profunda que decía:
– Aquí Mrs. Smith. Recordará usted que le escribí, la llamé por teléfono y finalmente fui a verla a su casa.
– Lo recuerdo perfectamente -contestó Miss Silver y se detuvo un instante, antes de añadir-: Mrs. Smith.
– ¿Recuerda usted el tema de nuestra conversación?
– Desde luego.
– Se ha producido un cambio -dijo la voz, endureciéndose-. No creo que sea conveniente discutirlo por teléfono, pero me gustaría que usted viniera por aquí -hubo un momento de silencio, y la voz dijo-: Cuanto antes mejor.
Eran entonces las siete de la tarde. Miss Silver dijo con su voz templada:
– Si la cuestión no es inmediata, quizá le parezca bien el tren de la mañana.
– El de las diez y media la dejará aquí a las once y media. Alguien irá a recogerla a Ledbury. Como es usted una vieja amiga a la que no he visto desde hace mucho tiempo, parecerá natural que sea yo misma quien vaya a la estación. Eso es lo que yo sugiero que se haga. Espero que estará usted de acuerdo.
– Perfectamente -contestó Miss Silver.
Y colgó el receptor con un clic.
Como las especulaciones sin hechos sobre los que poder basarlas difícilmente pueden ser consideradas como provechosas, Miss Silver no se permitió pensar en ellas. Escribió a su sobrina Ethel Burkett, informándola de que se marchaba al campo y dándole la dirección, e hizo el equipaje con las pocas cosas que necesitaba para una visita de otoño. Las casas de campo, y especialmente las antiguas, solían tener muchas corrientes de aire, y se podía confiar muy poco en el tiempo, tanto en ésta como en cualquier otra estación del año. En consecuencia, llevaría el abrigo negro, ribeteado de piel, su amigo fiel de tantos años, sobre el vestido de lana ligera, apropiado para la estación. Como tenía la costumbre invariable de utilizar un pañuelo floreado de seda del año anterior, para llevarlo por las noches, también lo puso en la maleta, junto con una chaqueta de terciopelo algo gastada, pero tan cálida y agradable que, en muchas ocasiones anteriores, la había preservado contra actitudes tales como una gran pasión por las ventanas abiertas, o contra un determinado deseo de ahorrar el combustible de la calefacción. Podía recordar grandes comedores en los que las corrientes de aire penetraban desde una puerta de servicio abierta, y salones en los que las ventanas permanecían abiertas, porque resultaban demasiado pesadas para ser movidas. El inspector Frank Abbott, de Scotland Yard, ese joven fiel pero irreverente, podría decir que la chaqueta era una pieza de museo, cuyos orígenes se perdían en un pasado Victoriano, pero nada le hubiera impedido hacer una visita al campo sin ella, y en su opinión era tan adecuada como agradable.
Cuando se bajó del tren en Ledbury, con el abrigo negro con ribete de piel amarillento, y con el sombrero que había sido el mejor del año anterior, rematado por un pequeño ramillete de descoloridos pensamientos mezclados con retazos de reseda, se le acercó inmediatamente un hombre alto, moreno y joven, que le sonrió con la actitud más amable y dijo:
– Estoy seguro de que debe ser usted Miss Silver. Me llamo Ninian Rutherford. Adriana está esperando en el coche.
Adriana representó el papel de una vieja amiga, echando mano de sus mejores dotes artísticas.
– ¡Me alegra tanto que hayas podido venir! Después de…, déjame ver… ¿cuántos años han pasado? Bueno, quizá sea mejor que no lo digamos. El tiempo no permanece inmóvil para nosotras. Sólo tenemos que recoger los hilos que va dejando.
Cuando se sentó a su lado en la parte posterior del coche, mientras Ninian las conducía a través de las estrechas calles de Ledbury, Miss Silver pudo observar la gran diferencia existente entre la Mrs. Smith que la había visitado en Montague Mansions, y la Adriana Ford con su pelo brillante, su delicado maquillaje, y la elegante piel sobre un maravilloso abrigo y blusa, y el resplandor de los anillos en su mano sin guante.
Cuando salieron de la ciudad y empezaron a seguir una serie de carreteras secundarias, la conversación se mantuvo en un nivel agradablemente convencional. Hubo una o dos casas antiguas que poder señalar.
– Vale la pena ver la escalera del siglo xv, pero, desde luego, la fachada es moderna…
Y ese ridículo lugar acastillado es Leamington's Folly. Fue un rico industrial de la época victoriana que tuvo que ser llevado ante el tribunal de bancarrotas y terminó en el asilo para desamparados. Nadie ha vivido ahí desde hace años y todo se está cayendo a trozos.
Durante el último kilómetro del trayecto, la carretera corría junto al río, y había muchas cosas en el escenario otoñal agradables a la vista. Miss Silver, admirándolo todo a su debido tiempo, no pudo menos que llegar a la conclusión de que en un lugar con tanta agua debía producirse necesariamente un aumento de vapor, como sucedía en tantos lugares del campo.
Cuando entraron en los terrenos de la Casa Ford, observó que estaban situados en una posición notablemente baja y opinó, aunque no en voz alta, que la casa debía verse constantemente invadida por las neblinas procedentes del río. Era un edificio pintoresco, construido según un estilo poco lógico, con rosas de otoño floreciendo en las paredes y una gran cantidad de otras plantas trepadoras. No era realmente lo que ella habría considerado deseable, sobre todo si se tenía en cuenta que con tanta vegetación tendría que haber gran cantidad de insectos.
Fue conducida a una habitación en el ala derecha de la escalera principal. Era una habitación fresca y bien iluminada, con zarazas florecidas y sillas cómodas. Se alegró al observar que también había una chimenea eléctrica. Adriana la informó que ellos mismos producían su propia electricidad y estaban bien servidos.
– Tu habitación está al lado de la de Janet Johnstone y la pequeña Stella, con Me- riel y Star Somers enfrente. Cuando estés preparada, regresa al descansillo y lo cruzas hacia el ala occidental. Mi sala de estar se encuentra al final.
Miss Silver tardó muy poco tiempo en sacar sus cosas, ordenarlas bien y deshacer su modesta maleta. Se lavó en el cuarto de baño de al lado y después, con la bolsa de su labor de punto en la mano se dirigió hacia el ala occidental. No se encontró con nadie, pero cuando cruzó el descansillo una mujer joven, que llevaba un jersey rojo, pasó por el vestíbulo de abajo. Mirándola con interés, Miss Silver observó su buen aspecto moreno, los ojos provocadores, el paso inquieto. Fue la primera vez que vio a Meriel Ford, y aquel simple encuentro, ya le dio materia suficiente en qué pensar.
Encontró a Adriana en su canapé. Se había cambiado de ropa, poniéndose una bata de estar por casa, suelta, de color púrpura, tan profundo que parecía casi negro. Se la veía cansada a pesar del cuidadoso maquilla je, y en el tono de su voz se notó la exasperación.
– Siéntese y póngase cómoda. Bueno, supongo que estará deseando saber por qué la he hecho venir con tanta prisa.
Miss Silver tosió ligeramente.
– Me imagino que tiene algo que ver con la muerte de Miss Mabel Prestayne.
Adriana lanzó una breve risita.
– Supongo que habrá leído la noticia en los periódicos. Pobre Mabel…, ¡cómo le hubiera disgustado saber que sería recordada por haber interpretado el papel de Nerissa en mi Porcia!
Miss Silver estaba abriendo su bolsa de labor de punto. Tras haber sacado un par de agujas y una madeja de fina lana blanca continuó con el cálido chal destinado a los inesperados mellizos de Dorothy Silver. Los escarpines y una pequeña chaqueta ya habían sido completados y enviados y después pensó que debía dar preferencia al chal sobre la segunda chaqueta. De las agujas de madera colgaban como un fleco ornamental, unos cinco centímetros de lana tejida. Levantó la mirada por encima de ella y preguntó:
– ¿Tuvo un accidente?
– No lo sé…; tenemos que dejarlo así, supongo. Mire, será mejor que le diga lo que sucedió. Después de haber ido a verla, llegué a la conclusión de que me había estado portando como una tonta. Pensé que ya había permanecido muerta durante tiempo suficiente y que era hora de despertarme y hacerles ver que aún era demasiado pronto para pensar en enterrarme. Fui a un especialista y él me aconsejó que siguiera adelante. Y así lo hice. Me compré mucha ropa nueva y empecé a bajar a comer y envié invitaciones para celebrar una gran fiesta y demostrar así a la gente que yo aún estaba aquí. Mabel Preston vino a quedarse una temporada…, ya sabrá usted que ése es su verdadero nombre, lo de Prestayne sólo fue para el escenario. A mí me parecía tonto, pero así era ella. Solía venir a pasar algunos días de vez en cuando. Le encantaban las fiestas. Pues bien, aquí estuvo ella y, a su alrededor, aproximadamente otras ciento cincuenta personas. Fue todo perfectamente. Cada vez que miraba a Mabel la veía disfrutar…, tomando muchas copas y acercándose a la gente y hablando con ella, como si hubiera conocido a todos desde hacía años. Estaba disfrutando. Una vez que se hubo marchado todo el mundo, subí aquí. Me arreglé un poco la cara y pensé en bajar un rato para saber qué opinaban los demás sobre cómo había ido la fiesta. Pero cuando llegué al descansillo, me di cuenta de que algo había sucedido. Lo primero que me lo hizo notar fue un gran estrépito. Me asomé a la barandilla de la escalera y miré hacia abajo. Simmons acababa de dejar caer al suelo una bandeja llena de copas y botellas. La puerta de la entrada estaba completamente abierta y Sam Bolton, el ayudante del jardinero, estaba en medio del vestíbulo, chorreando agua. Allí parecía encontrarse también todo el mundo, todos mirándole. Y no es extraño que fuera así, porque cuando empecé a bajar las escaleras, le oí decir: «¡La señora está muerta! ¡Se ha ahogado en el estanque… y ahora está muerta!»
Adriana se detuvo y emitió aquella breve risa dura, tan suya.
– ¡Y se estaba refiriendo a mí! -añadió.