En aquel momento, Simmons abrió la puerta. Penetró en la habitación y anunció en voz baja:
– Es la policía, señora, el superintendente Martin y el inspector Dean. Preguntan por Mr. Geoffrey.
– ¡Dígales que suban aquí! -pidió Adriana.
Geoffrey se volvió, protestando:
– No…, no…, ya bajo yo.
– Creo que no. A mí también me gustaría verlos. ¡Indíqueles el camino, Simmons! Y, por favor, que todo el mundo permanezca sentado donde está.
Geoffrey se levantó de la silla y se acercó a ella, hablándole rápidamente al oído. Edna siguió dando sus lentas puntadas y no levantó la cabeza una sola vez. Miss Silver dio un tirón de su ovillo de lana. Unos pasos pesados se acercaron por el pasillo. Simmons abrió la puerta y anunció los nombres de los recién llegados. Los dos hombres pasaron junto a él y después cerró la puerta.
Adriana les conocía a los dos de vista…, el superintendente, un hombre corpulento y rubio, con cara enrojecida, y el inspector, con mechones rubios en el pelo y una manera de hablar rápida.
– ¿Cómo están?-saludó ella y añadió-: Estábamos celebrando lo que supongo ustedes llamarían una consulta familiar… Recopilando nuestras ideas sobre la tragedia. ¿Quieren sentarse, por favor?
El superintendente había tenido la intención de interrogar a Geoffrey Ford a solas, pero dándose cuenta que éste era precisamente el más fuerte deseo' de Mr. Ford, se le ocurrió que no sólo valdría la pena prestar alguna atención a sus propias reacciones, sino también a las de los demás miembros de la familia. Echando una rápida mirada sobre los presentes, llegó a la conclusión de que eran un grupo heterogéneo, y decidió que no haría ningún daño agitar un poco la mezcla. En consecuencia, aceptó la silla que Adriana le había señalado, e indicó otra al inspector.
– Bien, señora -dijo-, puesto que están todos ustedes aquí, hay un par de cosas que quisiera preguntarles, aunque en realidad, sólo tenía intención de ver a Mr. Geoffrey Ford… Quizá quiera usted volver a sentarse, señor.
Cogido entre la mirada de mando de Adriana y el aire de autoridad del superintendente, Geoffrey Ford volvió a sentarse. Martin miró hacia Janet y preguntó:
– ¿Es ésta la señorita que fue a la ciudad con la niña…, Miss Johnstone, no es eso?
– Sí -contestó Janet.
Y, a continuación, la interrogó rápidamente sobre lo que sabía acerca de los acontecimientos de la noche anterior, terminando con la siguiente pregunta:
– ¿Desde cuándo conocía a la muerta?
– Sólo desde hacía unos días…, desde que vine aquí.
– ¿Tuvo algún desacuerdo con ella…, alguna disputa?
– No.
Martin hizo un gesto de asentimiento.
– Sólo una pregunta más. ¿Juega usted al golf?
– No he jugado desde hace un año o dos.
– ¿Por qué no ha jugado desde entonces?
– He estado trabajando en Londres.
– ¿Ha traído aquí algunos palos?
– ¡Oh, no!
– ¿Ha hablado de la posibilidad de jugar aquí… con la muerta o con alguna otra persona? ¿Alguna sugerencia sobre prestar a alguien palos de golf?
– ¡Oh, no! -su mirada era cándida y parecía sorprendida.
El superintendente se volvió hacia Geoffrey.
– ¿Juega usted al golf, Mr. Ford?
– No soy un buen jugador -contestó Geoffrey, encogiéndose de hombros.
– ¿Pero juega usted?
– ¡Oh! De vez en cuando.
– Entonces, supongo que tendrá usted un juego de palos de golf.
– Sí, claro.
– ¿Dónde están?
– En el guardarropa, junto a la puerta que da al jardín.
El superintendente volvió su mirada hacia Edna.
– ¿Juega usted, Mrs. Ford?
Ella dejó descansar la mano sobre el bastidor del bordado.
– Bueno, solía jugar un poco, pero hace ya mucho tiempo que no lo hago. Hay muchas cosas que hacer en una casa grande como ésta, y mi salud ya no es lo que era. Me temo que la ¡dea de salir fuera para dar un largo paseo por terreno escabroso, ya no me atrae más.
Después volvió a coger su aguja.
– ¿Hay aquí alguien más que juegue al golf? -preguntó Martin-. ¡Oh, sí! Usted, Mr. Rutherford…, ya recuerdo. Tiene usted un handicap bastante bajo, ¿no es así?
Ninian se echó a reír.
– El año pasado me dieron una buena paliza. Obtuve un resultado horrible en Londres.
– ¿Tiene usted aquí sus palos de golf?
– No, no los he traído. No esperaba tener tiempo para jugar.
Adriana dijo, con su tono de voz profundo:
– ¿Por qué están haciendo todas estas preguntas sobre palos de golf?
Su rostro aparecía serio y tenso.
– Porque Miss Neriel fue asesinada con un golpe propinado con un palo de golf.
Probablemente, todos los presentes en la habitación respiraron un poco ante la noticia. Adriana, sentada en posición muy recta, con su bata de color púrpura y la luz iluminando su pelo rojo oscuro, habló por todos los demás.
– ¿Qué hace pensar que fue así?
– Porque se ha encontrado el palo, arrojado entre la glorieta y el seto. Se trata de un palo pesado. Muestra señales inequívocas de haber sido utilizado como arma de ataque. El hecho de que fueran borradas las huellas dactilares indica que fue utilizado en el crimen.
Janet se sintió temblar. La imagen acudió de pronto a su mente, como algo horrible. El estanque, con el cielo reflejado en el agua…, un cielo cubierto por las nubes…, ¿un cielo de estrellas? Sin saber siquiera cómo había sido. Meriel, con sus atormentados celos, y el oscuro pensamiento del asesinato puesto en acción mediante un golpe seco. Oyó decir al superintendente:
– Murió antes de caer al agua.
Y ahora, no era únicamente ella quien temblaba entre los presentes.
Ninian la rodeó con el brazo y Janet apoyó la cabeza en su hombro, cerrando los ojos.
Una vez tranquilizado el ambiente, Geoffrey Ford dijo:
– Ya te lo dije antes… Salí a dar un paseo.
– ¿Fuiste a ver a alguien?
Los pálidos ojos de Edna se alzaron. Le miraron. Después, miraron al superintendente Martin. Finalmente, dijo:
– Fue a ver a Mrs. Trent en la casita del guarda.
– ¿De veras, Mr. Ford?
– Bueno…, sí.
– ¿Me permite preguntarle cuánto tiempo estuvo allí?
– Bueno, en realidad, superintendente… no lo sé. Supongo que fumé un par de cigarrillos…
– ¿Diría usted que estuvo allí durante algo más de media hora?
– Bueno, sí, algo así, quizá un poco más. En realidad, no sabría decirle.
– Tardaría unos diez minutos en cada trayecto de ida y vuelta, ¿no es cierto?
– ¡Oh! No creo que tanto. Nunca lo he comprobado.
– ¿Cerca de cinco o seis minutos?
– Sí, algo así.
– ¿Y cuándo salió de esta casa?
– Me temo que no miré el reloj.
– Eran aproximadamente las ocho y veinte cuando te marchaste de la sala de estar -dijo Adriana-, y deberían ser las ocho y media cuando Meriel subió a buscarte.
El superintendente hizo un gesto de asentimiento.
– En cualquier caso, Mr. Ford, debería usted haber estado de regreso en la Casa Ford a las nueve y. media. ¿Es eso lo que dice?
El color del rostro de Geoffrey se había oscurecido.
– Realmente, no vale la pena insistir sobre la hora en que me marché o regresé. ¡Compréndalo, hombre! Uno no va por ahí mirando continuamente el reloj. Hacía una noche suave…, fui a dar un paseo para ver a una amiga… Estuvimos hablando de esto y de aquello… En realidad, no tengo la menor idea de cuánto tiempo estuve allí. He dicho que me fumé un par de cigarrillos, pero fácilmente podría haber fumado más. No le puedo decir cuándo regresé aquí. Todo lo que sé es que no era muy tarde.
Las manos de Edna habían estado descansando, ociosas, sobre su bordado. Ahora, sin ninguna expresión en su rostro, dijo:
– El tiempo transcurre con tanta rapidez cuando uno está… hablando.
Nadie pudo dejar de percibir la pausa empleada antes de pronunciar la última palabra. Ella cogió de nuevo la aguja en cuanto la pronunció. Martin dijo:
– Así que podrían haber sido las diez de
la noche cuando regresó usted. ¿Había alguna luz encendida en la sala de estar?
– No tengo la menor idea. Entré tal y como salí, por la ventana del despacho, y me dirigí directamente a mi habitación.
– ¿No miró entonces el reloj?
– No, no lo hice.
El superintendente se volvió a Adriana.
– Creo recordar que usted declaró que usted, Mrs. Ford y esta señora -e indicó a Miss Silver-, subieron a sus habitaciones a las nueve y media. Era muy temprano para irse a la cama.
– Habíamos tenido un día muy cansado.
– ¿Alguna de ustedes volvió a bajar?
– Yo, desde luego, no.
– ¿Y usted, Mrs. Ford?
– ¡Oh, no! -contestó Edna con su voz monótona-. Había pasado noches muy malas últimamente. Tomé un somnífero que el doctor Fielding me había recetado y me metí en la cama.
– ¿Y usted, Miss Silver?
Ella miró por encima de su labor de punto y contestó:
– No, no volví a bajar de nuevo.
Se volvió hacia Geoffrey Ford.
– Miss Meriel Ford le siguió a usted, saliendo de la sala de estar, aproximadamente a las ocho y media. Había anunciado su intención de hacerle bajar del despacho. ¿Le encontró allí?
Eso mismo le habían preguntado antes, y él había contestado que no. ¿Por qué se lo volvían a preguntar ahora? Parecía como si no le creyeran. Quizá habría sido mejor decir que Meriel le había encontrado, y que él le había dicho que iba a salir. Pero entonces, habrían querido saber dónde había estado ella, qué estaba haciendo…, cómo es que acudió al estanque. No tendría que haber dudado…, tendría que haber contestado algo inmediatamente. Ahora habló con precipitación.
– No, no…, claro que no. No sé si subió al despacho o no, pero si lo hizo, yo no estaba allí.
El superintendente se levantó. Detrás de él, el inspector apartó su silla y también se levantó. Martin se dirigió hacia la puerta, pero antes de llegar a ella, se volvió dirigiéndose a Geoffrey.
– He estado viendo a Mrs. Trent. Ella parece dudar tanto de la hora como usted. He ido a verla esta mañana temprano, para preguntarle por el pañuelo que fue encontrado en la glorieta…, un pañuelo amarillo, con el nombre de Esmé bordado en una esquina.
La mano de Edna se detuvo en el momento de dar una puntada.
– El nombre de Mrs. Trent es Esmé -dijo.
Martin asintió con un gesto.
– Esa es la razón por la que fui a verla. Dice que es incapaz de explicar cómo fue su pañuelo a parar allí. ¿Sabría usted decirnos algo al respecto, Mr. Ford?
– ¡Claro que no!
– ¿No cabe la posibilidad de que Miss Meriel Ford le acompañara a la casita del guarda? Si lo hizo así, ¿no cree que pudo tener la oportunidad de coger el pañuelo en cuestión por equivocación?
– ¡Claro que no me acompañó!
– ¿Cómo es eso de «claro», Mr. Ford?
– No tenía ese tipo de relaciones con Mrs. Trent.
Se dio cuenta, en cuanto lo hubo dicho, de que no debía haberlo hecho. No debía haber el menor indicio de que Meriel y Esmé no se entendían. Fue la sugerencia de que Meriel podía haberle seguido hasta la casita del guarda, o haber acudido allí en su compañía lo que le impulsó a decir una cosa como aquélla. Y no logró arreglar mucho la situación al explicar:
– No mantenían esa clase de relaciones informales. Ella no acudiría a su casa a no ser que fuera invitada.
– Esmé Trent es amiga de Geoffrey -dijo entonces Edna, con acento lastimero.
El superintendente Martin encontró material suficiente para pensar. Tenía la impresión de que Geoffrey Ford no había dicho la verdad. Puede que no estuviera tan inseguro sobre sus idas y venidas como aparentaba estarlo, pero, evidentemente, había algo que ansiaba ocultar, y podía o no ser algo relacionado con el asesinato de Meriel Ford. No cabía la menor duda de que existía una situación tirante entre el matrimonio, teniendo a Esmé Trent como tercera parte perturbadora. La inquietud de Geoffrey Ford podía ser consecuencia de los celos de su esposa, en cuyo caso era posible que no tuviera nada que ver con el asesinato.
No dijo nada hasta llegar al vestíbulo, cuando envió al inspector Dean al guardarropa para echar un vistazo a los palos de golf que, según se le había dicho, estaban guardados allí. Martin siguió dando vueltas a las cosas, hasta que su atención se distrajo al ver a Miss Silver bajar las escaleras. No recordaba su nombre, aunque se le había dado a conocer. Ella aparecía en sus pensamientos como «la pequeña dama que estaba de visita» y no le agradó que se dirigiera directamente hacia él y dijera:
– Discúlpeme, superintendente, pero me gustaría hablar un momento con usted.
Le concedió un poco más de atención de lo que había hecho hasta entonces. El pelo, remilgadamente arreglado, el vestido de lana verde-salvia, la bolsa de labor de punto, alegremente floreada…, no se distinguía del tipo de dama anciana que frecuentaba casas de huéspedes menos caras que ésta. Pero la expresión de inteligencia despierta ya era algo más insólita. Cuando ella abrió la puerta de una pequeña habitación y le precedió, no tuvo la menor vacilación en seguirla.
Evidentemente, el lugar no parecía haber sido utilizado desde hacía algún tiempo. Había una mesa de despacho, y algunas estanterías, pero el ambiente era frío. Cuando Martin se volvió, después de cerrar la puerta, Miss Silver estaba en pie, junto a la chimenea. Habló mientras él se acercaba.
– Como se trata aquí de un caso de asesinato, creo que hay cosas que debe usted saber.
Su voz era tan solemne, y su aire el de una persona tan seria y responsable, que se encontró observándola con atención. Hasta ahora, la había considerado simplemente como una amiga cualquiera que estaba visitando a Adriana Ford, por pura casualidad, cuando sucedió la segunda tragedia. El hecho de que, al parecer, sólo estuviera en la casa desde hacía poco más de veinticuatro horas, parecía relegarla a una segunda posición secundaria, de relativa importancia, dejándola al margen de cualquier posible conexión con la muerte de Miss Preston. Ahora, sin embargo, no estaba tan seguro de esto. Ante su ceño ligeramente fruncido, ella se dirigió hacia una silla y le indicó otra, haciendo ademán de que se sentara. El superintendente se encontró obedeciendo sin rechistar, con la extraña sensación de que el desarrollo de la entrevista se le había escapado por completo de las manos.
Miss Silver se sentó y dijo:
– Creo que es el momento de que sepa usted que estoy aquí en calidad de agente investigador privado.
Difícilmente podría haberse sorprendido más si le hubiera dicho que estaba allí como hada madrina o como primera sospechosa de asesinato. De hecho, el papel de hada madrina habría parecido incluso más apropiado. Bajo su mirada de incredulidad, ella abrió la bolsa de labor de punto, extrajo un ovillo de lana blanca y empezó a tejer.
– Me sorprende usted -dijo Martin sonriendo.
– Miss Adriana Ford se dirigió a mí hace aproximadamente quince días, en busca de ayuda profesional. Se hallaba en un estado de considerable ansiedad y tensión porque tenía alguna razón para pensar que se había atentado contra su vida.
– ¡Qué!
Miss Silver inclinó su cabeza.
– Al parecer, hubo tres incidentes. A principios de esta primavera, se cayó por las escaleras y se rompió una pierna. Ella creía que fue empujada. Durante los meses siguientes se vio reducida a la situación de inválida, confinada en sus habitaciones. Ocurrieron entonces otros dos incidentes más. Una sopa que se le sirvió despedía un olor extraño y ordenó que la tiraran. El tercer incidente, que sucedió no hace mucho tiempo, tuvo que ver con un tubo de pastillas para dormir. Al ponerlas sobre la palma de la mano para seleccionar la dosis apropiada, vio que una de las pastillas era de un tamaño y forma diferentes a las demás. La tiró por la ventana. Naturalmente, hará usted la observación, como yo la hice, de que tanto la sopa como la pastilla tendrían que haber sido analizadas.
– Desde luego… si sospechaba que habían sido manipuladas.
Miss Silver tosió ligeramente.
– No sé si está usted familiarizado con Adriana Ford, pero un estudioso de la naturaleza humana como es usted, no puede haber dejado de observar que se trata de una persona de carácter impulsivo y decidido. En la cuestión de la sopa y de la pastilla, actuó por impulso. En la entrevista que mantuvo conmigo, mostró un carácter muy decidido.
– ¿Qué quería que hiciera usted?
– Nada, superintendente. Al contármelos, estos tres incidentes dejaron de preocuparla. Dijo algo que me pareció evidente: que toda la cuestión podía haberse montado a partir de muy poca cosa. Por lo que ella era capaz de recordar, no había nadie en el descansillo de la escalera, detrás de ella, cuando se cayó. La sopa era de champiñones, y cabía la posibilidad de que se hubiera introducido algún hongo no comestible, por puro accidente. En cuanto a la pastilla de tamaño diferente, podría haber sido resultado de una defectuosa fabricación. Me dijo que su mente quedaba por completo aliviada y que no deseaba que yo hiciera nada. Yo le aconsejé que abandonara su actitud de inválida, que tomara las comidas con la familia y que mantuviera alerta. Creo que ha seguido este consejo.
El superintendente hizo un gesto de asentimiento.
– ¿Y cuándo volvió a ponerse de nuevo en contacto con usted?
– El miércoles por la noche. Yo había visto una breve noticia sobre la muerte de Miss Preston en el periódico del lunes, pero Miss Ford no me llamó por teléfono hasta el miércoles. Me pidió que acudiera en el tren de las diez y media del día siguiente, y así lo hice. Eso fue ayer. A mi llegada, Miss Ford me informó de que la investigación judicial sobre la muerte de Miss Preston había tenido como resultado un veredicto de muerte accidental, pero, gracias a una circunstancia de la que también me informó, y que no fue comunicada a la policía, parecía haber alguna duda al respecto.
– ¿De qué circunstancia se trata, Miss Silver?
Dejó la labor de punto sobre el regazo y descansó las manos sobre ella.
– Me dijo que Miss Preston llevaba un abrigo de un dibujo muy llamativo: grandes cuadros negros y blancos con una raya de color esmeralda. Este abrigo pertenecía a Miss Adriana Ford. Ella había decidido regalárselo a Miss Preston, pero Miss Meriel Ford se opuso. Hubo una discusión al respecto y Miss Adriana pensó que sería mejor no insistir por el momento. Hizo que dejaran el abrigo colgado en el guardarropa de aquí abajo, manteniendo su propósito de entregárselo a Miss Preston al final de su visita. Probablemente, Miss Preston ya lo consideraba como suyo, aunque Miss Adriana tenía la intención de seguir poniéndoselo hasta el momento de entregárselo.
El superintendente se inclinó hacia adelante.
– ¿Está sugiriendo que fue una víctima equivocada porque llevaba el abrigo perteneciente a Adriana Ford?
Miss Silver le miró con firmeza.
– Creo que eso es lo que piensa Miss Ford.
– No hay pruebas -dijo el policía.
Miss Silver volvió a coger la bolsa de labor de punto.
– Ninguna, superintendente. Pero podría haberlas habido si Miss Meriel Ford no hubiera muerto.
– ¿Qué quiere decir con eso?
Miss Preston se cayó o fue empujada al estanque en algún momento posterior a las seis y media, mientras se estaba celebrando la fiesta. Adriana Ford vio a ella y a Meriel en el salón, hasta esa hora. Meriel Ford llevaba puesto un vestido de un color rosado fuerte. Yo encontré un pequeño trozo de ese vestido, enganchado en el seto que rodea al estanque.
– Podía haber quedado enganchado allí en cualquier momento.
– Creo que no. Era un vestido nuevo, y se lo ponía por primera vez. Durante algún tiempo, después de las seis y media, nadie pareció haber visto a Meriel. Más tarde, Mee- son, la doncella de Adriana, vio a Meriel Ford con manchas de café en la parte delantera del vestido. Y más tarde, cuando los invitados ya se habían marchado, ella se cambió de vestido.
– ¿Y adonde quiere ir a parar con todo eso?
– Creo que Meriel estuvo efectivamente en el estanque entre las seis y media y el momento en que Meeson la vio. Nunca se había puesto aquel vestido con anterioridad, y el lunes lo envió a la lavandería. Por lo tanto, ese trozo de su vestido no pudo quedar enganchado en el seto en ningún otro momento. El café derramado sobre el vestido sugiere que se lo había manchado previamente, así como desgarrado, y que las manchas eran de tal naturaleza que creyó necesario ocultarlas con café. Creo que estuvo en el estanque y que allí escuchó o vio algo que la hizo peligrosa para la persona que empujó a Miss Preston. Creo que hubo tal persona y que Meriel Ford poseía alguna clave para descubrir su identidad. Es muy significativo que su muerte ocurriera poco después de una violenta disputa entre Meeson y ella misma. Esta discusión se produjo en el descansillo de las escaleras. Fue, sin duda alguna, escuchada por Mr. y Mrs. Geoffrey Ford, por Mr. Ninian Rutherford y por el mayordomo Simmons. Podría haber sido escuchada por casi todos los habitantes de la casa. En el transcurso de la discusión, Meeson afirmó que yo había encontrado un trozo desgarrado del vestido de Meriel en el seto del estanque y Meriel la acusó en voz alta de ir contando chismorreos por ahí. Me resulta difícil creer que esta escena no tiene relación alguna con la que sucedió después.
El superintendente Martin se encontraba atrapado entre dos actitudes. Por un lado se sentía impresionado, por otro no tenía el menor deseo de estarlo. Se veía a sí mismo como un hombre que trata de ordenar un difícil rompecabezas y a quien una persona extraña e intrusa ofrece la pieza que le faltaba. La gratitud es raras veces la recompensa del observador que llega a ver más cosas del juego que uno mismo. Pero, a la vez, era un hombre justo y demasiado inteligente para no reconocer la inteligencia en otra persona. Ahora, la reconoció en Miss Silver y aunque no estaba preparado para aceptar sus razonamientos, sí lo estaba para, al menos, considerarlos. Mientras daba vueltas en su mente a todas estas cosas, se dio cuenta de que Miss Silver esperaba que dijera algo. Ella no hacía ningún gesto, ni mostraba ninguna señal de desear interrumpir el hilo de sus pensamientos. Permanecía sentada, haciendo punto tranquilamente, con una actitud atenta. Se le ocurrió pensar que le gustaría saber qué impresión le había causado la escena de la sala de estar, la noche anterior. Con cierta brusquedad, preguntó:
– Usted estaba en la sala de estar anoche, cuando Mr. Ford abandonó la habitación y cuando Meriel Ford le siguió. ¿Le importaría decirme lo que ocurrió?
Así lo hizo, sin comentario alguno, con su habitual actitud cuidadosa y exacta. Una vez terminado el relato, preguntó:
– Miss Johnstone y Mr. Rutherford no entraron en la sala de estar hasta que se hubo marchado Mr. Ford, ¿no es eso?
– Unos minutos después.
– ¿Y cuánto tiempo transcurrió antes de que Meriel Ford subiera a buscarle?
– No mucho. No más de cinco minutos. Se habló algo sobre Mrs. Somers, que había llamado por teléfono la madre de la niña. Y entonces, Miss Meriel sugirió que podrían ponerse a bailar. Cogió un disco, lo volvió a dejar casi inmediatamente y dijo: «Iré a traer a Geoffrey. Es una tontería que se marche así, para escribir cartas. Además, ¿hay alguien que crea en ellas? ¡Yo no! ¡O quizá Esmé Trent le eche una mano!»
– ¿Y dijo eso delante de Mrs. Geoffrey Ford?
– Sí.
– ¿Dijo ella algo?
– En aquel momento no. Pero poco después, cuando hice referencia al niño pequeño que va a las clases de la vicaría, Miss Adriana Ford dijo que era el hijo de Mrs. Trent y que ella descuidaba su educación. Entonces, Mrs. Geoffrey pareció sentirse muy afectada. Dijo que Mrs. Trent era una mujer inmoral y le dijo a Miss Adriana Ford que no debería haberla invitado a la casa.
– ¿Y qué dijo Adriana Ford a eso?
Miss Silver tosió.
– Dijo que no era censora de moralidades y le dijo a Mrs. Geoffrey que no fuera tonta.
– Una agradable atmósfera familiar -comentó Martin con sequedad.
– Si me permite decir una apropiada cita de las obras del fallecido Lord Tennyson… «Los modales no son gratuitos, sino el fruto de una naturaleza leal y una mente noble.»
El policía lanzó una breve risilla.
– ¡No parece que haya mucho de eso aquí!
En esta ocasión Miss Silver dijo una cita del libro de oraciones:
– «La envidia, el odio, la malicia y la falta de caridad.» Allí donde existen, nos encontramos con los ingredientes de un crimen.
– Bueno, supongo que eso es cierto. Al menos, a ninguna de estas personas parece importarle pisotear los sentimientos de los demás. Debe usted haber pasado una velada agradable…, no me asombra que estuviera lista para marcharse a la cama a las nueve y media. Volvamos un momento a Meriel Ford. No espero una respuesta definitiva a esto, pero si tiene usted alguna impresión sobre el tema, me encantaría saber de qué se trata. La joven salió a buscar a Geoffrey Ford y, por lo que cada cual está dispuesto a admitir, ha sido ésa la última vez que fue vista con vida. Por la actitud que demostró, ¿cree que hubo alguna posibilidad de que su afirmación de que iba a seguirle no fuera más que una excusa para salir de la habitación…, como la de él al decir que iba a escribir unas cartas? ¿O cree usted que tenía un serio interés en lograr que regresara al salón?
Miss Silver dio un estirón de su ovillo de lana. Al cabo de un momento, contestó:
– No puedo contestar a eso de un modo directo. Por lo que se me ha dicho y por lo que yo misma he podido observar, Meriel era una de esas personas que siempre tratan de convertirse en el centro de atención. Se sentía notablemente vejada y celosa por el hecho de que las atenciones de Mr. Rutherford se dedicaran a Janet Johnstone. Sus observaciones sobre Mrs. Trent sugirieron un resentimiento personal. Ponían de manifiesto una actitud celosa hacia Mrs. Geoffrey. Creo que estaba ansiosa de atraer y mantener la atención, tanto de Mr. Rutherford como de Mr. Ford.
– No se le pasa nada por alto, ¡eh! -dijo Martin.
Miss Silver le dirigió una sonrisa seria.
– Estuve comprometida algún tiempo con la profesión escolástica. La naturaleza humana se pone de manifiesto con mucha sencillez en las aulas del colegio. «El niño es padre del hombre», como dice Mr. Wordsworth.
El policía asintió con un gesto de cabeza.
– ¿Cree usted que ella siguió a Geoffrey Ford? Sabemos que ella salió. El admite que fue a ver a Mrs. Trent. Si Meriel Ford le siguió hasta allí, ¿qué le llevó después a acudir al estanque?
Miss Silver hacía punto con expresión pensativa. Tras un momento de silencio, dijo:
– Esta mañana he ido andando al supermercado y a la oficina de correos. Se encuentra muy cerca, frente a la casa del guarda ocupada por Mrs. Trent. Ella salió de casa y se dirigió hacia la parada de autobús. Una vez se hubo marchado el autobús, salió el niño pequeño y echó a correr hacia la vicaría. Creí que era una buena oportunidad de observar los alrededores de la casa. La verdadera entrada, como sin duda sabe, se encuentra al lado del camino. Me dirigí por ese camino hasta la puerta principal y después rodeé la casa. Las ventanas de la sala de estar dan al jardín. Debajo de ellas hay un macizo de flores descuidadas y llenas de malas hierbas. Hay espliego y margaritas que necesitan una buena poda. Como recordará usted, ayer por la mañana llovió. Las calles todavía estaban mojadas cuando llegó mi tren, pero el tiempo se ha mantenido seco desde entonces. El suelo del macizo de flores aparecía blando y húmedo. Había huellas claras de que una mujer había permanecido fuera, en la ventana, durante un corto espacio de tiempo. Las huellas son profundas, especialmente las del pie derecho. Si las observa usted, creo que se dará cuenta y estará de acuerdo conmigo en que allí estuvo una mujer en algún momento después de la lluvia y que se inclinaba hacia adelante, apoyándose en su pie derecho. Esta actitud sugiere que o bien estaba escuchando o mirando hacia el interior. Para mantener su equilibrio habría tenido que apoyarse con las manos sobre el alféizar de la ventana. Quizá una prueba de huellas dactilares determine si esa mujer fue Meriel Ford.
– ¿Ha estado usted antes en Ledshire, Miss Silver? -preguntó Martín, de repente y sin darle importancia.
– Sí, superintendente -contestó ella, sonriendo.
– Entonces, creo que he oído hablar de usted. El inspector Crisp y el inspector Drake han mencionado su nombre. Creo que conoció a Crisp en el asunto de Catherine-Wheel y la colección Brading. Y en cuanto a Drake… sí, Drake también trabajó en el caso Brading. Su nombre fue mencionado, pero no había acudido hasta ahora a mi memoria -estaba recordando lo que había oído decir. Crisp se había mostrado enfadado y celoso, pero ella terminó por tener razón y él por no tenerla. Y Crisp no era ningún tonto-. Si me permite decirlo así, creo que nadie sospecharía que es usted detective.
Miss Silver comenzó a recoger su labor de punto.
– Me sucede a menudo, es una buena ayuda -dijo.