El salón de la Casa Ford estaba demasiado abarrotado de muebles. Era una habitación grande, con tres ventanas alargadas que daban a la terraza, pero no era tan luminosa como debía haberlo sido, porque en el viejo artesonado se habían oscurecido los colores de la pintura hasta alcanzar lo que era prácticamente un verde salvia, y porque las pesadas cortinas de terciopelo gris oscurecían bastante el cristal. En los días en que Adriana Ford recibía allí a sus visitantes, estas sombras de musgos y líquenes formaban un maravilloso contraste con su pelo brillante y con toda su magnífica exuberancia. En su ausencia, eran los muebles los que dominaban la escena; altas vitrinas Chippendale abarrotadas de porcelanas chinas; un gran piano de madera de ébano y madreperlas; mesas adornadas con filigranas de oro molido, en marquetería, en madera de nogal con incrustaciones de madera satinada de las Indias; sofás monumentales; sillones enormes; una chimenea de mármol que parecía la entrada de un mausoleo. Adriana lo había iluminado todo como una antorcha. Sin ella, todo tenía un aire melancólico.
Star Somers se apoyó ligeramente sobre el brazo de uno de los sillones. No parecía pertenecer en absoluto a aquel Salón. Vestía de gris, pero no era el gris tormentoso de las cortinas de terciopelo. Su traje, maravillosamente cortado, tenía la ligera sombra plateada de una estrella. Desde la solapa lanzaba destellos un broche de diamantes, y una hilera de perlas cruzaba la línea del cuello de una delicada camisa blanca. Era tan exquisita fuera del escenario como en él. Aunque la luz hubiera sido doblemente brillante, no habría puesto al descubierto ningún defecto en la perfecta piel, los maravillosos ojos, el pelo dorado pálido. Y la perfección no debía prácticamente nada al arte. La naturaleza le había proporcionado las pestañas de aquel color más profundo que aplanaban los ojos grises; no llevaba colorete, y tampoco lo necesitaba. Cuando se sentía a gusto, su color se intensificaba;- cuando estaba triste, se amortiguaba. Su boca encantadora se veía realzada por la más atractiva sombra del lápiz de labios. En este momento, sus ojos estaban muy abiertos, los labios ligeramente separados y el color de su rostro era intenso.
– ¡No ibas a decírmelo! -dijo-. ¡Has dejado que Nanny se marchara sin decírmelo!
Edna Ford, esposa de su primo Geoffrey, bajó la mirada. Todo en ella era pálido: el pelo, que a Star siempre le recordaba la hierba seca; los ojos, ligeramente azules, con aquellas pestañas pajizas; los delgados labios sin color, apretados en una línea de desaprobación. Hasta el bordado en el que estaba trabajando tenía un aspecto pálido y desvaído, con un fondo apagado, unos colores indefinidos, y un boceto formal. Cada vez que introducía la aguja y la volvía a sacar se las arreglaba para dar la impresión de que Star estaba suscitando una gran conmoción sin motivo. Iba a producirse una escena. Esta gente de teatro, ¡era tan emocional! ¿Por qué no podía Star sentarse en un sillón como cualquier otra persona, en lugar de permanecer colgada de aquel modo, sobre uno de los brazos? De todos modos, los forros daban señales de desgaste e iba a costar un potosí cambiarlos. Pero, como sería Adriana quien pagara la cuenta, no había necesidad de que ella se preocupara. Haciendo un esfuerzo, habló con un tono de voz uniforme.
– Pero sabías que ella no había disfrutado aún de sus vacaciones.
Star se la quedó mirando, con una expresión de reproche.
– Sabes que no puedo recordar nunca las fechas. Y no me lo dijiste… no me dijiste nada. Sabes perfectamente bien que nunca iría a América a menos de estar absolutamente segura de que Stella estaba bien.
Interiormente, Edna se obligó a sí misma a tener paciencia.
– Mi querida Star, no sé lo que quieres decir. Pareces olvidar que Stella ya no es un bebé. Ahora ya tiene seis años. Yo estaré aquí, y Meeson, y Mrs. Simmons y esa chica simpática que viene del pueblo, Joan Cuttle. Sin duda alguna, podemos entre todas nosotras cuidar de una niña pequeña… Por otra parte, Nanny sólo estará fuera quince días.
Los ojos grises se iluminaron y la voz suave se estremeció.
– Cuando hay seis personas al cuidado de una niña, todo el mundo piensa que una de ellas la estará atendiendo, lo que significa simplemente que nadie lo hará. ¡Y sabes muy bien que Meeson ya tiene bastante con Adriana! Mrs. Simmons es cocinera, no niñera. De todos modos, ¡siempre se está quejando de que tiene mucho que hacer! Y en cuanto a esa Joan Cuttle, no sé nada de ella, y no voy a dejar a Stella con alguien a quien no conozco. Esta es una oportunidad maravillosa para mí, pero prefiero dejarla pasar antes que marcharme intranquila por la situación de Stella. ¡Nanny tiene que regresar!
Edna se permitió esbozar una débil sonrisa.
– Se ha marchado en uno de esos viajes en autopullman… Francia… Italia, Austria…
– Edna… ¡Qué terrible es todo esto!
– No tengo la menor idea de dónde está. Probablemente, no podrá volver.
Los ojos de Star se llenaron de lágrimas.
– Pero aunque lo supiéramos, ella es tan obstinada como el diablo… Lo más probable es que no estuviera dispuesta a volver -una lágrima brillante fue a caer, salpicando, sobre el broche de diamante-. Voy a tener que enviar un telegrama a Jimmy y decirle que dé ese papel a otra. Había sido escrito especialmente para mí, y él se lo dará a esa terrible Jean Pomeroy. ¡Lo arruinará, claro! Pero no se puede hacer nada. Stella es antes que cualquier otra cosa.
– Querida, me parece que estás exagerando.
Star la miró fijamente, con más sentimiento que ira. El color de su rostro se había ido desvaneciendo. Sacó un pequeño pañuelo y se lo pasó por los ojos.
– Tú no entiendes estas cosas. No puedo esperar que… Nunca has tenido un hijo.
Un rubor repentino indicó que el golpe la había afectado. La voz, ligeramente triste, siguió hablando:
– No…, tendrá que ser así. Jimmy se pondrá furioso. Ha dicho por todas partes que no había otra que pudiera hacerlo bien. ¡Sólo yo! Pero siempre he antepuesto Stella a todo, y siempre lo haré. No quiero ni puedo dejarla a menos que… a menos que…
El pañuelo descendió, con su mano. El color volvió de nuevo a su rostro. Entrelazó los dedos y dijo con un repentino entusiasmo:
– ¡Tengo una idea!
Edna se preparó para cualquier cosa.
– No puedes llevarla contigo…
– ¡Ni soñarlo! Claro que sería divertido… ¡Oh, no! No lo sería. ¡Pero no lo pensaría ni un momento! No, lo que se me ha ocurrido es pensar en Janet.
– ¿Janet?
Realmente, era muy difícil seguir a Star. Saltaba de una cosa a otra y siempre esperaba que se supiera de qué estaba hablando.
– Janet Johnstone -dijo Star-, La hija del párroco de Darnach… ese lugar al que solía ir y quedarme con los parientes de Rutherford. Ninian y yo la veíamos mucho. A Stella le encantará. Y yo no tendría que preocuparme por nada… no puede una preocuparse con Janet. Es formal, sin ser cargante. Te cuesta comprenderlo, ¿verdad? Pero Janet no es… no, ni mucho menos. Será perfecta.
Edna la miró asombrada.
– ¿Es una niñera?
– ¡No, claro que no lo es! Es la secretaria de Hugo Mortiner. Ya sabes… el hombre que escribió Extasis e Infierno blanco. Y él se ha marchado tres meses de vacaciones, a cazar, o a pescar, o a algo, así es que ella estará libre, y no tendrá dificultad alguna en venir aquí durante las dos semanas que Nanny esté fuera. Así podré marchar tranquila, sin la menor preocupación.
– Pero Star…
Star saltó del brazo del inmenso sillón, poniéndose en pie. Parecía tan ligera y grácil como un gatito.
– ¡No hay peros que valgan! ¡Voy a llamarla en seguida!