Janet se despertó en plena noche. Había estado soñando y la sensación del sueño se despertó con ella, acompañándola, como el agua acompaña al cuerpo cuando se sale de una corriente. Se sentó en la cama y esperó a que desapareciera aquella sensación. Era un viejo sueño, pero ya hacía mucho tiempo que no lo había tenido. Aparecía cuando su mente estaba preocupada, pero no sabía qué la había podido preocupar esta noche. ¿O sí que lo sabía? ¡Ninian y aquella conversación sobre las cosas que se había dicho a sí misma que tendría que olvidar y que olvidaría! ¿Hasta qué punto estuvo hablando en serio? ¿Nada… algo… cualquier cosa? ¿Y qué clase de tonta sería ella si se dejara arrastrar por los momentos apasionados, por las ligeras incertidumbres, por la relación que había existido entre ellos? Ella ya había dicho: «Nunca más» y él sólo tenía que mirarla y besar su mano, y su corazón ansiaba de nuevo recuperarlo.
En el sueño estaba vadeando un arroyo… muy poco profundo; era algo agradable, con los guijarros brillando a través del agua y con el sol convirtiéndolos en manchas doradas. Sólo que no podía llegar al otro lado, y a cada paso que daba era más profundo. El agua estaba oscura y el sonido que producía batía en sus oídos y el sol era algo que había olvidado hacía mucho tiempo. A veces, se despertaba en ese momento; pero en una ocasión vadeó hasta lugares tan profundos que el agua le llegaba hasta la boca y su rugido llenaba la cabeza. Esta noche no había sido tan malo. La corriente no había subido más allá de sus rodillas y aquí estaba ahora, despierta. Ahora, ya no podría seguir subiendo.
Miró hacia las ventanas, que estaban abiertas con las cortinas retiradas y el perfil apenas contrastado contra la negrura más densa de las paredes. Se deslizó fuera de la cama y se dirigió, con los pies desnudos, hacia la que estaba a su derecha, tanteando el camino a lo largo del tocador, situado entre ambas ventanas. La noche era silenciosa y cálida y muy oscura; daba la sensación de que había nubes bajas y no se movía una sola hoja. Se arrodilló y se asomó, apoyando los codos en el alféizar. Se percibía un olor otoñal. Alguien había encendido una hoguera en alguna parte. El aire tenía un débil olor- cilio a leña quemada y también se percibía el aroma de todas las cosas maduras o en maduración que se acercaban a su época de cosecha. La suavidad y el silencio conmovieron sus pensamientos y los tranquilizaron. El sueño ya no volvería. Podía quedarse aquí un rato más y regresar después a la cama, a dormir.
De repente observó un rayo de luz extendiéndose sobre la gravilla, bajo la ventana- era un rayo largo y delgado tortuosamente extendido sobre el camino, que se inclinó sobre el alto rosal erguido en el macizo de flores, al otro lado. Estaba allí, pero no permaneció inmóvil. Se movió, corrió hacia atrás y desapareció. Y después, al cabo de un momento, volvió a aparecer, pero mucho más a la derecha. Las cortinas de la habitación de abajo no estaban echadas del todo y alguien acababa de atravesar esa habitación portando una luz. Fuera quien fuese, había atravesado ahora la puerta que conectaba con la pequeña sala de estar de Edna. Allí, unas cortinas gruesas velaban la luz, que ya no era un rayo, sino un apagado resplandor sobre el camino.
Janet se levantó, dirigiéndose hacia el cuarto de la niña. Allí, las ventanas estaban cerradas, pero como eran de bisagra se podían abrir sin hacer ningún ruido. Se inclinó hacia afuera y el resplandor seguía estando allí. Miró por encima de su hombro, hacia el reloj de la pared de la habitación, {le esfera luminosa. Eran entre las dos menos diez y menos cuarto. Edna podía haber bajado, para coger un libro, o bien porque no podía dormir. O quizá fuera Geoffrey. O Meriel. O Adriana, aunque esto último parecía lo menos probable. No, seguramente no sería ella. Si Adriana quisiera algo a medianoche enviaría a Meeson a buscarlo y Meeson sabría esto. Sólo que Meeson dispondría de todo lo necesario para hacer té o café en la pequeña despensa que formaba parte del conjunto de habitaciones de Adriana. Desde luego, tendría que ser cualquiera de los otros… o quizá fuera alguien que no tenía nada que hacer allí. No podía regresar a la cama quedándose con la duda. ¿Y si bajaba a la mañana siguiente y se encontraba con que toda la plata había sido robada? Pero no le parecía muy sensato andar ella por ahí, como un ladrón. Tendría que llamar a Ninian.
Cuando este pensamiento cruzó por su mente, se abrió la ventana situada bajo la de ella. Se trataba de una de esas grandes puertas de cristal con un manillar que controla el cierre. Produjo un débil sonido al abrirse y, en el mismo instante, se apagó la luz. Escuchó sonido de pasos sobre la gravilla y el susurro de unas voces. Se inclinó sobre el alféizar, esforzándose por escuchar lo que estaban diciendo las voces.
Pero sólo era un murmullo susurrante. No podía distinguir si era un hombre o una mujer quien estaba allí debajo. Y entonces, el murmullo se convirtió en las sílabas de una sola frase, y ella siguió sin saber si había sido un hombre o una mujer quien había hablado. Primero el nombre de Adriana… de repente, como agua salpicándole el rostro. Y a continuación la frase que iba a dar vueltas y más vueltas en su mente, dejándola, al final, sin saber más de lo que sabía al principio:
– No hay nada para nadie mientras ella siga haciéndonos esperar.
Alguien se marchó por el camino. Janet pudo escuchar sus pasos, haciéndose cada vez más débiles, hasta que dejaron de sonar. Cuando se hubo marchado, alguien retrocedió hacia la sala de estar de Edna, pasando sobre el bajo alféizar y cerrando la puerta tras de sí. Janet se levantó y salió al pasillo recorriéndolo hasta llegar al descansillo, en la parte superior de las escaleras. Había una luz encendida en el vestíbulo, abajo. Era una bombilla muy débil, pero en medio de la oscuridad, parecía más brillante de lo que era en realidad.
Janet se asomó por las escaleras y vio a Edna Ford con su bata de franela gris y el pelo echado hacia atrás y sujeto con rulos de aluminio. La luz brilló sobre ella, y sobre las lágrimas que caían por sus mejillas. Janet había oído hablar de personas que se retorcían las manos, pero nunca había pensado que pudiera haber alguien capaz de hacerlo. Pero ahora, Edna se retorcía las manos mientras andaba y lloraba. Los delgados dedos se entrelazaban y se retorcían. Tenía el aspecto de una mujer que había sido desposeída de todo y abandonada en un desierto.
Independientemente de lo que hubiera ocurrido o estuviese sucediendo, Janet tuvo la impresión de que no debía verlo. Retrocedió hacia el oscuro pasillo del que había salido.
No había alcanzado aún la puerta del cuarto de la niña, cuando escuchó un sonido que la hizo regresar corriendo hacia la escalera. No fue un ruido muy fuerte, pero no cabía la menor duda sobre su naturaleza. Edna había emitido una especie de grito sofocado y se había desmoronado. Podía haber tropezado en la escalera o podía haberse mareado y perdido el equilibrio, pero allí estaba, sobre los últimos cinco o seis escalones de abajo, con un brazo extendido y el rostro oculto contra él.
Janet bajó corriendo, descalza.
– Mrs. Ford… ¿se ha hecho daño?
Edna levantó la cara y se la quedó mirando fijamente. Su rostro tenía una expresión desnuda, con los pálidos ojos enrojecidos y la piel cetrina bañada por las lágrimas.
– Mrs. Ford… ¿se ha hecho daño? -repitió.
Hubo un débil movimiento negativo de la cabeza.
– Déjeme ayudarla a levantarse.
El movimiento se repitió.
– ¡Pero no se puede quedar aquí!
Con voz apagada, Edna dijo:
– ¿Qué importa?
Janet casi tuvo que suponer las palabras apenas escuchadas.
– No se puede quedar aquí -dijo con firmeza-. Permítame ayudarle a regresar a su habitación. Le haré una taza de té. Está como el hielo.
Al cabo de un minuto o dos, Edna empezó a emitir largos sollozos y a incorporarse. Su habitación estaba frente a la parte superior de las escaleras. Janet se las arregló para llevarla allí y meterla de nuevo en la cama. En la casa, todo el mundo sabía que Mr. y Mrs. Ford no compartían la habitación. El disponía de una habitación grande y agradable separada de la de su esposa por un cuarto de baño. Cuando Janet le preguntó si quería que le despertara, Edna la cogió de la mano y la mantuvo en un apretón helado.
– ¡No…, no! ¡Prométame que no hará eso!
– Bien, de todos modos le haré una taza de té y le traeré una bolsa de agua caliente. Lo tengo todo en el cuarto.
Cuando regresó, cubierta ya con su batín verde, con una bandeja y la bolsa de agua caliente, Edna Ford había dejado de sollozar. Dio las gracias a Janet y se bebió el té. Cuando dejó la taza sobre la bandeja, dijo:
– Estaba trastornada. Espero que no hablará usted de esto.
– Desde luego que no. ¿Se siente ya más caliente?
– Sí, gracias.
Se produjo un largo silencio. Al final, Edna dijo:
– No fue nada. Creí haber escuchado un ruido y bajé. Pero, claro, no había nadie allí. Sólo fue que algo me asustó. Soy un persona bastante nerviosa. Se me ocurrió pensar entonces que había hecho algo muy peligroso al bajar así y tuve entonces un mareo. No me gustaría que nadie lo supiera.
Janet dejó encendida la luz de la mesita de noche y se llevó la bandeja. Cuando regresó por el pasillo hacia su cuarto, Geoffrey Ford estaba cruzando el vestíbulo de abajo. Llevaba puesto el pijama, cubierto por un elegante batín negro y dorado. Janet se apresuró a regresar a su habitación.