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A los dieciocho años Juan Molina entró a trabajar en el Astillero del Plata. Las duras jornadas de doce horas le habían dejado un cuerpo ingente y macizo que contrastaba con su cara todavía aniñada. Atrás habían quedado los tiempos del coro de la iglesia; aquella voz angelical de soprano se había convertido en la de un tenor. Cantaba siempre. Lo hacía con la naturalidad de quien piensa en voz alta. Mientras cargaba al hombro las vigas de acero, tarareaba los tangos de Celedonio arqueando una ceja y poniendo la boca de costado. Después de hombrear las vigas y cargarlas sobre la caja del camión, se sentaba al volante y se sentía el más grande. Manejaba el imponente International por los angostos caminos del Dock haciendo equilibrio entre los muelles al filo del río, cantando con el cigarrillo pegado a los labios. Los pantalones cortos eran ahora un amable recuerdo. Cuando caía el sol, aquellos mismos que unos años atrás iban a la iglesia sólo para escucharlo cantar, ahora se reunían en el café del Asturiano apurándolo para que templara la bordona y cantara algunos tangos. En torno a él se formaba un círculo apretado que, a viva voz, le pedía tal o cual canción. Con el tiempo había iniciado un tormentoso romance con su guitarra; por momentos era una amante dócil y una dulce compañera. Otras veces, en cambio, se tornaba indómita y se negaba a los arpegios pretenciosos. Así como no hay maestros para el amor, tampoco los hay para la música, solía decir Juan Molina. Su obcecado carácter autodidacta le había impreso a su modo de cantar y de tocar la guitarra un estilo personal e inconfundible. No sabía, ni le interesaba, escribir sobre el pentagrama.

Había saldado casi todas sus deudas con el pasado. Cuando cobró su primer sueldo, pagó lo que le debía al señor Glücksman. Una tarde llegó al negocio de la calle Florida, se acercó al mostrador y cuando el empleado reconoció aquella misma cara puesta ahora sobre un cuerpo descomunal, empalideció a la vez que le decía:

– Llévese lo que quiera, pero, por favor, no me mate.

Juan Molina sonrió con la mitad de la boca, se llevó la mano al bolsillo, extrajo un puñado de billetes y, poniéndolo en la mano del vendedor, le dijo:

– Ahí le dejo. Están sumados los intereses del crédito.

Ya no vivía con sus padres en el conventillo de la calle Brandsen, allá en La Boca, a causa de un hecho que lo obligó a marcharse para no volver: una noche, al llegar a la casa después del trabajo, desde la cocina, en lugar del esperado aroma del puchero, Molina percibe los sollozos silenciados de su madre. Corre, abre la puerta y ve que tiene la cara oculta entre las manos. Se acerca; delicadamente y contra la resistencia que le opone, le hace mostrarle el rostro. Entonces puede ver un hematoma que le mantiene el párpado cerrado y un corte sobre la ceja. La abraza, y las lágrimas de ambos se confunden en una sola. La aleja suavemente y le susurra: "ya vuelvo, viejita". La madre intenta detenerlo. Pero es tarde. Juan Molina sale de la cocina, camina hasta el patio y busca entre los inquilinos. Allí, al fresco de la parra y tomando mate, está su padre. De pie bajo el vano de la puerta, Juan Molina grita:

– ¡Así que usted es el guapo!

Por toda respuesta el hombre dirige una mirada incómoda, oblicua, sobre los involuntarios testigos.

– Así que el malevo ahora les pega a las mujeres __dice el hijo levantando el mentón.

Como por instinto, el hombre deja el mate en el piso y se lleva la mano al cinto. Fue lo peor que pudo hacer. Juan Molina recuerda, en un solo segundo, los infinitos fustazos que había recibido desde que tenía uso de razón. Y no puede evitar revivir la escena de su infancia, aquella en la que estuvo a punto de morir a manos del cafishio que le pegaba a su protegida. Las mujeres que lavan la ropa en los piletones desvían la mirada, hundiendo la cabeza entre los hombros.

– A ver el taita del barrio si se mete con uno de su tamaño.

Juan Molina saca pecho, avanza un paso, pone los brazos en jarra y con una expresión turbada por la furia, acompañado por el ritmo acompasado de las tablas de fregar, canta:

Así que usted es el guapo

más bravo del conventillo

el que apunta de cuchillo

amenaza con sopapos

cuando se pasa de copas.

Así que usté es el malevo

más taura que dio la Boca,

el que anda por Montes de Oca

y se agranda en Puerto Nuevo.

Juan Molina se adelanta otro paso al mismo tiempo que su padre retrocede. El sonido de los nudillos de las mujeres fregando ropa nerviosamente contra la madera acanalada marca una percusión machacona.

Hay que ver sus epopeyas

de cuchillero matón,

que en el puente de Pompeya

la va de general Roca

peliando contra un malón.

Pero dicen los murmullos

que su fama es un chamuyo,

que su más feroz andanza

era pegarle en la panza

a su mujer cuando gruesa.

Mientras canta, la cara de Juan Molina se va llenando de odio y rencor. Los pocos testigos que hay en el patio salen, queriendo pasar inadvertidos. Sólo quedan las mujeres lavando de espaldas que simulan no darse por enteradas.

Las llevo como un tatuaje

las marcas que me hizo el guapo

cuando venía borracho.

Qué diría el malevaje

si viese pegando el macho

a un purrete de seis años;

le hubiesen roto la jeta

los muchachos del estaño

al ver caer su careta.

Hay uno de su tamaño

que anda buscando revancha,

que no le importan las marcas

que la dura fusta deja,

que va a limpiar esa mancha

de haber fajado a la vieja.

El hombre sigue retrocediendo hasta que su espalda toca la pared, sin atinar a hacer otra cosa, se quita el cinturón y, en el momento en que está por descargar el latigazo, Juan Molina le detiene la mano en el aire; cegado todavía por el fulgor de la sangre de su madre, lo toma por el cuello y aprieta.

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