Desde aquel día Juan Molina descubrió que el coro de la iglesia era una frontera, una valla que le impedía buscar su destino de tanguero. Este hartazgo se traducía en aburrimiento, en un sopor irresistible. Apenas si podía mantener los ojos abiertos mientras cantaba los salmos y avemarías, los villancicos navideños y las alabanzas de liturgia. Ahora podemos verlo, de pie, con los brazos colgando desganados, resignado al sermón, esperando su turno para cantar. En este día, precisamente, sucede un extraño acontecimiento que lo termina de convencer de que su destino es el tango. Mientras espera que el cura diga el Padrenuestro, quizá por obra del hastío, cree ver que el párroco vacila como si de pronto hubiese olvidado la oración:
– Padre nuestro que estás… -titubea.
Los feligreses se miran entre sí.
– Padre nuestro… -vuelve a intentar sin éxito.
Entonces, de repente, el cura se descuelga desde el púlpito con la agilidad de un bailarín. La luz de un seguidor lo ilumina. Con los brazos abiertos y una sonrisa hecha con la mitad de la boca, va y viene por delante del coro acompañado por el cono de luz. Con un paso malevo y compadrón, se acomoda la estola y recita:
Padre nuestro que estás en los cabarutes
santificada sea tu sonrisa bien debute
venga a nosotros la musa
hagan tu voluntad las papusas
las del sur y las del norte
el tango de cada día, dánoslo hoy
porque mañana… porque mañana…
quién sabe…
Y ahora el seguidor viene sobre mí. Damas y caballeros, ha llegado mi turno de cantar; sepan disculpar a este modesto servidor, un speaker algo viejo que intenta mantener, a falta de una voz privilegiada para el canto, aunque más no sea la elegancia del decir. Señoras y señores, permítanme que les cante lo que ven los azorados ojos de Juan Molina:
Y de pronto, en la misa,
el sermón se hizo chamuyo
el silencio fue murmullo,
y el ceño adusto, sonrisa.
El órgano un dos por cuatro
solo se puso a tocar
y los fieles, uno a uno,
empezaron a bailar.
El padre señala hacia la bóveda de la iglesia y, como respondiendo a una muda orden, el órgano empieza a resoplar el ritmo de la milonga que estoy cantando. Entonces acerco el micrófono cromado y resplandeciente a los niños, quienes, con sus voces celestiales, me acompañan haciéndome los coros:
Y el Jesús,
en su cruz,
lleva el ritmo mistongo
moviendo la pera
mirando el bailongo
en la lóbrega luz de la iglesia.
Otra que Gardel, otra que Le Pera,
el cura junando con mirada recia,
guapa y compadrita
hace un cabeceo
pa' la virgencita.
Y baila que te baila,
se alza la sotana
y ella la capita,
se hacen pavoneos,
cortes y quebradas.
Y en la media luz del confesionario
sinceran su amor
la mujer del doctor
y el tano Vitorio, el que vende diarios.
Y entre tanto fragor,
rezando el rosario,
una viejecita
se afana la guita
de la caridad
y se la encanuta
en su relicario.
Sacando viruta del sagrado suelo
la feligresía ya no espera el cielo.
Y el Jesús en su cruz
sigue la rima mistonga
moviendo la pera,
mirando a la pálida luz
la sagrada milonga.
Cuando el órgano deja de sonar, se apagan las luces que descendían desde el ábside. Por un momento todo queda en penumbras y reina el silencio. Juan Molina, desde el coro, se frota los ojos y, cuando vuelve a mirar, puede ver al cura en su podio, circunspecto con los dedos enlazados por delante de la estola, recitando el Padrenuestro de siempre. Gira la cabeza de izquierda a derecha buscando mi insólita presencia de speaker en aquel ámbito sacro, pero en un cambio de luces ya me he esfumado, saliendo por el foro sin que nadie lo haya percibido. Y allí, sobre los reclinatorios, de rodillas, están los fieles murmurando la oración.
Fue ese día, siendo aún un chico que gastaba pantalones cortos, cuando Juan Molina decidió que lo suyo habría de ser el tango. No sólo las canciones, que ya las conocía, sino el Tango. Aquel universo hecho para los más hombres. No bastaba con tener buena voz. Ni siquiera con cantar. El tango constituía un modo de confrontar la existencia, una manera de pararse frente a la vida, una forma de vestirse, de hablar, de fumar y hasta de caminar. No había que tener un cuerpo atlético ni estilizado para bailarlo; de hecho, el bailarín más mentado de los barrios del sur, el Tábano Flores, tenía la apariencia de un tapir, pesaba ciento veinte kilos, pasaba del medio siglo, pero ni el primer bailarín del ballet del Colón podía imitar sus cortes, sus ochos, las quebradas magistrales. A diferencia de la música festiva de los italianos del sur que poblaban La Boca, cuyas canciones se contagiaban de garganta en garganta, se bailaban a cielo abierto y las cantaban los viejos, las mujeres y los chicos; distinto de la música de los gitanos, hecha de voces quebradas por el sentimiento, del virtuosismo de sus guitarras flamencas, cuya escuela pasaba de padres a hijos, el tango no era una herencia familiar, sino, por el contrario, una manzana prohibida, un secreto que se escondía en los cafetines, una Biblia que se predicaba en los cabarets, en los tugurios, en las casas de citas. Y tenía un pontífice, un Santo Padre de sonrisa torcida y chambergo de ala corta y ladeada. Pero, por sobre todas la cosas, el tango era la ilusión de encontrar una respuesta al misterio que constituían las mujeres. O al menos eso creía Molina. Una cosa era indiscutible: el tango era un mundo que se reservaba el derecho de admisión y permanencia, tal como rezaban los carteles en la entrada de las milongas y al que, por supuesto, no tenían acceso quienes sufrían el oprobio de los pantalones cortos. Ese día iba a sellar para siempre la certidumbre que se había instalado en su espíritu el día en que estuvo a punto de morir defendiendo a una mujer: su voz no estaba hecha para el coro de la iglesia.