12

Juan Molina dio parte de enfermo en el astillero. La prudencia le aconsejó no renunciar. Sin embargo, la falta no solamente ponía en riesgo su puesto, sino que, además, habrían de descontarle el día. Y todavía tenía que pagar la pensión. El Royal Pigalle era el templo de sus ilusiones. Desde aquel lejano día en el que se había escapado de la casa soñaba, día tras día, con pisar el alfombrado que imaginaba rojo. Acariciaba la idea de sentarse a una de sus mesas y, bajo las luces tenues y la música de la orquesta de Canaro, entre copa y copa, cabecear a una sonriente francesita ataviada de soirée de las que poblaban el salón y, después de bailar unas piezas, pasar al reservado. Y ahora el destino le regalaba la posibilidad de entrar por la puerta grande, derecho al escenario de la mano de Mario Lombard. Era su oportunidad y no estaba dispuesto a perderla.

A las dos y media de la tarde estaba en Corrientes al ochocientos. No quería mostrarse solo y esperando en la puerta. De modo que se quedó haciendo guardia en la vereda de enfrente hasta que llegara su representante. Apoyado en un farol, las manos en los bolsillos, una pierna recogida contra la columna y ocultos los ojos debajo del ala del chambergo, cada tanto se miraba en el reflejo de una vidriera para controlar que estuviera presentable. Le sorprendió el súbito movimiento de gente que se agolpaba frente a las puertas cerradas del cabaret: hombres que se turnaban para hablar con un portero sin uniforme y mujeres de largos tapados que ocultaban las caras detrás de las chalinas que llevaban sobre los hombros. Hubo algunos intercambios de palabras con el portero primero, y entre ellos después. Luego de algunos conciliábulos se formó una fila que iba creciendo con el correr de los minutos. En ese momento llegó Balbuena. Lo vio conversar con el tipo de la puerta, escuchó cómo elevaba el tono de voz y, ante la decidida indiferencia del hombre, caminó hasta el final de la fila. Juan Molina cruzó la calle y fue a su encuentro. Luego de un saludo malhumorado, Balbuena le hizo saber de su indignación. Daba la casualidad que ese día habían llamado a audición y el idiota de la puerta, al que evidentemente habían tomado hacía poco tiempo, no lo conocía. Por más que le dijo que lo estaba esperando Mario Lombard, se negó a dejarlo pasar.

– Le va salir caro…, le va salir caro -repetía Balbuena rojo de furia.

Los transeúntes que pasaban junto a la cola miraban sorprendidos. Juan Molina se sintió una suerte de animal exótico en un zoológico. Y era el que tenía menos motivos para sentirse observado: detrás de ellos había uno que estaba disfrazado de gaucho de varieté, más allá había una imitación de Valentino, versión Avellaneda. Y, con vergüenza ajena, pudo ver que la fila se fue plagando de falsos gardeles de caricatura y de "forzudos" circenses que se destacaban dos cabezas por encima del resto.

– Ahora me van a escuchar -amenazaba el representante.

De pronto, ni bien el portero abrió una de las hojas, se armó una estampida, rápidamente contenida bajo amonestación:

– O entran de a uno en fondo o no entra ninguno -vociferó el guardián.

Entonces, como una manada de mansos corderos, aquella comparsa carnavalesca comenzó a entrar lentamente.

Juan Molina comprobó maravillado que el Royal, con el que siempre había soñado, era más imponente aún de lo que había imaginado. El alfombrado rojo cubría por completo el salón principal. La iluminación a norrio dejaba ver los andamios del techo sobre cuya breve superficie caminaban utileros y tramoyistas. Siguiendo la fila, subieron las escaleras que conducían al Teatro Royal, ubicado en el primer piso. Era un salón pequeño pero de un lujo asiático. Las paredes estaban revestidas de espejos y, más allá, en un ángulo, se elevaba el palco de la orquesta. Mientras eran arreados por un hombre flaco en grado patológico, afeminado y en extremo nervioso, a su paso se cruzaban con las coristas que iban o venían de ensayar, las piernas cubiertas con medias de red, la cintura comprimida bajo la tiranía de los corsets y el escote armado que les levantaba el busto hasta alturas insólitas. Se paseaban así, semidesnudas, con la naturalidad de quien se dirige a la oficina. En los pasillos laberínticos que conducían a los camarines, el arriero de estrellas en ciernes dio la orden de alto y separó al ganado en distintos grupos:

– Los del cachacascán, por aquí.

Entonces los "forzudos", cuadrados como roperos, se ubicaron sobre una tarima amplia.

– Las chicas, por allá.

Las mujeres se separaron de la fila y se perdieron detrás de la puerta de lo que parecía ser una oficina.

– Los cantantes, síganme.

Los únicos que habían quedado, entre ellos Juan Molina, fueron ubicados en un rincón, al pie de la tarima donde se agolpaban los luchadores.

– Quédese tranquilo -dijo Balbuena-, ahora lo vamos a ver a Mario, espéreme, ahora vuelvo -agregó y se perdió en el tumulto.

Los cantores, entre quienes estaban los gardeles los valentinos y los gauchos, eran en total unos quince. En una mesa frente a ellos se ubicó lo que aparentaba ser una suerte de tribunal compuesto por tres jueces malhumorados.

– Que pase el primero -sentencia el que preside la audiencia.

El primero es una especie de gaucho, que ha compuesto su vestuario con elementos más bien heterogéneos: por fuera de las bombachas luce unas botas que parecen las de un bombero, y lleva al cuello un pañuelo evidentemente hurtado del ropero de su madre. Arranca con los primeros acordes de "El taita":

Soy el taita de Barracas,

de aceitada melenita

y camisa planchadita

cuando me quiero lucir….

Suficiente. El jurado considera la elección de aquel tango como un intento de intimidación. Por otra parte, en términos meramente artísticos, el candidato hubiese conseguido ofender a un perro.

– Gracias, el que sigue -es la sentencia condenatoria del jurado.

A todo esto, sobre la tarima, habían empezado las demostraciones de los luchadores, dando gritos de oso y haciendo sonar sus cuerpos contra las tablas, derrumbándose como edificios. La prueba consistía en derribar al campeón de lucha grecorromana, La Mole Tongué. Abajo, ya habían pasado cuatro gardeles y dos valentinos, todos condenados al exilio inmediato. Desde el palco de la orquesta empezaron a sonar los insoportables chirridos de las cuerdas, violines y contrabajos, mientras eran afinados El ruido era ensordecedor. Juan Molina, como un espectador, esperaba que su representante llegara de una vez y lo llevara al despacho de Lombard. Un muchachito que estaba delante de él acababa de cantar "Fumando espero". Lo había hecho realmente bien. Los miembros del jurado se miraron, asintieron y quedó a un costado, felizmente seleccionado. Molina lo miró con unos ojos afables, felicitándolo en silencio. Pero el aspirante le devolvió una mirada fulminante de rival dispuesto a todo. Desde la tarima donde se batían luchadores iban descendiendo aquellos que eran despedidos violentamente por La Mole Tongué. Sin embargo, no parecían acatar el veredicto con la mansedumbre de los cantantes; discutían amenazantes con los jueces y tenían que ser disuadidos por las buenas o, llegado el caso, por el uso de la fuerza. Tarea ciertamente riesgosa que llevaban a cabo cuatro gorilas vestidos de musculosa. En ese momento Molina es convocado por los jueces. Entonces sonríe y les explica que, en realidad, está esperando que llegue su representante, que tiene cita con Mario Lombard. El jurado festeja el chiste con unas carcajadas estridentes. Les ha caído francamente bien la humorada. La simpatía es un requisito fundamental. Cuando Juan Molina descubre que la audición "privada" que le ha conseguido su representante es ésta, se adelanta un paso, desenfunda la guitarra y se dispone a hacer lo que mejor sabe. Tenía previsto cantar "Sus ojos se cerraron", pero habida cuenta de que todos los gardeles han tentado suerte, obviamente, con el repertorio de El Morocho, decide dar un golpe de timón de último momento para no condenarse a la parodia. Entonces, tal vez involuntariamente llevado por la situación, emprende los primeros versos de "Sentencia", de su venerado Celedonio Flores. Entre los golpes del catch, los gruñidos de los luchadores y la afinación insoportable de los instrumentos de la orquesta, la voz de Molina se impone como un machete entre el follaje. Como si de pronto se hubiese hecho un silencio sepulcral, los miembros del jurado por primera vez levantan la mirada.

Yo nací, señor juez, en el suburbio,

suburbio triste de la enorme pena

en el fango social donde una noche

asentara su rancho la miseria.

Molina tiene en la voz un magnetismo del que resulta imposible sustraerse. Algunos de los aspirantes que forman fila detrás de él se retiran dándose por derrotados; otros se quedan nada más que para escucharlo.

Un farol de la calle tristemente desolada

pone con la luz del foco su motivo de color.

El cariño de mi madre, de mi viejita adorada,

que por ser santa merecía, señor juez, ser venerada.

El muchacho que había sido seleccionado rechina los dientes de odio. Si la letra resulta un tanto melodramática, en la voz de Molina se convierte en un torrente de emoción que estrangula la garganta.

aquí estoy para aguantarme la sentencia…

pero cuando oiga maldecir a su viejita

es fácil, señor juez, que se arrepienta

.


Cada vez que Molina pronuncia "señor juez", el jurado se siente inculpado y los miembros no pueden evitar una vergüenza infinita. Con los ojos anegados tras un velo acuoso, llegan a considerarse unos miserables.

La audiencia, señores,

se ahogaba en silencio,

llorando el malevo,

lloraba su pena

el alma del pueblo.

Cuando el cantor pone fin pulsando la bordona, después de un breve silencio, el jurado, los aspirantes, algunos luchadores derrotados y el propio contendiente que había sido seleccionado, todos rompen en un aplauso conmovido.

El jurado iba a dar su veredicto.

En ese mismo momento aparece la indignada figura de Balbuena, que se ha perdido el número. El representante artístico se abre paso entre el tumulto, vociferando:

– A Balbuena nadie le impide la entrada, ya me van a escuchar.

No tuvo mejor ocurrencia que empujar a un luchador que acababa de ser vencido por La Mole. Fue una fracción de segundo. Nadie podría precisar en qué momento la turba de púgiles se trenzó en un combate general. Volaban sillas, mesas y hasta coreógrafos aterrados. Cuando Molina descifró alguna forma entre el remolino, pudo ver que La Mole Tongué sostenía a su representante por el cuello y estaba a punto de colocarle un upercut en medio de la nariz. Soltó la guitarra, corrió entre el tumulto y detuvo el puñetazo en el aire. Balbuena aprovechó para escapar. Molina no tenía intención de pelear. Pero La Mole sonrió mostrando sus dientes asesinos. Con la mano que tenía libre intentó tomar al cantor por el fondillo de los pantalones. Pero con un movimiento ágil, Molina se puso detrás del campeón, le hizo una llave en el brazo dejándolo inmóvil. Luego lo empujó y lo hizo rodar por el suelo. El gerente, André Seguin, observaba incrédulo. Los cuatro gorilas de seguridad corrieron a poner orden, pero con un gesto, Seguin los conminó a quedarse quietos. Tongué se incorporó de un salto y, como un toro, la cabeza hacia adelante, la razón hacia atrás, estaba dispuesto a aplastar a su contrincante. Molina midió la fuerza y trayectoria de la bestia y, cuando lo tuvo encima, se agachó, pasó su espalda por debajo de La Mole y en ese momento se incorporó levantándolo como acostumbraba levantar las vigas de acero en el astillero. Lo tenía alzado en vilo como a una res. Dio unas vueltas sobre su eje y entonces arrojó al campeón contra la pared. Le hubiesen podido contar hasta veinte. La Mole tuvo que ser llevado a la rastra por los cuatro gorilas de musculosa. Molina se arregló la ropa, se sacudió el polvo y fue a buscar su guitarra. Entonces vio que su representante estaba hablando con los miembros del jurado y el gerente del cabaret. No quiso intervenir.

Con una sonrisa de oreja a oreja, Balbuena se acercó a su protegido y, posando una mano sobre su hombro, le dijo:

– Hoy firmamos contrato. Ya tiene trabajo.

El mismo lugar en el que Gardel había dado sus primeros pasos ahora le abría las puertas a él.

– Mañana mismo debuta, Molina -le dijo André Seguin, estrechándole la mano.

Juan Molina sale del Royal Pigalle con la mirada perdida en la bruma de los anhelos. Mientras camina por Corrientes teme que todo aquello pudiera ser un sueño. A medida que cae la tarde se van encendiendo los carteles de los teatros. Enciende un cigarrillo y frente al Obelisco canta:

Es tan grande la emoción

que me hace latir el zurdo

como pingo galopando;

tengo miedo, corazón,

un temor loco y absurdo,

de estar dormido.

de estar dormido y soñando.

No me rompas la ilusión,

no jugués con mi esperanza,

decime que todo es cierto;

si los sueños, sueños son,

si esto fuera una cruel chanza,

no quiero vivir…

no quiero vivir despierto.

Esperé mi vida entera

este momento anhelado

y ahora me llama la suerte.

Si esto fuese una quimera,

la ilusión de un afiebrado,

que me lleve…

que me lleve a mí la muerte.

Ya veo en la marquesina,

escrito en luz de neón

que ilumina mi arrabal,

el nombre de Juan Molina

y puedo escuchar la ovación

que me espera…

que me espera en el Pigalle.

Era noche cerrada cuando Molina llegó a la pensión y le dio la nueva a su compañero de cuarto.

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