Cuatro
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Y ahora que por fin la tiene entre sus brazos, aprieta su cintura diminuta reclinando su mejilla sobre el escote desabrochado. La ha encontrado recostada sobre la alfombra purpúrea, los brazos extendidos como si estuviese esperándolo, la boca entreabierta, ofreciéndose. Juan Molina la besa. En la vitrola suena "El día que me quieras". Tantas veces ha imaginado ese momento, tantas veces la ha visto en brazos de otros, y ahora que se le entrega sin resistencia y, al fin, liberada de ataduras, Molina no puede evitar un llanto ahogado. Tiene la ilusa esperanza de encontrar un rescoldo de vida; se aferra a su cuerpo como si quisiera retener el último aliento. Pero al abrir la puerta, ni bien la vio tendida sobre la alfombra, supo que estaba muerta. Corrió a su lado, se quitó el sombrero, hizo la señal de la cruz y la abrazó. Tenía la misma palidez de siempre, el rouge bordó se confundía con el color de los labios mórbidos. Tal vez por su gesto sereno, quizá por el valor que cobran los anhelos perdidos, la vio más hermosa que nunca. Los ojos azules miraban hacia el ventanal abierto de par en par. Una brisa fresca que anuncia lluvia mece los cortinados. Desde la calle entra la luz intermitente del cartel de neón de Glostora. Por un momento cree ver una mueca repentina, pero son las refulgencias irregulares que, al iluminar la cara de Ivonne, crean la cruel ilusión. Junto a ella descubre el cuchillo asesino. Molina no está en condiciones de pensar. Llora con un desconsuelo infantil. Sentado junto al cadáver, intenta hacer memoria. No recuerda haberse cruzado con nadie en el pasillo ni en el ascensor. Acaricia el pelo rojo de Ivonne e intenta pronunciar su nombre. Pero no puede. Sólo él y nadie más que él sabe cuánto la quiere. Daría su propia vida por volver a escuchar su voz grave, sus frases cáusticas hechas de justo rencor y cautelosa perfidia. Siente remordimiento; se arrepiente de no haberle confesado todo lo que guardaba en su corazón. Juan Molina se asoma al ventanal y, mirando hacia el cielo palidecido por las luces del centro, con una mezcla de indignación y desconsuelo, canta:

Decime Dios que no es cierto,

decime que estoy soñando

La más atroz pesadilla;

quisiera caerme muerto

si no estoy alucinando.

Decime Dios con qué arcilla

construiste mi destino,

por qué causa misteriosa

me quitaste en un segundo

con un puntazo asesino

del rosal la única rosa

que pa' mí había en el mundo.

Decí Dios cómo se hace

pa 'poder seguir viviendo

con este dolor del alma

que de las entrañas nace,

de dónde sacar la calma,

cómo tener el consuelo

que devuelva la razón

o que nunca más la tenga;

ya sé, no merezco el cielo

y me dice el corazón

que arriba ya no he de verla,

que ni aunque apriete el gatillo

para rajarme con ella

tan esquiva me es la suerte

que en alto conventillo

ha de tocarme otra estrella;

no habrá consuelo en la muerte

que es eterna y sin salida

no habrá consuelo en la vida

que es cruel desde que se nace

hasta el día más tremendo.

Decime Dios cómo se hace

pa 'poder seguir viviendo.

Mira en derredor; de pronto aquel departamento ajeno que le ha dado cobijo durante las últimas semanas le resulta por completo extraño. De hecho, con el tiempo, ha llegado a odiarlo. Aquellas paredes empapeladas con flores claras, ese aire viciado de clandestinidad le producen una claustrofobia que le cierra la garganta. La única razón que le hacía soportar el encierro era la compañía de Ivonne.

– Un día me van a matar -le había dicho Ivonne, con una sonrisa que ocultaba quién sabía qué. Molina había intentado disuadirla. Y aun sabiéndolo, jamás quiso convencerse de que era aquélla una posibilidad cierta.

– Un día me van a matar -decía Ivonne, contemplando el vaso de whisky con una sonrisa resignada. Pero Molina no había querido prestarle atención.

Ciertamente era difícil descifrar el espíritu de Ivonne, saber qué había más allá de su piel blanca como la porcelana, qué se ocultaba detrás de aquellos ojos azules, hechos de una alegría dudosa que se tornaba en duelo con el suceder del champán. Y ahora, viendo las incontables cuchilladas que le abrían el pecho, el cuello, el vientre, a Molina se le antojó que la saña inexplicable tenía el propósito de conocer qué secretos ocultaba su corazón. Se veía como una muñeca a la que un niño hubiese abierto para descubrir, desilusionado, su esencia de estopa. Qué sentimientos albergaba su alma. Era esta una pregunta que Molina no hubiese podido contestar siendo, quizá, quien mejor la conocía.

– Un día me van matar -decía Ivonne con tono burlón, sabiendo, tal vez, que estaba escribiendo su propio destino.

Meciéndose como un chico, la cabeza entre las rodillas, los brazos enlazados sobre sus propias piernas, Juan Molina se refugió en la memoria con el solo propósito de revivirla en el recuerdo. Y así se quedó, junto al cadáver de la mujer que amaba.

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