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El padre de Juan Molina, un criollo de pocas palabras, un hombre tallado en la madera del rigor, había llegado de madrugada borracho y, quién sabe por qué, furioso. Sin que mediara otro motivo que el de la costumbre, entró en la pieza única en la que vivía toda la familia, se quitó el cinto y, empuñándolo como un rebenque, descargó no menos de veinte fustazos sobre las espaldas menudas de su hijo. Ante el llanto impotente de su madre -sabía que interceder era peor- y el de su hermana menor, Juan intentó mantener la dignidad sin quebrarse. Pero no pudo. Cuando consideró que su espíritu ya estaba pacificado, su padre lo dejó ir, volvió a ponerse el cinturón, se desplomó sobre la cama y se durmió profundamente. Al despertar, como siempre sucedía, habría olvidado todo. Eximido de culpa en la amnesia de la resaca, las cosas volvían a la normalidad como si nada hubiese sucedido. Pero Juan Molina ya no estaría allí. Se vistió rápidamente y, sin decir palabra, salió a la calle y caminó hasta la ribera.

En su caminata sin rumbo, la cabeza gacha, las manos en los bolsillos y un ardor que le latía en la espalda, iba canturreando entre dientes. Juan Molina siempre cantaba. Si su espíritu estaba calmo y feliz, susurraba mi-longuitas o canzonettas italianas cuyo sentido ignoraba, de las que escuchaba a los calabreses y a los napolitanos; si en cambio estaba abatido, cantaba para sí tangos de Contursi o de Vaccarezza. Su forma de razonar, el modo en que establecía su vínculo con el universo era a través de las canciones. Involuntariamente, se sorprendía cantando melodías cuyas letras describían su estado de ánimo. Mientras camina debajo de las recovas de Paseo Colón hacia el norte, sin encadenar un hecho con otro, va canturreando "Vieja Recova". En su marcha lenta y al azar, la mirada perdida en sus propias cavilaciones, piensa en su madre soportando los arrebatos de furia de su padre y, sin darse cuenta, silba "Pobre mi madre querida". Con sus pantalones cortos y sus pasos largos, baja por Paseo de Julio abstraído en el pentagrama de sus pensamientos y en el dolor que le quema la espalda en carne viva; cada vez que pasa por la puerta de alguno de los tugurios, que a la luz del día se ven tan tristes como un borracho sorprendido por el amanecer, se detiene simulando atarse los cordones de los zapatos y mira por el rabillo del ojo hacia adentro, como queriendo descifrar en la bruma, en la mirada de los marineros, en los ojos trasnochados de las mujeres acodadas en la barra, los indicios que el tango ha dejado la noche anterior. Más adelante, en Independencia, dobla hasta Balcarce, cruza la plaza en diagonal y, sin proponérselo, toma Avenida de Mayo hacia el Congreso. De pronto ha cambiado de mundo; ahí, frente a sus ojos, aparece el Tortoni, majestuoso, iluminado por el sol que entra por la claraboya de cristal del techo, confiriéndole la apariencia de una catedral. Sentados a las mesas de mármol, intercambiando frases antecedidas por un formal "vea, doctor", y como si fumar cigarrillos BIS hechos a mano con tabaco traído de Turquía los hiciera sentir verdaderos sultanes, los parroquianos ven pasar la mañana con indolencia. Entonces, Juan Molina mirando los zapatos lustrosos, los trajes de casimir, las camisas de seda, no puede evitar compararlos con sus botines deslenguados, los vergonzosos cortos de lana y su tricota, cuyas mangas ya le han quedado cortas. De pronto tiene el impulso de volver al barrio, pero el solo recuerdo de su padre buscándolo por las calles de La Boca lo disuade. Se aleja del Tortoni canturreando "Niño bien":

…vos te creés que porque hablás de "ti",

fumás tabaco inglés,

paseás por Sarandí

y te cortás la patilla a lo Rodolfo

sos un fifí.

Porque usás la corbata carmín

y allá en el Chantecler

la vas de bailarín

y te mandás la biaba de gomina

te creés que sos un rana

y sos un pobre gil.

No ha terminado la última estrofa, cuando de pronto se queda mudo. En la calle Florida, delante de sus narices, se encuentra con el palacio de sus anhelos: la tienda Max Glücksman. Mira extasiado el piano Stein-way de cola en medio del salón, como si fuese el centro de un sistema solar. Alrededor, flotando en el aire colgados por hilos invisibles, hay contrabajos, violines, clarinetes y otros instrumentos cuya existencia desconocía hasta ese momento. Entra como impulsado por la fuerza gravitatoria de aquel universo hecho de maderas preciosas y bronces pulidos. Camina temiendo que un movimiento en falso pueda provocar un súbito Apocalipsis; de pronto, al distinguir algo en un confín de ese mundo, queda petrificado. Entonces los pianos ingleses, los violines alemanes y los cellos italianos desaparecen. Perdida en un rincón lejano, como una estrella apagada, ahí, vertical y solitaria, descansa una guitarra criolla. No tiene nada en particular. De hecho, se diría que se destaca por su despojada simpleza. Juan Molina se acerca, estira el índice, pero no se atreve a tocarla. A sus espaldas suena una voz:

– ¿En qué puedo servirlo?

Tarda en comprender que se están dirigiendo a él. Gira la cabeza sobre su hombro y ve a un vendedor tan amable que le resulta sospechoso. Nadie le había hablado antes con semejante deferencia. No sabe qué contestar.

– Quizá el joven se la quiera probar -dice el empleado con una sonrisa resplandeciente, al tiempo que toma la guitarra por el mango y la gira con destreza con una sola mano. Antes de que el chico pueda articular palabra, agrega:

– La tenemos en oferta.

Juan Molina duda de que lo que lleva en el bolsillo pueda alcanzar el monto de la oferta: un cigarrillo arrugado, un puñado de pelusa de lana, unas cuantas hebras de tabaco sueltas y, lo más valioso, una cápsula de revólver vacía que lleva como amuleto. Sin embargo, no puede sustraerse al ofrecimiento. Quizá sea la única oportunidad de tener una guitarra entre sus manos. La toma con pavura, se sienta en un taburete, la recuesta sobre el muslo y la acaricia. Pulsa la bordona al aire y apoya la oreja sobre la madera, como si estuviese probando la resonancia de la caja, pero no es más que una excusa para abrazarla. Se aferra a la guitarra como queriendo que aquel romance no termine nunca. Hasta ese momento sostiene la creencia de que el canto y la guitarra guardan una relación natural. Vuelve a tañer la cuerda y sólo entonces descubre que no sabe tocar. La abraza con más fuerza, apretando la cara sobre el lomo lustrado, esta vez para ocultar un llanto ahogado. No tiene forma de sacarle sonido ni puede quedársela para descifrar, con el tiempo, su femenina naturaleza. Y así, aferrado al cuerpo curvilíneo de la guitarra, empieza a canturrear un tango desconsolado:

Si pudiera un suspiro arrancarte,

si supiera un acorde templar,

si mis manos torpes, principiantes,

tuviesen el arte

de saberte acariciar

Abrazado a tu fina cintura

de naifa bien milonguera,

recorriendo tu hermosura

te miro y no sé qué hacer

más que rogarte y querer

que seas mi compañera.

No es de machos sollozar

sobre el hombro de una mina,

te juro que me da inquina,

no sé por dónde empezar

entendeme, corazón,

soy apenas un pichón

que aún no aprendió a volar.

Ay, no me digás que no,

no me negués tu querer,

vigüela, ya vas a ver

que ninguno como yo

te va a saber entender.

No sé cuándo, no sé cómo,

pero te juro, vigüela,

que voy a hacerme de aplomo,

que esto no termina aquí,

yo sé que en un día de estos,

a la luz de una candela,

vas a decirme que sí.

El vendedor, ajeno a las íntimas tribulaciones musicales del chico, le dice:

– También ofrecemos créditos a sola firma; se la lleva hoy, la empieza a pagar el mes que viene.

Entonces Juan Molina separa lentamente la cara de la guitarra, se pasa el puño de la tricota por los ojos, se incorpora y, sin soltar la guitarra, midiendo la distancia que lo separa de la puerta, calculando los obstáculos que se interponen, susurra:

– Está bien, la llevo.

No termina de decir la frase cuando, aferrando la guitarra bajo el brazo, sale corriendo. Primero esquiva al vendedor que se pone en su camino con los brazos abiertos, después salta un acordeón refulgente que descansa sobre un pedestal bajo, bordea la cola del piano y, finalmente, alcanza la puerta, que lo espera abierta de par en par. Corre contra la multitud, escuchando a sus espaldas los gritos del empleado que va tras él. La marea humana que inunda Florida le juega a favor: su baja estatura y su pequeña y escurridiza persona le permiten abrirse paso como una liebre entre el follaje. Está por alcanzar la esquina de Viamonte cuando, desde la nada, justo frente a él, ve cómo se alza la figura de un policía. En una fracción de segundo imagina el calabozo de la Primera, piensa en el oprobio y la furia de su padre teniendo que admitir ante el comisario que su hijo es un ladrón, puede escuchar el llanto de su madre, los comentarios de los vecinos y, otra vez, los fustazos de cinto sobre la espalda.

En ese momento puede sentir la mano del policía que lo toma de la muñeca. No está dispuesto a entregarse sin luchar. Se aferra a la guitarra como si fuera la única certeza, abre la boca cuanto puede y muerde. Muerde y tira del dedo meñique del policía con la firme convicción de un perro. De pronto y sin entender por qué, está libre y corriendo nuevamente, se cerciora de no tener el dedo de su captor en la boca y continúa su carrera. En Corrientes se detiene exhausto y puede comprobar que ya nadie lo persigue. Pero la guitarra es un botín demasiado evidente que lo delata como un traje de preso. En su cabeza resuenan frases en letra tamaño catástrofe, tales como: "Robo, desacato, agresión a la autoridad". Ya puede verse picando piedras en la recóndita Ushuaia, a la vez que, para sí, canta "La gayola":

Me encerraron muchos años en la sórdida gayola

y una tarde me libraron…pa'mi bien… o pa'mi mal…

Fui vagando por las calles y rodé como una bola…

Pa' comer un plato 'e sopa, ¡cuántas veces hice cola!

Las auroras me encontraron largo a largo en un umbral.

El policía ya debe haber pasado el parte y seguramente lo andan buscando, piensa Juan Molina. Lo primero que tiene que hacer es descartar la guitarra en algún lugar donde pueda recuperarla. Gira la cabeza a uno y otro lado y entonces, sobre Suipacha, ve los tablones verticales que tapan un terreno baldío. Camina resuelto, comprueba que nadie lo esté mirando, atisba entre la ranura de dos tablas y puede ver que al otro lado hay un montículo de arena. Se aleja un paso, calcula el tiro y arroja con fuerza la guitarra de modo tal que pasa sobre el talud. Vuelve a mirar por el resquicio y suspira aliviado cuando ve que ha caído horizontal en el lugar justo sin dañarse. Entonces toma carrera, da un salto, trepa a la tapia y en dos movimientos precisos, está del otro lado. Busca algún sitio que sirva de escondite y en el que quede protegida. En el fondo hay unas chapas apiladas. Separa una, la eleva del suelo con unos ladrillos y ahí, debajo, oculta la prueba del delito. Vuelve sobre sus pasos y alcanza la calle nuevamente, silbando y sin mirar a los transeúntes que lo vieron descender de las alturas.

Se había hecho la noche. Juan Molina se confrontaba a un dilema sin solución aparente: cada hora que pasaba era un leño más que se agregaba al fuego, pero la idea del regreso lo aterraba. Y así, mientras más dilataba la decisión inexorable, sabía cuánto más brutales habrían de ser las consecuencias. En ese mismo momento la casa debería ser un pandemonio. De sólo imaginar los gritos de su padre, las lágrimas acalladas de su madre, el llanto aterrado de su hermana menor, lo único que anhelaba era que se lo tragara el asfalto. Llegó a albergar la idea de no volver. Pero ya podía ver la angustia de su madre tejiendo las más negras conjeturas. Por otra parte, era un hecho insoslayable que, en verdad, no tenía adónde ir. Había caminado todo el día y tenía el estómago vacío. Las tripas le hacían ruido, retorcidas por el miedo más que por el hambre. Había caminado en círculos. Una y otra vez, como un caballo que no quisiera alejarse de la querencia, volvía a Corrientes. Pero ahora, al doblar por Esmeralda, por primera vez la ve de noche. Queda absorto. Como si un ejército de utileros hubiese preparado los decorados, Juan Molina descubre las luces del centro. Y se escucha tango. Todavía no han empezado a tocar las orquestas, pero ya se escucha tango. En las marquesinas de los cabarets que compiten en fulgores, en los cabriolets americanos desde cuyo interior descienden mujeres que llevan medias de red, en las pantorrillas desnudas, en las boquillas interminables que brotan de las boquitas pintadas, en los trajes de los "nenes bien" que salen a la caza de las chicas "mal", en las chicas "bien" que se ruborizan ante las miradas carnívoras, en las estampidas de los corchos del Cordón Rouge o del Qlicquot, en el interior de los frasquitos que contienen aquel misterioso polvo blanco que se trafica en la esquina, en ese perfume hecho de champán y tabaco, mezclados por un viento que parece insuflado por el fuelle de un bandoneón, en cada baldosa de Corrientes, el tango es una presencia invisible que todo lo contiene. Juan Molina, desde su estatura mínima, disminuida aun más por el efecto de la grandiosidad del paisaje, ahora entona las estrofas de "Corrientes y Esmeralda":

Amainaron guapos junto a tus ochavas

cuando un cajetilla los calzó de cross

y te dieron lustre las patotas bravas

allá por el año… novecientos dos…

Esquina porteña, tu rante canguela

se hace una melange de caña, gin, fitz,

pase inglés y monte, bacar y quiniela,

curdelas de grappa y locas de pris.

Plantado en la esquina, Juan Molina canta a voz en cuello como si se resistiera a ser poco menos que nada en aquel universo para él inconmensurable, como quien se rebelara al hecho de pasar inadvertido.

El Odeón se manda, la Real Academia,

rebotando en tangos el Royal Pigall,

y se juega el resto, la doliente anemia

que espera el tranvía para su arrabal.

De Esmeralda al norte, del lao de Retiro,

franchutas papusas caen en la oración

a ligarse un viaje, que se pone a tiro,

gambeteando el lente que tira el botón.

En tu esquina un día, Milonguita, aquella

papirusa criolla que Linnig mentó,

llevando un atado de ropa plebeya

al hombre tragedia, tal vez encontró

Quizás a causa del extraño contraste de su tono angelical con'la reciedumbre de la letra, acaso por la pura voluntad de existir en medio de ese mundo en el que hay que ganarse un lugar, empieza a arremolinarse un grupo de gente en torno de Juan Molina. De pronto el tumulto se va ordenando en dos grupos iguales en número y enfrentados entre sí: de un lado los hombres, del otro, las mujeres; los nenes "bien" cabecean a un tiempo a las chicas "mal" y se trenzan en un baile canyengue alrededor del pequeño cantor.

Tu glosa en poemas, Carlos de la Púa

y el pobre Contursi, fue tu amigo fiel…

En tu esquina rea, cualquier cacatúa

sueña con la pinta de Carlos Gardel.

Esquina porteña, este milonguero

te ofrece su afecto más hondo y cordial,

te promete el verso más rante y canero

para hacer el tango que te haga inmortal.

En el mismo momento en que Juan Molina termina de cantar, a pocos metros de la esquina se forma otro tumulto; tiene la ilusión de que aquella nueva muchedumbre se ha acercado para escucharlo a él. Pero de inmediato puede ver que la improvisada coreografía se disuelve y corre poco menos pasando por encima de su diminuta persona. Después escucha un griterío, frenadas de autos, gente apurando el paso, todos agolpándose en la puerta del Royal Pigalle. Impulsado por la misma inercia de la multitud, se encuentra en el ojo del ciclón humano. Entonces levanta la vista y cree estar soñando: a un paso de él, sonriendo y saludando, estrechando manos y devolviendo halagos, ahí está Carlos Gardel. Como un peregrino que después de caminar durante semanas viera La Meca, sin proponérselo, Juan Molina extiende el brazo. Gardel lo toma de la mano, lo atrae hacia él y le despeina el jopo con una caricia. Después no recordará nada más. No sabrá en qué momento se dispersó el tumulto. No sabrá cuánto tiempo pasó hasta que se sorprendió solo y petrificado frente a la puerta del cabaret. Entonces, con una resolución inédita, camina hasta el baldío, busca la guitarra y decide volver a su casa sin importarle lo que le espera.

Juan Molina soportó estoicamente la sentencia sumaria de su padre. A los fustazos de la madrugada, ahora debía agregarle los latigazos de la noche. Se quitó la camisa y, sin oponer resistencia, dejó que se cumpliera la condena. No derramó una lágrima mientras el cinto chasqueaba su furia sobre la carne viva, no profirió un solo grito, ni dejó escapar siquiera un lamento. No había nada que pudiera disuadirlo de su convicción. Solamente tenia que armarse de paciencia para esperar que llegara el gran día.

Muchos años pasaron desde aquel primer encuentro hasta aquel otro en que el auto de Gardel estuvo a punto de incrustarse contra el camión de Molina. Pero, como ya he dicho antes, el destino suele ser insistente y, más adelante, volvería a reunidos, tal como suele suceder en las tragedias.

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