Es viernes. Juan Molina cuenta las horas que lo separan del debut en el Armenonville. Tiene la certeza de que aquel número de catch que acaba de terminar será el último. Se tiene fe. Sabe que cuando lo escuchen cantar terminarán ovacionándolo y le pedirán bises una y otra vez. Alberga la íntima certidumbre de que André Seguin habrá de convencerse, de una vez, que es mejor negocio tenerlo delante de una orquesta que detrás de las cuerdas del ring. Sin embargo, ahora que se le presenta la oportunidad que ha esperado toda su vida, si el Genio al que solía invocar cuando era un niño se le apareciera en ese momento, le pediría sin vacilar un solo deseo: encontrar a Ivonne. Molina acaba de salir de su función en el Royal Pigalle. Es temprano todavía. Piensa en su debut como cantor y ni siquiera esa idea le provoca alegría. Ahora camina por Corrientes con las manos en los bolsillos y canturrea:
Hoy que por fin llegó el día,
el momento más ansiado,
no habrá champán ni festejos
no me queda ni alegría
eso es cosa del pasado,
de un tiempo que quedó lejos.
Para qué quiero la gloria,
los carteles de neón,
los aplausos y la fama,
si mi más dulce victoria
sería encontrarte, Ivonne,
y ya no pedir más nada.
Si parece que el de arriba
se burlara de mi suerte,
ahora que se cumple un sueño
la felicidad me esquiva
y esta vida que no es vida,
que es la muerte
se consume como un leño.
Qué me van hablar ahora
del grandioso Armenonville,
de sus tablas legendarias
si en verdad no veo la hora
esperando como un gil
y sufriendo como un paria.
Qué suerte fula y atroz:
cuando al fin lo tengo todo,
cierran heridas pasadas,
ahora me faltas vos…
y eso es no tener nada.
No bien termina de cantar, cree haber caído en aquellas ensoñaciones infantiles: oculta en la entrada de una tienda de ropa, cubriendo su rostro con un velo de tul, ahí estaba ella.
– Te estaba esperando -susurró-, pero no quiero que nos vean juntos.
Molina no supo qué hacer ni qué decir. Ivonne le dijo que siguiera caminando como si nada, que se alejara de ahí, que fuera hasta la confitería del Molino y la esperara. Caminó como un autómata sin atreverse a darse vuelta. El corazón se le salía del pecho. Molina apuraba el paso por Corrientes, cuando llegó a Callao tuvo un miedo inexplicable. Sintió pánico de no volver a verla, de que la pesadilla volviera a comenzar. Con las manos metidas dentro de los bolsillos y una ansiedad indecible, poco menos que corrió hasta la avenida Rivadavia. Entró en la confitería que estaba atestada de gente y buscó una mesa en algún rincón; hizo un recorrido sumario con la mirada y se encaminó hasta el fondo. Se sentó, encendió un cigarrillo y de pronto se dijo que se había ubicado muy lejos de la puerta, que quizá Ivonne no lo vería y, creyendo que nunca había llegado, se fuera. Entonces se incorporó y corrió hasta una mesa que acababa de desocuparse junto a una de las vidrieras. De pronto lo asaltó la idea de que tal vez ahí estarían demasiado expuestos, Ivonne le acababa de decir que no quería que los viesen juntos. Molina apeló a la calma e intentó quedarse quieto. No separaba la vista de la puerta. Alternativamente miraba el reloj y se preguntaba por qué no llegaba de una vez. Acaso había entendido mal y no era en el Molino sino en la Ópera. ¿O en el Ciervo? Había pasado apenas un minuto y medio; sin embargo, para Juan Molina fue una hora y media. Se dijo que era un estúpido: tenía que haber dejado que ella caminara adelante para no perderla de vista. No se perdonaba no haberla tomado del brazo sin importarle nada. La había visto asustada. ¿Y si le hubiese pasado algo en el camino? Se agitó la puerta y, cuando esperaba verla entrar, comprobó con desilusión que se trataba de un matrimonio de ancianos. Temió que aquel encuentro fugaz no hubiese sido más que una alucinación nacida de la desesperanza. Estaba por levantarse y correr hasta el café de la Ópera, cuando por fin entró ella. Molina le hizo una seña con el brazo en alto. Ya lo había visto.
Ivonne se acercó y, sin sentarse, le dijo que se mudara a una mesa más discreta. De modo que desanduvo el camino y volvió a la misma mesa sobre la cual había dejado el cigarrillo encendido. Si lo que querían era pasar inadvertidos, no lo habían conseguido; el mozo los miraba como esperando la próxima migración.
Ivonne hablaba a borbotones y miraba a izquierda y derecha por el rabillo del ojo. Molina le pidió que se serenara, que no entendía absolutamente nada de lo que estaba diciendo. Entonces intentó buscar las palabras más adecuadas. Fue sucinta pero clara. Juan Molina escuchaba con estupor. Le dijo que su repentina desaparición tenía dos motivos. El primero: había decidido huir de la protección de André Seguin. El segundo: había huido con su amante. Molina no ignoraba lo que significaba la traición. Conocía el código de honor de la organización Lombard. La noticia de que había escapado con su amante fue un puñal en medio del estómago. Ivonne se recogió el tul sobre el sombrero, miró a Molina al centro de sus pupilas, le tomó la mano y en un susurro le dijo:
– Te necesito.
Iba a decirle que le pidiera lo que quisiera, que estaba dispuesto a cualquier cosa, cuando comprendió que no le estaba pidiendo ningún favor, que lo que quería era hacerle saber de su cariño. Molina creyó no poder resistirse a confesarle su amor.
– Sos el único amigo que tengo, el único en quien puedo confiar.
Juan Molina estuvo a punto de retribuir aquella declaración. Pero calló a tiempo para no hablar de más. Después de un largo silencio, Ivonne enlazó sus dedos entre los de él y, como si fuese una súplica, le dijo:
– Quiero que vengas conmigo.
Molina escuchó claramente, pero no comprendió. Estaba decidido a seguirla adonde fuera, pero Ivonne acababa de confesarle que había escapado con su amante. Entonces la mujer le explicó que su amante era una persona muy importante, que necesitaba un chofer, alguien de confianza y que ella había pensado en él, le aseguró que no solamente le pagaría más de lo que ganaba como luchador en el cabaret, sino que, además, era un hombre muy influyente en el negocio de la música, que tal vez podía empezar trabajando como chofer y después quién sabe…, era cuestión de que lo escuchara cantar. Lo único que había entendido Molina de aquel monólogo fueron las palabras "quiero que vengas conmigo". Era una locura.
– Pensálo -le dijo-, pero no tenés mucho tiempo. Si aceptas, deberías empezar mañana mismo. Tendrías que llevarlo a Santa Fe.
Ivonne extrajo una tarjeta de su cartera, hizo una breve anotación y le dijo que si estaba de acuerdo fuese al día siguiente a las cinco de la tarde a esa dirección. Después de lo cual se echó el tul sobre la cara, se levantó de la mesa y se fue sin saludar. Acodado en el mármol de la mesa, Molina recordó que el día siguiente, ese sábado, iba a ser su debut en el Armenonville. Miró la tarjeta que le había dejado Ivonne. No había mucho que considerar: cumplir su sueño de cantor, entrar por la puerta grande del salón de tango más codiciado aun por los consagrados, o volver a sentarse frente a un volante como en los viejos tiempos cuando trabajaba de chofer en el astillero. No tuvo dudas.
Esa misma noche vuelve al Royal Pigalle, va hasta el despacho de André Seguin y resuelve el dilema con una sola palabra:
– Renuncio.
Una vez en la calle, Juan Molina, con toda la voz, canta su convicción a quien quiera escucharlo:
Ya sé, no me importa nada
con tal de estar cerca tuyo
me arrastro por el fangal,
he perdido hasta el orgullo
y abandoné la parada,
como desbancado guapo.
Mirá, si parezco un trapo,
un cascoteao animal,
un perro que ni barullo
mete pa' no molestar.
Y ahora me desayuno
que tenías un amante,
un engrupido bacán
que afana con blanco guante,
un gil de mirar vacuno
con más vento que un sultán.
Pero miren, hay que ver
las graciosas pretensiones
que tiene su majestad:
valet, sirviente y chofer
que lo lleve a los salones
más butes de la ciudad.
No vas a sentir piedad
al verme calzarle los leones
y hasta sus timbos lamer
pa' que no pierdan el brillo;
sabe que este poligrillo
de todo es capaz de hacer
para no tenerte lejos;
voy a tenerle el espejo
pa'que se mande la biaba
de gomina y de perfume
y a calentarle la pava
pa' cebarle unos amargos;
y cuando tu bacán fume
sus cigarros importados
yo me escondo en un rincón
para llorar como un gil
la triste resignación
de no haberme presentado
en el gran Armenonville
para tenerte a mi lado.