Una noche entre tantas sucedió lo que tenía que suceder y el silencio llegó a su fin. Podía decirse que Molina e Ivonne se conocían mejor que nadie. Hablaron. Hablaron como dos viejos amigos. En el rincón más oscuro del cabaret, hablaban hasta que la boca se les secaba y entonces tenían que humedecerla con el siguiente trago. Juan Molina escuchó lo que ya sospechaba: el corazón de Ivonne tenía un dueño. Un dueño que la tenía a maltraer pero al que no podía olvidar. Para evitar desavenencias con el gerente del Royal Pigalle, que no veía con buenos ojos la forma en que el luchador espantaba potenciales clientes de Ivonne, Molina, como un parroquiano más, arregló con André Seguin que habría de pagar de su sueldo las copas que consumiera Ivonne durante el tiempo que estuviese con él.
Y así, mientras conversaban, Molina se perdía en el azul profundo de los ojos de Ivonne, miraba cómo se movían sus labios encarnados y entonces las palabras empezaban a perder sentido, a diluirse en la perfumada brisa de su aliento. Tenía que hacer esfuerzos para no besarla, para no bajar la vista y extraviarse en el ensueño de su escote. Deseaba que el tiempo se congelara en ese instante, en aquella hora única y no tener que escuchar las palabras que daban comienzo al suplicio cotidiano:
– Tengo que trabajar.
La relación de Molina con Ivonne fue tortuosa, escarpada y, por lo general, cuesta arriba. Hasta entonces Molina ni siquiera sospechaba quién era aquel que la tenía a maltraer. Aquella mujer que por momentos abría su corazón y hablaba con franqueza, la misma que ofrecía su amistad sin poner condiciones, de pronto se cerraba como la flor de la dama de noche cuando despuntan las primeras luces del alba. Exactamente así era ella; durante la noche se la veía esplendorosa, sus ojos azules brillaban en la oscuridad con el pérfido fulgor de los felinos. Bailaba el tango, garbosa y sensual; centelleaba como las burbujas de champán y reía. Durante la única y esperada hora que compartía con Molina, reía con una felicidad que se diría infantil. Conversaban como dos viejos amigos, hasta que llegaba el momento fatídico en que Ivonne miraba el reloj y le decía:
– Tengo que trabajar.
Entonces Molina asentía con una sonrisa resignada, se despedía y volvía a su oscuro rincón. Al principio, el cantor se quedaba bebiendo en silencio, mientras simulaba no mirar. Ardía en su propio fuego cuando la veía conversar con alguno de aquellos figurones almidonados que se sentaban a su mesa, ocupando la misma silla que él había dejado vacante. Se quemaba a fuego lento cada vez que le dedicaba una sonrisa a algún veterano con aires de dandi, mientras le hacía pagar una copa tras otra. Intentaba apagar con whisky la hoguera del sufrimiento, al ver cómo Ivonne susurraba al oído de uno de esos carcamanes con pretensiones mundanas.
Suena la orquesta. La gente baila. Molina canta su callado dolor:
Que no parezca un reproche;
yo sé, la cosa es así.
no quiero que vos te enteres
que sufro noche tras noche
cuando te veo salir
para llenar de placeres
a un bacán con pinta 'e gil.
Juan Molina la ve trabajar a Ivonne y no puede reconocer en aquella mujer a su amiga. Con un grito sofocado, entona:
Dirás:
pa' qué revolver la daga,
por qué aguantar el ardor.
Quizás
meter el filo en la llaga
me deshaga de este amor.
Te vas
con el primero que paga
y a mí me mata el dolor.
Acompañado por la orquesta que toca en el palco un tango desgarrado, flanqueando su dolor las parejas que bailan en la pista, Juan Molina, desde su rincón de sombras canta:
Atornillao a mi mesa,
junando desde el oscuro,
clavándome los puñales me digo:
quién será esa
que cuando está de laburo
me llena el alma de males.
Y viéndola sonreír con una alegría insólita, conversando radiante con los desconocidos que se acercan a su mesa, Molina se pregunta dónde ha quedado aquella chica que le confesaba sus pesares, quién es la que, animada y sensual, regala carcajadas hechas de alegre champán.
Te veo y no sé quién sos;
dónde ha quedado la que era
de baile mi compañera.
Por qué este destino atroz
pasa el filo de la hoz
por mi breve primavera.
Ocultando su padecimiento infinito en el rincón más oscuro del cabaret, Molina se retuerce en su propio infierno cuando, al final de cada noche, Ivonne sale acompañada por alguno de aquellos vampiros que esconden sus colmillos lascivos debajo del ala del chambergo de fieltro.
La vida de Juan Molina pronto se redujo a la única hora en la que se encontraba con Ivonne; el resto era espera y angustia.
Juan Molina no hablaba con nadie. En su breve paso por el Royal Pigalle no hizo amistades. Apenas si cambiaba alguna palabra con sus compañeros de la troupe, los saludos de rigor con el personal y el escueto "gracias" resignado cada vez que André Seguin le daba el flaco sobre que contenía su sueldo. Muchos solían confundir su mutismo con aires de superioridad. Sólo Ivonne sabía que aquel silencio huraño era hijo de la más amarga de las frustraciones. A su magro salario, Molina tenía que restarle el veinte por ciento que se cobraba su representante, el tal Balbuena. Sabía que el contrato que había firmado con su "agente artístico" no tenía ningún valor legal, que bien podía negarse a pagar por un servicio que nunca había recibido y, llegado el caso, el mismo Seguin podría atestiguar que Balbuena no había hecho ninguna gestión para que su "representado" hubiese sido contratado. Pero además de la palabra empeñada, Molina se obstinaba en creer que su representante estaba ocupado en febriles negociaciones con tal o cual empresario del inaccesible mundillo artístico. En rigor, le estaba pagando por una promesa antes que por los servicios prestados. Por aquel entonces la existencia de Juan Molina estaba sostenida en unas pocas esperanzas inciertas.
– Es cuestión de paciencia, le estoy gestionando una audiencia con un empresario francés -le decía Balbuena, apretando la boquilla entre los dientes.
Por otra parte, André Seguin había descubierto que la única forma de retener a Molina dentro de las cuerdas del ring era manteniendo encendida la brasa de la ilusión.
– Tenga paciencia, Molina, usted es un hombre joven y canta como los dioses. La voz no la va perder. Ya le voy a arreglar el debut que se merece en el Armenonville o en el Palais de Glace -le decía el gerente palmeándole el hombro.
Pero la esperanza más esquiva, la que más se alejaba cuanto más cerca parecía estar, era la inasible promesa en la que se había convertido Ivonne. Juan Molina pensaba día y noche en Ivonne. Era su rostro pálido lo primero que evocaba el cantor al despertarse; durante el día esperaba la medianoche para verla. Entonces los minutos se convertían en horas y las horas en días. Apenas si se quedaba en el cuarto de la pensión, evitando la soledad que acrecentaba su ausencia. Molina salía a caminar sin rumbo intentando distraerse, se sentaba a tomar un café, encendía un cigarrillo y mientras más esfuerzos hacía para aventar la mariposa sombría de la añoranza, más pertinaz se hacía su ansioso aleteo. Nada había que no le recordara a Ivonne. En las volutas del humo y en la borra del café creía ver la suerte que el destino le habría de deparar junto a ella. En la silueta fugitiva de una mujer que pasaba al otro lado de la ventana, en un taconeo rítmico que súbitamente sacudía el silencio del bar, en las estelas de perfume francés que quedaban flotando en el aire, en el contoneo huidizo de una pollera, en todo cuanto lo circundaba, Molina encontraba el recuerdo de lo que quería olvidar. Y cuando se aproximaba la hora, mientras se cambiaba para salir a escena, todo se convertía en un trámite que apurara las agujas del reloj. Salía al escenario, daba su patética función, más concentrado en el tiempo que lo separaba de su anhelado encuentro que en el eventual contrincante que se le pusiera delante, terminaba el trámite con una brutal puesta de espaldas a su rival, se duchaba, volvía a cambiarse y se sentaba a la mesa del rincón más oscuro a esperar a que llegara. A las doce en punto, finalmente, la veía aparecer entre la bruma. Entonces la vida recobraba su sentido.
Así era la existencia cotidiana de Juan Molina. Hasta que una noche y sin que nada lo anunciara, Ivonne faltó a la cita habitual. Lo mismo sucedió el día siguiente. Y cuando se cumplió una semana de ausencia, Juan Molina creyó enloquecer de desesperación.