La existencia de Juan Molina es ahora una búsqueda desesperada. Sumido en el desconsuelo, sale sin rumbo a buscar a Ivonne. No sabe dónde vive; alguna vez le ha escuchado mencionar la calle Sarandí -o quizá Rincón, no está seguro-, en el barrio de San Cristóbal. Como un perro perdido, recorre Sarandí desde su nacimiento, en la avenida Rivadavia hasta el final rotundo en los paredones del Arsenal de Guerra, y luego vuelve por Rincón. Buscando un indicio, creyendo encontrar una señal en la puerta de algún inquilinato, en una prenda colgada de un balcón; de pronto se queda haciendo guardia en una esquina, fumando un cigarrillo tras otro, esperando verla entrar o salir. Y así, de pie, con una pierna flexionada contra un poste, el cigarro pegado a los labios, Juan Molina canta su amargura:
Qué profunda que es la angustia,
qué insoportable el dolor
de no saber qué te has hecho,
el bobo se escapa 'el pecho
cuando veo ese balcón,
aquel de las flores mustias,
el de los muertos capullos,
ahí en la calle Rincón
y ruego que no sea el tuyo.
Y ante la canción de Molina, los changarines del mercado Spinetto, que descansaban bajo el dosel de chapa, y las puesteras, que acababan de cerrar las tiendas, se contagian de aquella tristeza, abrazándose para bailar el tango desconsolado:
Si me hablaran las baldosas
de avenida Rivadavia,
si me dijeran qué cosas
han visto, de tu alma qué se hizo…
Te juro que me da rabia
haber estao tan otario
de no saber calle y piso
donde tu percha reposa;
A la súbita danza frente al mercado, se suman los camioneros y las mujeres que llegan con las bolsas de compras, mientras Molina canta:
si yo tuviera la labia
para apretar un rosario
y con el de arriba charlar
le daría cualquier cosa pa'
que vuelva el calendario
al día en que en el Pigalle
yo te tuve entre mis brazos.
Las últimas luces del día van cediendo la posta a los faroles. Debajo de ese tenue resplandor fantasmal, entre la bruma, la amable fauna del Spinetto acompaña bailando la pena del cantor:
Y ahora que cae el ocaso
en la calle Rivadavia,
sobre la ciudad tan triste,
lloran lágrimas de savia
los grisáceos paraísos
porque no escuchan tus pasos
taconeando contra el piso
desde el día en que te fuiste.
Cuando Juan Molina concluye su canción, las parejas se disuelven y cada quien vuelve a lo suyo.
Después de varias e infructuosas pesquisas, Molina terminaba yendo al café de Rodríguez Peña y Lavalle con la inútil esperanza de que apareciera, como solía hacerlo todos los miércoles. Por la noche, en el Royal Pigalle, indagaba cada vez con menos disimulo, preguntando a todo aquel que pudiera tener alguna información. Pero Ivonne no tenía amigos. Por toda respuesta obtenía un encogimiento de hombros. Una noche, al borde de la desesperación, se infundió coraje y decidió recurrir al único que, sin dudas, debía saber algo: André Seguin. Sin importarle nada, se plantó delante del gerente y le preguntó por Ivonne. Contrariamente a lo que esperaba, Seguin mostró un gesto compungido y afectuosamente posó su mano sobre el hombro de Molina. Con el corazón en la boca, el cantor no supo si quería escuchar la respuesta. El gerente lo condujo hacia la barra y en un tono paternal le dijo:
– Molina, yo sé lo que siente por esa mujer. Pero si me permite un consejo, le diría que se olvide.
Lo último que quería Juan Molina era escuchar una recomendación. Quería saber dónde estaba y correr a su encuentro.
– Lo único que le puedo decir es que por aquí no va a volver -resumió Seguin.
El cantor quiso que le dijera dónde podía encontrarla. El gerente sacudió la cabeza, volvió a palmear las espaldas apesadumbradas de Molina y se alejó.
Antes de perderse en la penumbra, se detuvo, giró la cabeza y repitió:
– Olvídese, hágame caso.
Molina, petrificado, creyó morir de desconsuelo.
Las noches en el cabaret se volvieron para Molina una repetida tortura. Al tormento de ver frustradas sus aspiraciones de cantor, a la ignominia de tener que exhibirse disfrazado sobre un ring circense, ahora debía agregar la ausencia de lo único que le ofrecía una ilusión. La mesa que ocupaba Ivonne quedó vacía como un triste recordatorio. Molina se había convertido en una sombra agostada de lo que fue. Sobre el escenario, aquella bestia de porte recio que cantaba su furia mientras demolía a sus contrincantes, ahora era un animal domesticado que mal podía esconder su desgano. Más flaco y desmejorado, sus compañeros de la troupe debían hacer esfuerzos ingentes para fingir que caían derrotados por el campeón. Los números de catch solían coronarse con la participación de algún espectador que se animara a desafiar al campeón. Por lo general Molina debía enfrentarse con gordos envalentonados por las burbujas del champán. Solía ser piadoso. Nunca lastimó a nadie. Con un par de llaves defensivas bastaba para dejarlos fuera de combate. Pero, cierta vez, André Seguin vio con preocupación cómo un amateur de mediana estatura, que en otro momento no hubiese durado más de treinta segundos en pie, estuvo a punto de derrumbar a Molina. Esa misma noche, el gerente citó a Juan Molina a su despacho. Mientras se duchaba, Molina no tenía demasiadas dudas sobre el motivo de la citación; trabajo no habría de faltarle, se dijo, y en última instancia, sabía que las puertas del astillero estaban todavía abiertas para él. Y quizá fuese mejor así; si el cabaret se había convertido en su muro de los lamentos, tal vez abandonar el ámbito del Pigalle habría de ayudarle a olvidar a Ivonne.
Esperando escuchar lo que imaginaba, Molina se sentó cabizbajo al escritorio frente a un inexpresivo André Seguin.
– Molina… -titubeó el gerente buscando las palabras más adecuadas-, las cosas no van bien, usted lo sabe.
El luchador asintió sin mirar a su interlocutor.
– Créame que lo lamento, pero esto así no puede seguir. No me sirve a mí ni tampoco le sirve a usted.
Molina quería que Seguin se ahorrara el prólogo.
– En este estado usted no puede seguir luchando.
Tuvo el impulso de levantarse en ese mismo instante e irse.
– Creo que lo mejor sería que se aleje del Pigalle por un tiempo…
Juan Molina sabía el significado protocolar de la frase "por un tiempo".
– Estuve pensando que tal vez sería bueno cambiar un poco de aire.
El gerente guardó un prolongado silencio y finalmente sentenció:
– Quiero que cante en el Armenonville.
El cantor tardó en comprender el significado de aquellas breves palabras.
– El sábado próximo, si está de acuerdo, podría ser la fecha del debut.
Molina levantó la cabeza y fijó su mirada en los ojos de André Seguin con una expresión desorbitada, como si acabara de recibir un cross a la mandíbula. No supo qué decir. No supo qué pensar. Sintió una dicha tan inconmensurable como ajena, como si aquello le estuviese sucediendo a otro y él no fuese más que un testigo involuntario. Entonces descubrió que no cabía en su espíritu ni un ápice de felicidad.