Desmoronado sobre el sofá del salón, Molina detuvo el derrotero de sus ojos sobre el cuchillo que descansaba de su macabra tarea paralelo al cuerpo de Ivonne. Era un cuchillo pequeño, de hoja corta y mango de madera. El rojo de la alfombra y el de las cortinas, el rojo de la camisa japonesa y el rojo del tapizado de los sillones, sumado al rojo titilante que entraba por el ventanal, irradiado por el cartel de neón, disimulaban la sangre desparramada por todo el cuarto. Tal vez por ese motivo, el cantor no había notado al entrar el horrendo reguero que había salpicado todo. Miró sus manos y su ropa, y descubrió que en el interminable adiós del abrazo se había manchado íntegro. De pronto pensó que si en ese mismo momento entraba alguien, hecho probable por otra parte, la primera impresión que habría de formarse no dejaría lugar a dudas: la mujer muerta sobre la alfombra, el arma displicentemente tirada junto al cuerpo y un hombre empapado en sangre. Sin embargo, se deshizo rápidamente de aquella ocurrencia. No le importaba. El mundo acababa de desmoronarse, no había un después ni un mañana. No albergaba otro sentimiento más que el dolor. Iba a llamar a la policía. Pero no ahora. Ya habría tiempo para ocuparse de todo lo demás. No era el momento para pensar en los trámites. Él mismo habría de disponer los medios para que tuviera cristiana sepultura. Pero ahora quería rendirle aquel íntimo homenaje en soledad. Afuera había empezado a llover. Volvió a hacer un recorrido sumario en torno al salón, buscando los indicios del día que estaba llegando a su fin, como si quisiera reconstruir las últimas horas de Ivonne; con quién había estado, qué había hecho. Entonces, casi por casualidad, sobre la mesa rinconera que estaba detrás de él, vio un objeto que le era familiar: un Ronson dorado, en cuya superficie se leían las iniciales de su dueño: C.G; el mismo encendedor con el que tantas veces lo había visto jugar, haciéndolo girar entre sus dedos. El mismo Ronson de oro que solía dejarse olvidado y que tantas veces él, Molina, había rescatado de la mesa de algún restaurante cuando Gardel llevaba puesta alguna copa de más. Como para confirmar la secuencia, sobre la mesa ratona había una copa vacía junto a una botella de Cliquot, el único champán que tomaba Gardel, y que él mismo se ocupaba de que no faltara en aquel departamento. Desvió la mirada. No quiso seguir pensando. Escuchaba cómo las gotas de lluvia chocaban y se evaporaban al contacto con el neón del cartel. Si Molina hubiese estado en condiciones de hacer conjeturas, no le habría sido difícil deducir que Gardel había estado en la casa. Y, probablemente, quiso evitar que alguien se enterara de su visita. De hecho, cuando Gardel decidía llegarse hasta el departamento, si el propósito era encontrarse a solas con Ivonne, antes llamaba por teléfono para asegurarse de que no estuviera ninguno de sus amigos; algunas veces le pedía a Molina que lo pasara a buscar con el auto y lo llevase hasta el pisito de la calle Corrientes. En esas ocasiones se disculpaba con Molina, rogándole que lo esperara afuera para que pudiera estar a solas con Ivonne. Por lo general se quedaba un par de horas, bajaba con una inocultable pesadumbre, entraba rápidamente en el auto y, finalmente, le decía a Molina que lo llevara de vuelta a su casa. Durante los últimos tiempos Gardel no podía disimular cierto disgusto. Viajaban en silencio. Fumaba sin pronunciar palabra. Una sola vez, visiblemente irritado -cosa realmente infrecuente-, cerró violentamente la puerta del coche y, como para sí, musitó:
– Esta mina me va a volver loco.
Luego de estas visitas furtivas, cuando Molina volvía al departamento, encontraba a Ivonne llorando sin consuelo.
También podía suceder que Gardel fuera al bulín del Francés a encontrarse con sus amigos. Y era entonces que Ivonne se encerraba en el cuarto. Por lo general se quedaban hasta la madrugada jugando a las cartas o a los dados. Solían apostar fuerte y, aunque lo disimulaba, a Gardel no le gustaba perder. Tal vez el juego era el punto más débil del Zorzal. Parte de la fortuna que había ganado en París y Nueva York la había perdido en el hipódromo de Palermo. Muchas veces se había prometido no volver a pisar los circuitos del turf. Durante esos breves períodos, suplía la pasión por los caballos con el consuelo del póquer o del cubilete. Sea por la razón que fuere, cada vez que iba al departamento, siempre llamaba antes a Molina para que lo pasara a buscar y lo llevara. El encendedor y la botella de Cliquot eran una prueba irrefutable de que Gardel había estado en el bulín. Pero por alguna razón no había llamado a Molina.