Juan Molina nunca pudo precisar el tiempo que había pasado desde que se quedó profundamente dormido, abrazado al cuerpo de Ivonne, hasta que despertó en un cubo de dos metros de lado, maloliente y húmedo. Levantó la vista y vio un ventanuco enrejado desde cuya negrura entraba un viento helado. Trató de incorporarse pero, como si le hubiesen amputado las piernas, se desplomó como un peso muerto. Movió los pies rotando los talones, intentando restablecer la circulación, y descubrió que los zapatos estaban despojados de sus cordones. Tampoco llevaba puesto el cinturón ni la corbata. Un dolor intenso le hacía latir el arco superciliar, el ojo y el pómulo izquierdos. Se tomó la cara con las manos y, cuando se miró las palmas, pudo comprobar que tenía sangre a medio coagular. Respiró profundamente y entonces sintió como si le hundieran una vara de hierro entre las costillas. Se levantó la camisa y vio un rosario de hematomas que le surcaba el tórax y el vientre. Unos aguijones punzantes le recorrieron las piernas, hasta que, poco a poco, empezó a recuperar la sensibilidad. Con dificultad, consiguió ponerse de pie; se asomó a la pequeña ventana horizontal, pero todo lo que vio al otro lado fue la pared de ladrillo desnudo de un pasillo en penumbras. La puerta del cubículo era una plancha de metal remachado en cuyo centro había una abertura del tamaño de la boca de un buzón. Se agachó y cuando miró por aquella rendija, descubrió unos ojos negros que lo estaban escudriñando.
– ¿Durmió bien el señor? -dijo una voz tras la puerta.
Molina intentó hacer memoria. Pero el último acontecimiento que recordaba era el íntimo velatorio de Ivonne. Tenía sed. Una pasta viscosa, casi sólida, hecha de saliva y sangre, le resecaba el paladar y la lengua. Tuvo el impulso de escupir, pero era tanta la sed, que se tragó aquella suerte de argamasa acre como si fuese agua de manantial.
– ¿El señor desea beber algo? -dijo una boca que se movía tras el resquicio de la puerta, allí donde antes estaban los ojos.
Juan Molina asintió con la cabeza sin entender del todo. Lo único que había comprendido claramente era la palabra beber. Escuchó un tintineo de llaves y luego el estruendo de un pasador golpeando contra el tope. La puerta chirrió sobre las bisagras y se abrió dejando ver la obesa figura de un policía. Antes de que pudiera articular palabra, Molina sintió que lo tomaban de los pelos y lo arrastraban por un pasillo. Estuvo a punto de desvanecerse nuevamente, cuando de pronto lo arrojaron sobre una silla. Ni bien apoyó su doliente columna contra el respaldo, tuvo la impresión de estar apoltronado en un mullido sofá. No quiso cerrar los párpados cuando, frente a sus ojos, encendieron una lámpara; fue como si un sol de mediodía le devolviera el calor que había perdido en la celda. Pero el descanso dura poco: un puñetazo en el mismo ojo que tiene lastimado lo sustrae de su breve placidez. Cree distinguir la silueta de tres personas tras el foco. Cree entender que lo están interrogando. Cree ver que, entre pregunta y pregunta, pasan una jarra con agua muy cerca de su boca. Pero estas no son más que percepciones inciertas y difusas. Uno de los policías, a quien reconoce como tal cuando lo tiene a pocos centímetros de la cara, le acerca el bigote al oído y le canta con un falsete burlón:
Ahora sí vas a cantar
como tanto lo buscaste,
andá templando el garguero
o de este sucio agujero
nunca más vas a olivar.
Que la voz no se te empaste,
hoy te espera una ovación,
este no será el Colón
pero sabrás disculpar…
Cuando termina de entonar las primeras estrofas, el policía de bigotes descarga sobre el párpado de Molina un golpe de cachiporra brutal y, hecho esto, se aleja un paso para dejar el lugar a su compañero:
El público espera ansioso
tu tanguera confesión,
mejor no te hagás rogar
o en este mugriento pozo
vas a quedarte a torrar.
Prepará la partitura,
imagínate una orquesta
que hoy me quiero deleitar,
mirá que es cruel la tortura
en esta sala que apesta
si te negás a cantar.
Ambos policías hacen un breve silencio, le acercan la lámpara un poco más y, viendo que el interrogado se niega a hablar, mientras uno le aprieta la garganta cortándole la respiración, el otro le retuerce los testículos, a la vez que cantan a dúo:
Sabe que en este escenario
ha pasado cada artista
que no ha querido entonar
y por hacerse el otario
ahora se encuentra en la lista
de la morgue judicial.
Dale, larga la canción
que este público lo exige,
no nos hagas esperar
y danos tu confesión
porque es como te lo dije:
esta vez vas a cantar.
De haber podido hablar, Juan Molina hubiese dicho lo que sus inquisidores querían escuchar. Alguien dejó caer sobre sus labios tres gotas de agua; Molina las buscó con la lengua, temiendo que rodaran desde las comisuras y escaparan de su boca. Antes de que pudiera paladearlas, al solo contacto con la piel, habían sido absorbidas como si su boca fuese un terrón seco y resquebrajado. Y otra vez, las mismas preguntas, cuyo sentido no alcanzaba a entender. Hubiese querido que le pegaran del otro lado, en el otro ojo pero, igual que los boxeadores que buscan acrecentar la herida del contrincante, volvían a descargar los golpes en el ojo izquierdo que ya se le había cerrado por completo. Se desvanecía y, tan pronto como perdía el conocimiento, le mojaban la cara para arrancarlo del descanso que otorga el desmayo y volvían a la carga. Los dos policías, viendo que Molina no podía hablar, decidieron cambiar la táctica. Le limpiaron las heridas con una toalla húmeda, lo recostaron sobre un sillón y, finalmente, le dieron de beber. Poco a poco el universo comenzó a cobrar forma. Las caras, los objetos, el tiempo y el espacio empezaron a acomodarse. Pese a que veía con un solo ojo, Juan Molina entendió que estaba en una comisaría. Le extendieron un cigarrillo encendido; fumó con un placer hasta entonces desconocido. Pese a los tormentos, mientras sostenía con una mano el vaso con agua, no pudo evitar un sentimiento de gratitud irracional hacia aquellos mismos que lo habían molido a golpes. Sólo entonces descubrió que bajo el vano de la puerta, apoyado contra el marco, con una pierna recogida sobre la madera y el sombrero volcado hacia la frente, había un tercer hombre que presenciaba la escena. En ese mismo momento, al sentirse interrogado por la mirada tuerta de Molina, el tipo se acercó.
– Soy el doctor Barrientos -dice, al tiempo que le tiende la mano-, ¿tiene un abogado? -le pregunta con desidia, como si ya conociera la respuesta.
Molina se limita a negar con la cabeza.
– Ahora lo tiene, soy su defensor de oficio -le dice y, mientras abre un portafolios, empieza a cantar:
Dejame que me presente,
yo soy el doctor Barrientos,
abogado defensor
de pobres, giles y ausentes,
quizás haya otro mejor
pero vos no tenés vento
para garpar un bufete;
no te queda alternativa
que te atienda un servidor.
Del portafolios extrae unos papeles y una lapicera que deja sobre las rodillas de Molina, mientras le explica su táctica de defensa:
Yo que vos me planto en siete
y voy tragando saliva
porque viendo el expediente
son malas las perspectivas.
Te lo bato bien de frente:
(no lo digo por ortiva)
si me pedís la opinión
o te declarás demente
o firmás la confesión.
Para convencerlo, el abogado enlaza la lapicera entre los dedos yertos de su defendido y lo insta a firmar mientras canta:
Te lo digo de una vez,
si te interesa tu suerte,
para endulzársela al juez
te cargás con esa muerte
pa' que te bajen la pena.
Es la única salida:
una liviana condena
o encanao toda la vida.
Si su abogado defensor había presenciado sin inmutarse aquel interrogatorio, Juan Molina no quiso imaginarse al que habría de ser su fiscal. De todos modos, ayudado por el firme pulso de su abogado, Juan Molina firmó la confesión que descansaba sobre sus rodillas. Hecho esto, el doctor Barrientos sonrió y palmeó las doloridas espaldas de su cliente.