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Dueña de todas las miradas, Ivonne entra al salón del Royal Pigalle. Nadie puede sustraerse a su andar ondulante, a su estatura magnánima, a su figura de espiga mecida por el viento. Sus piernas delgadas e interminables, cubiertas por unas medias de red, escapan desde el tajo del vestido perfectamente ceñido al cuerpo. Sus ojos azules iluminan la penumbra del salón. Camina sin mirar a nada ni a nadie. Y cuanto más grande es su indiferencia, mayor es el interés que suscita. Como si de pronto hubiese desaparecido el resto de las mujeres, los hombres se codean y comentan torciendo la boca. Camina hasta una de las mesas, se sienta, cruza una pierna sobre la otra y enciende el cigarrillo que está al final de una boquilla nacarada e infinita.

André Seguin queda deslumbrado como si la viera por primera vez. Se felicita por su adquisición. Los hombres, intimidados, ni siquiera se atreven a acercársele. Un engominado con aires de dandy que está acodado en la barra toma coraje vaciando de un sorbo su vaso de whisky, se frota los bigotitos y se para frente a la mesa de Ivonne. La mujer lo mira como si fuese un objeto molesto que de pronto le hubiera eclipsado el paisaje de la pista de baile. Desafiando el desprecio, el tipo le hace un cabe-ceo que pretende ser rudo. Ivonne ni siquiera se molesta en dibujar un gesto de fastidio, como si el galán no existiera, como si fuese de vidrio. El hombre carraspea, mira de reojo a uno y otro lado y vuelve a su lugar rogando que nadie haya presenciado la humillación. El gerente, que ha visto la escena, se encamina a la mesa donde Ivonne fuma como si nada hubiese ocurrido y, con una sonrisa pour la gallerie que oculta su azorada indignación, le hace saber que no es forma de tratar a los clientes, que no puede permitirse el lujo de seleccionar, que ese hombre al que ha despreciado es dueño de una fortuna que ni él podría calcular. La mujer, impertérrita, sin sacar la mirada de la pista de baile, le dice:

– Si estuviera en condiciones de seleccionar, jamás me hubieras tocado un pelo. Puedo acostarme con quien sea, puedo meterle la mano en la bragueta al que me pidas. Pero no voy a bailar con cualquiera, por más fortuna que tenga.

André Seguin la mira asombrado. Es inútil que Ivonne le explique lo inexplicable, que aquellos eternos tangos que durante su cautiverio sonaban desde la vitrola fueron lo único que la mantuvo entera. De nada serviría hacerle entender que aquella voz que una y otra vez cantaba "Volver" fue la que la salvó de la desesperación. Estaba dispuesta a entregar su cuerpo a quien fuera, pero a bailar, no. El tango tenía para ella un valor casi religioso. Había aprendido a bailarlo con sus compañeras de infortunio y, durante todo aquel tiempo del cautiverio, trató de imaginar el rostro de aquel que desgranaba "El día que me quieras". Aprendió a hablar el castellano descifrando las estrofas de "Caminito" y "Amores de estudiante" y solía confundir la "ere" con la "ene", igual que aquel que, desde la bocina de la fonola, decía "golordrina", "sertimertal" y "abardonado".

André Seguin, sin dejar de sonreír, le explica que bailar el tango es el prólogo, el aperitivo que endurece la bragueta y ablanda el cuero de la billetera. Es la regla. Evidentemente, André no ha entendido; entonces Ivonne se incorpora, lo mira al gerente desde su estatura, se llena los pulmones de aire y tabaco, y comienza a cantar:

Puedo mi cuerpo entregar,

puedo mis labios vender,

pero señores no pidan

lo que no compran los mangos;

no esperen que baile el tango,

lo llevo bajo la piel,

ahí donde anida el alma.

Como magnetizados por la voz y la figura de Ivonne, empieza a formarse un tumulto de hombres que, indiferentes a la letra, no hacen más que cabecearla, saltando uno sobre el hombro del otro para hacerse notar.

Podrá el bacán manosear

las guampas de esta mujer

pero no vaya creer

que me va sacar un corte,

una quebrada o un ocho,

lo juro por el morocho,

el único al que soy fiel.

Ahora son más los que se acercan a Ivonne acosándola e intentando sacarla a bailar de prepo. Pero cada vez que uno pretende tomarla por la cintura, se gana un empujón displicente. Girando sobre su propio eje, Ivonne se deshace de los acosadores levantando sensualmente una pierna y, apoyando la suela de su zapato contra el abdomen del molesto de turno, lo separa con tal impulso que va a parar al suelo.

Podrán mi boca besar

y hasta en mi escote perderse,

pero ni en sueños pensar

que van a poder bailar

ni tan siquiera atreverse.

Podrán calarme la enagua

o extraviarse en mi pollera,

pero no habrá calavera

que me robe una milonga;

más fácil que saque agua

de una seca salitrera.

Ante la sensual resistencia de Ivonne, los hombres que se arremolinan en torno de ella terminan bailando entre sí, formando figuras ridículas hasta la humillación.

Tango que vos me salvaste

en el momento más cruel,

que el idioma me enseñaste

en el sórdido burdel,

te lo juro por mi vida,

te lo juro por Gardel,

que aunque no tenga salida

siempre voy a serte fiel.

No bien termina su canción, la horda que baila a su alrededor se disuelve y cada uno, avergonzado y disimulando, vuelve a su mesa.

Otra vez a solas con André, Ivonne le dice que no se preocupe, que ella tiene sus propias reglas. Entonces las pone en práctica. Aplasta la colilla del cigarrillo con la punta filosa del taco, se pone de pie y camina hasta la barra. Se para frente al primer tipo que la había sacado a bailar y André ve cómo le dice unas palabras al oído.

Luego observa de qué forma lo toma de la mano y lo conduce hacia el ángulo mas oscuro del salón. Ahí, arrinconándolo contra la pared, lo besa. André cree ver la lengua de Ivonne recorriendo los labios boquiabiertos del tipo. Vuelve a musitarle unas palabras al oído, gira sobre sus talones, vuelve a la mesa, se pone el abrigo sin siquiera mirar al gerente y va a buscar a su galán que ha quedado petrificado contra la pared. André ve cómo atraviesan el salón rumbo a la salida y se pierden escaleras abajo.

Había pasado una hora cuando el gerente la vio volver sola. Se sentó a la misma mesa como si llegara por primera vez, espléndida y radiante. La escena volvió a repetirse cuatro veces. Cuatro veces se negó a bailar. Cuatro veces salió acompañada y cuatro veces volvió sola. Cerca de la madrugada fue hasta la oficina de André, abrió la cartera y arrojó sobre la mesa una enorme bola de billetes arrugados. Sin poder salir de su estupor, el gerente ordenó aquel bollo de papeles multicolores, agrupándolos según sus denominaciones y, ante el desconcierto, volvió a contar. No se había equivocado: tres mil doscientos pesos. La misma cifra que hacía la mejor de sus chicas en una semana. De acuerdo con lo convenido, André separó el veinte por ciento y se lo dio. Por primera vez en su vida se sintió un miserable. Pero pudo más la felicidad. Ivonne guardó los billetes y se despidió con un escueto:

– Hasta mañana.

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