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Cuando terminaba su número bochornoso, Juan Molina veía desde las sombras cómo, de a poco, se iba renovando el público. Los tempraneros asistentes de la sección vermut, que se extendía desde las siete hasta las nueve, iban dejando sus lugares a la fauna de la noche. Conforme las parejas jóvenes y los matrimonios añosos iban abandonando la sala, las mesas empezaban a poblarse de habitués con aires de gigolós, dandis frusleros y play boys copiados de las revistas. Después de la media noche llegaban los bacanes en serio. Entonces, sí, empezaba a correr champán del bueno y tabaco inglés. La orquesta circense daba paso a los músicos de verdad, aquellos que alternaban París con Buenos Aires. Y llegaban las mujeres. Las francesas de Francia y de las otras. Emperifolladas con alhajas dignas de princesas, dueñas de una perfidia cuidadosamente estudiada según la ocasión, las faldas por encima de las rodillas y las ínfulas más altas que las plumas que coronaban sus sombreros.

En la media luz del alegre desenfreno, los reunió la desdicha. Tal vez no fuera la primera vez que Ivonne y Molina se veían en el Royal Pigalle, pero se hubiese dicho que acababan de descubrirse, como si de pronto hubieran Acordado, sin advertirlo, que sus destinos ya se habían cruzado en dos oportunidades. Por primera vez Ivonne conjeturó en Molina algo más que un luchador. Por primera vez Molina vio en Ivonne algo diferente de una prostituta. Como dos almas extraviadas que se adivinan solitarias en la penumbra y se reconocen de sólo verse cual si se enfrentaran a un espejo, ni bien se descubrieron supieron que sus destinos estaban señalados por un mismo y misterioso índice. No se hablaron. Primero se sorprendieron viéndose a través del fondo de las copas. Después cambiaron unas miradas fugitivas; finalmente sus ojos se encontraron con franqueza y no se separaron durante un tiempo incalculable. Como si de pronto todo hubiese desaparecido en torno a ellos, como dos náufragos que se hallaran en medio del océano y, aun sabiendo que no habrían de salvarse, se abrazaran para no zozobrar en soledad, así, con la misma alegre desesperanza, se miraron durante una eternidad. Y lo supieron todo. Molina supo que detrás de aquellos ojos hechos con el azul turquesa del Mediterráneo, debajo del rouge bordó que dibujaba un corazón" partido, había un dolor tan extenso como la distancia que la separaba de su tierra. Sin quitarle la mirada de encima, sin pronunciar una sola palabra, con un silencio lleno de música, sentado a su mesa, Juan Molina le canta con los ojos una canción que sólo ella puede escuchar:

Como un ciego te adivino en la penumbra

escondiendo una pena mayor que tu edad

detrás de la copa clara, efervescente,

de un champán frapé.

Tu pelo de cobre mi tristeza alumbra

y se hace menos honda mi honda soledad;

como un ciego te adivino entre la gente

y me vuelve la fe.

Igual que tus ansias las mías se herrumbran,

nos une una estrella sin luz ni piedad,

nos juntó un destino cruel, indiferente,

y nos dejó fané.

Nadie diría que ese hombre solitario que fuma en silencio, en realidad está cantando. Salvo Ivonne. Ivonne le devuelve una mirada cargada de gratitud y con ese mismo lenguaje que solamente ellos saben hablar, sin mover un solo músculo de la cara, ella le contesta con la misma silente melodía:

Como a tientas te adivino entre las sombras

ocultando en el humo tu herido pudor

y tras la cortina de tu cigarrillo

descubro un espejo,

un cristal quebrado que asusta, que asombra,

al ver en tu imagen mi propio dolor.

Yo sé que en tus ojos despuntan dos brillos

y en ese reflejo

tus lágrimas mudas me llaman, me nombran

y me dan un poco de fraterno amor.

Nos une el albur de los conventillos

donde los anhelos han quedado lejos.

Y entonces, aquella sorda confesión se convierte en un pacto. Ambos silencios se suman y, formando un dúo de mutismo, cantan a voz en cuello sin emitir un solo sonido:

No quiero que me hables,

dejame que sueñe

que tengo un hermano

en tus ojos amables;

por más que me empeñe

en tenderte la mano

quedate en tu mesa

junando en la sombra,

umbrío y silente

fumá tu tristeza,

y gastando la alfombra

que baile la gente.

Sin pronunciar palabra, Juan Molina se incorpora, sale de su madriguera de vergüenza, camina resuelto y, cuando está a dos pasos, sin dejar de clavarle una mirada filosa como un puñal, le hace un cabeceo conminatorio. Con el mentón en alto y sin bajar la vista, como una fiera a medio amansar, un poco en contra de su voluntad, la mujer obedece. Por primera vez obedece. Desde el palco de la orquesta bajan los acordes de "La copa del olvido". Ivonne se pone de pie revelando su figura de espiga, las piernas largas, interminables, que se desnudan por momentos bajo el tajo de la falda. Cuando están frente a frente, Molina la toma por la cintura y aprieta la mano de ella contra su pecho. Por primera vez Ivonne acepta bailar. Se abrazan como quien se aferra a un anhelo. Ninguno de los dos dice una sola palabra. Al principio ella parece ofrecer una resistencia sutil y estudiada. Lo está probando. Entonces Juan Molina la atrae hacia él y la va dominando con la diestra, ordenándole cada quiebre, cada giro. Se miran desafiantes. Se miden. Pero Molina hace su voluntad, obligándola a los caprichos de sus cortes y quebradas.

Bailaron durante un tiempo que pareció eterno. Hasta que el hombre decidió que era suficiente. Cuando terminó la pieza la separó de su cuerpo, hizo un gesto con la cabeza que pudo ser un "gracias" o una expresión de triunfo. Luego se alejó hacia su refugio de sombras con la convicción de que la tenía en la palma de su mano. No sabía cuánto se equivocaba.

La mujer volvió a su mesa y Molina pudo ver que tras ella fue el gerente, André Seguin. Sin pedir permiso se sentó junto a la mujer, encendió un cigarrillo y la increpó con indignación, visiblemente ofuscado. Ella miraba hacia otro lado, hacia ninguna parte, provocando en su patrón una furia creciente. Cuando dio por finalizado el sermón, que Molina no llegó a escuchar, se levantó de la mesa y miró al luchador con unos ojos hechos de veneno. Era una advertencia. Al rato el gerente volvió acompañado de un hombre que vestía como un magnate. Con una sonrisa artificial, André Seguin le presentó ampulosamente a la mujer, cambiaron unas palabras; luego los dejó solos y, por fin, subrepticiamente, "Su Excelencia" le tendió la mano, invitándola a que se incorporara. Con expeditiva amabilidad, el hombre la ayudó a ponerse el abrigo y se retiraron rápidamente. Antes de salir, Ivonne le dedicó la última mirada a Molina.

A partir de aquel primer baile, la escena se repitió durante las noches siguientes. Molina esperaba en su mesa la llegada de Ivonne. A las doce, ni un minuto más ni un minuto menos, ella aparecía, siempre deslumbrante, desde la escalera. Contoneaba su figura espigada desfilando sobre el alfombrado rojo y ocupaba su mesa, la misma de siempre. Sentados frente a frente, iniciaban el ritual de las miradas. Jamás se dedicaron una sonrisa. Nunca un gesto amable ni mucho menos un saludo. Cuando la orquesta empezaba a tocar, Molina torcía la cabeza y, como respondiendo a la orden del amo, Ivonne se levantaba de su silla, caminaba hasta la pista y esperaba a que él llegara para abrazarla. Y así, sin hablar, Molina cantaba sus confesiones y recitaba sus anhelos:

No quiero saber tu nombre,

no quiero escuchar tu voz;

por qué romper con chamuyo,

melena de cobre,

el ronco murmullo

de aquel bandoneón.

Aferrao a tu talle de espiga

no hace falta que me digas

lo que bate tu mirada,

lo que grita el corazón

cuando lo siento en mi pecho.

No quiero que digas nada

que me quite la ilusión,

con que bailes estoy hecho;

una vuelta, una sentada

dicen más que el más bocón

y tus tacos al acecho

listos para la quebrada

hablan como una canción.

Y otra vez, formando un coro que sólo ellos dos podían escuchar, cantaban:

Yo sé que andamos maltrechos

entre la paré y la espada

pero ha de haber salvación

pa' no colgarnos del techo

si es que el destino se apiada

y nos junta en el salón

pa' bailar sin decir nada.

Bailaban tres o cuatro piezas, se separaban y cada cual volvía a su mesa. Entonces llegaba algún bacán ataviado de smoking, invitaba a la mujer con una copa de champán y luego se iban juntos rápida y discretamente.

Y así, todos los días, Juan Molina hacía su número de catch mientras cantaba sus anhelos trenzado en lucha con los sucesivos integrantes de la troupe. Más tarde diluía su vergüenza con unas copas de whisky barato, esperaba que llegara su silenciosa compañera y bailaban sus mudas confesiones. Temían que una palabra rompiera de pronto el ensalmo que los unía noche tras noche, que una conversación franca deshiciera el idilio construido a fuerza de un callado esmero. Querían conservar aquella entrañable amistad nacida de ese mudo lenguaje que nadie más que ellos podía entender. Como si la pista de baile fuese un islote en medio del océano tormentoso de sus existencias, sus cuerpos se aferraban desesperados y se separaban dolidos por el deseo largamente contenido. Pero sabían que el torrente de las pasiones algún día habría de salirse de su cauce. Y ese día llegó.

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