Ivonne se había mudado del conventillo en el que vivía con las demás chicas. Ahora ocupaba un cuarto en una pensión cercana al mercado Spinetto. Solía pasar las noches en el Hotel Alvear, adonde prefería que la llevaran sus clientes y, como una reina que abdicara todas las mañanas, volvía a su modesta cama de una plaza. Dormía durante el día y, a la noche, otra vez convertida en Su Majestad, iba para el cabaret. Pese al dinero que producía con su delgada humanidad, todavía no podía darse el lujo de alquilar un departamento. No porque no ganara lo suficiente, sino porque André Seguin se lo administraba con cautela. La mesura del gerente no obedecía, desde luego, a velar por los intereses de su protegida; al contrario, cuidaba su mina de oro. André se enfrentaba a un dilema: si aflojaba demasiado la cuerda y le pagaba puntualmente su veinte por ciento, corría el riesgo de que un buen día quisiera independizarse y lo abandonara. Si, en cambio, tiraba excesivamente de la cuerda y le pagaba con cuentagotas, el peligro era que se la arrebatara la competencia. De modo que tenía que ser prudente. Era un hecho cierto que ninguna de ambas alternativas resultaba tan sencilla. En sus veinte años en el negocio solamente dos de sus chicas habían intentado escaparse de su generosa protección. A una recuperó a los pocos días después de una breve discusión con los muchachos de un cabaret del sur; apenas un fugaz cambio de balas sin que la sangre llegara al río. La otra fue demasiado pretenciosa, había ganado mucho y tuvo la peregrina idea de poner su propio negocio. Pero no pudo contar su corta experiencia cuenta-propista: al día siguiente de que alquilara un coqueto departamento en Balvanera apareció flotando en el Riachuelo. No era fácil escapar del largo brazo de la organización Lombard. Y la deslealtad se pagaba caro. De todos modos, para qué ganarse problemas, se decía André, considerando la fortuna que le dejaba su nueva protegida. Podía concederle algunos caprichos, como que se negara a bailar. Pero tampoco podía dejar que las excentricidades se convirtieran en rebeldía. Y desde el primer día el gerente supo que Ivonne no era precisamente una chica dócil.
Por entonces todos creían que Ivonne era francesa. Ni siquiera las auténticas papirusas -mote que recibían las polacas por la forma en que nombraban al cigarrillo- sospechaban que aquella mujer pérfida y altiva era una compatriota. Una papirusa, por muy bella que pudiera ser, cobraba, en el mejor de los casos, la cuarta parte de lo que costaba una puta francesa. Ivonne jamás aceptó recibir consejos de las más experimentadas, no tenía amigas ni confidentes y casi no hablaba con nadie. No porque fuese la chica desdeñosa y arrogante que aparentaba, sino que aquel era su modo de hacerse la ilusión de que ella era otra cosa. Pese a que ya había perdido toda esperanza de convertirse en cantante, se resistía a verse a sí misma sólo como una prostituta.
Entre las putas existía una suerte de dogma inquebrantable: jamás había que besar a un cliente. El beso era el símbolo del amor y el nombre del amor no se debía ensuciar ni mezclar con el trabajo. A Ivonne siempre le resultó un precepto cuanto menos vacuo. Además de los servicios más frecuentes, podían hacer las cosas más repugnantes y escatológicas que cualquiera pudiera imaginar, podían someterse a los caprichos y excentricidades de los clientes, pero besar, jamás. De hecho, si fuesen alternativas excluyentes, el sentido común indicaría que el beso era la más tolerable de las opciones. Desde el principio Ivonne quebrantó esta vieja máxima. Y este era, precisamente, el secreto de su éxito. Sus clientes recibían el calor de su lengua, la hospitalidad de sus labios, las palabras que esperarían de una amante y se creían únicos y privilegiados. Ivonne les despertaba un sentimiento de redención. Esa chica hermosa, frágil y cariñosa como una novia, no podía ser una puta. Y era entonces cuando mordían el anzuelo. En realidad, lo único que quería Ivonne era evitar el suplicio de que un desconocido se metiera entre sus piernas y transpirara su lascivia sobre su cuerpo. Y había descubierto que el sencillo acto de besar muchas veces la había liberado de aquel tormento. Sus compañeras tomaban esto último como una verdadera traición al oficio y un acto que las ponía en desventaja. Por otra parte, la actitud solitaria de Ivonne solía ser entendida como una actitud de soberbia. Y, ciertamente, no le perdonaban haberse convertido en la favorita del gerente.
Hasta que un día las chicas se le plantan para poner los puntos sobre las íes. Forman un círculo intimida-torio alrededor de la delgada persona de Ivonne y, con el fondo de una milonga, la más veterana la increpa:
Te creés que porque francesa
hay que rendir pleitesía,
que hay que besarte los pies.
No sé qué ven los chabones,
qué gualicho les hacés
pero pierden la cabeza
y los bolsillos vacían
cuando batís en francés.
Y mientras se estrecha el círculo, una que porta una delantera que mete miedo, con un gesto desafiante toma la palabra:
Yo no sé lo que te han visto
si tenés menos pecheto
que puchero de verdura
y hasta menos carnadura
que la que tenía Cristo.
Será que verte da pena,
será que al bacán conmueve
ver tan flaca Magdalena
de raquítica factura,
que a la caridad los mueve.
Una tercera, bien entrada en carnes, se abre paso entre las demás y con una sonrisa amenazadora entona:
Decime qué les hacés,
confesame tu secreto,
si un fósforo parecés,
palito 'e roja cabeza,
no te queda ni esqueleto;
será que tu gran proeza
es chamuyar en francés
y cantar la Marsellesa.
Lejos de intimidarse, Ivonne se incorpora de la banqueta de la barra, levanta el mentón y, haciendo valer su estatura, examina a su corpulenta desafiante de arriba abajo y le contesta:
Sentate, no te agites,
me doy cuenta que estás gruesa,
no perdás las ilusiones,
que no baje tu moral,
todo llega aunque se tarda,
podrías ser reina e' belleza
y ligarte unas cocardas
allá por los corralones
de la Sociedad Rural.
Entonces, viendo que Ivonne no se amedrenta, las chicas le cantan a coro:
Es un viejo mandamiento
de las chicas del oficio:
palabras de amor ni besos
a otro que no sea el cafishio;
francesita ventajera
besando a los cuatro vientos
para agenciarte unos pesos
mentís amor a cualquiera.
Ivonne gira sobre su eje mirando a todas y a cada una. Finalmente clava la vista en los ojos de la más veterana, deja escapar una risa teatral, y le espeta:
Araca que habló Sarmiento,
vos sí que no tenés vicios,
Su Majestad no da besos
pero hay que ver el aliento
a pescao mezclao con queso
que te dejó el ejercicio
de ser monja de convento.
Qué me venís a hablar de eso
si una legión de patricios
con todo su pelotón,
caballos y regimiento,
hicieron un campamento
al cobijo 'e tu calzón.
Finalmente, cuando las cosas están por pasar a mayores (algunas de las chicas dejan ver las navajas que esconden entre el portaligas y el muslo), aparece André Seguin y, muy a su pesar, tienen que dejar a Ivonne en paz.
Tal como se lo reprochaban sus compañeras, los clientes de Ivonne terminaban enamorándose. En un arrebato de redención querían convencerla de que dejara esa vida, como si aquel sitio fuera una basílica y no un antro de la noche y ellos fuesen monjes franciscanos y no asiduos visitantes de prostíbulos y cabarets. Le decían que estaban dispuestos a abandonar a sus esposas y huir con ella. Ivonne no vendía sexo sino la ilusión del amor. Todas las noches, en la barra del Royal Pigalle, la espera un tendal de corazones partidos. Y cada uno se cree el único, el privilegiado de recibir el calor de sus labios, viendo en los demás unos pobres desgraciados que pagan por sexo. Y mientras esperan, van cantando sus cuitas mientras trasiegan un champán tras otro:
Acodao sobre la barra
verte llegar ansío,
y a través del cristal de la copa,
que una tras otra vacío,
veo pasar la farra
tirao como vieja estopa
esperando que tus labios,
que dijiste que eran míos,
vuelvan a tocar mi boca.
El viejo cajetilla que se sienta al lado, mientras mira con desprecio a los otros parroquianos que esperan en la barra, entona:
Yo sé que te tengo loca,
lo sé por viejo y por sabio,
pobre esta manga de giles
que entregados al escabio
ignoran que a mí me toca
lo que ya quisieran miles:
el secreto de tus labios
que sólo a los míos besan
desde tus tiernos abriles.
El siguiente, un hombre joven con pretensiones de dandi, apura un cigarrillo rubio mientras canta:
Los veo escabiar barriles
mientras hincaos al estaño
a San Antonio le rezan
estos bacanes seniles.
A ver, despejen el paño,
yo sé que la edad les pesa,
no se hagan los chanchos rengos
que llegó el langa del año,
el único al que Ivonne besa.
Agarren ya sus muletas
y rajen pa' el cotolengo.
Y cuando finalmente Ivonne hace su aparición, se pasea indiferente por delante de la barra y entonces todos cantan a su paso:
Dejo todo lo que tengo
y voy haciendo las maletas
pa' que juntos nos rajemos.
Qué me importa a mí la bruja,
los pibes; con vos me vengo.
Si hay que romperle la jeta
a ese cafiolo ciruja
contá con un servidor,
que va a jugarse tu amor
aunque los leones le rujan,
aunque muera en el intento,
así yo tenga que ir preso
no via' dejar que tus besos
se vayan como va el viento.
Entonces Ivonne iniciaba su larga noche de trabajo. Y cuando por fin llegaba la madrugada, vaciaba la cartera sobre el escritorio de André Seguin, dejando una montaña de billetes hechos con el carmín de sus labios.
Y así se sucedían los días y se multiplicaban los amantes, hasta que sucedió lo inesperado. Ivonne iba a sentir en carne propia el castigo que les infligía a sus dolidos clientes: el desasosiego del amor.