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Gardel jamás quiso saber qué relación unía a Ivonne con Molina. Pero el término con el que ella lo nombraba, "un amigo", le resultaba suficiente para no indagar más. Y si el amigo Molina estaba en problemas había que darle una mano. Por otra parte, su chofer había dado suficientes muestras de lealtad y Gardel había llegado a tomarle un aprecio sincero. De manera que cuando supo la magnitud del problema que afrontaba Molina, Gardel no titubeó:

– Te quedas acá, pibe.

No quiso escuchar razones ni argumentos en contrario. Por mucho que Molina le insistiera en que se negaba a comprometerlo, a que asumiera semejante riesgo, Gardel fue terminante:

– No se habla más.

Juan Molina bajó la cabeza. No encontraba las palabras para manifestar tanta gratitud. Viendo que su chofer no había podido rescatar de la pensión más que lo que llevaba puesto, Gardel metió la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo de la billetera un puñado de billetes.

– Comprate unas pilchas, un traje, camisas y zapatos -le dijo a la vez que le extendía el sueldo por adelantado.

Molina negó con la cabeza. Entonces, metiéndole de prepo los billetes en el bolsillo, le hizo ver que el chofer de Gardel no podía andar hecho una piltrafa. Luego se calzó el chambergo y, antes de salir, de pie bajo el vano de la puerta, le dijo:

– Esta noche, a las nueve, me pasás a buscar por casa.

Cerró la puerta y, otra vez, Ivonne y Molina se quedaron solos.

Eran dos prófugos en medio de la ciudad. Dos almas en pena ciertamente tocadas por la desdicha, dos fugitivos ocultos en el bullicio de la calle Corrientes. Ivonne había huido de su dorada celda de puta francesa, Juan Molina la había seguido igual que un perro perdido o, tal vez, como un lazarillo tan ciego como su amo. Ivonne ni siquiera salía a la calle. No por temor, sino por pura apatía. Apenas si comía. Se desayunaba con una extensa línea de cocaína y, a lo largo del día, alternaba whisky con una treintena de cigarrillos. Molina no toleraba el encierro. Mirando por el rabillo del ojo a izquierda y derecha, ocultando la cara entre las solapas del saco y el sombrero, se alejaba rápidamente de la calle Corrientes y se perdía por las estrechas veredas de San Telmo. Sin poder despojarse del horroroso recuerdo de su compañero de cuarto, Juan Molina deambulaba por la ciudad como si fuese su propio fantasma. Acosado por el remordimiento, tenía la íntima convicción de que estaba usurpando el lugar de Zaldívar en este mundo. Ya fuera producto de la falta de conciencia o, al contrario, del enorme peso que cargaba sobre ella, Molina entraba y salía de su refugio como si los hombres de André Seguin no lo estuviesen buscando. El bulín del Francés estaba separado del Royal Pigalle apenas por unas pocas cuadras. Tal vez por esa misma razón, por tenerlo justamente enfrente de sus narices, nunca lo vieron. Como si se estuviese burlando de sus cazadores, Molina jamás dejó de llevar a Gardel al Royal Pigalle; apenas oculto debajo de la visera de la gorra de chofer y detrás de un bigote que le agregaba unos años, Molina frenaba frente al cabaret con la mayor naturalidad. Nadie hubiese imaginado que el prófugo podía ser el chofer de Gardel y, mucho menos, que tuviese el tupé de llegar hasta la misma boca del lobo dos veces por semana.

Cerca de la madrugada, después de guardar el auto, Molina volvía a su refugio llevando algo de comida que Ivonne apenas si probaba.

Las visitas de Gardel al bulín del Francés son ahora cada vez más espaciadas. Y cuanto más tiempo pasa, tanto más hondo es el pozo de desconsuelo en el que se sumerge Ivonne.

– Un día de estos me van a matar -dice mirando el fondo del vaso de whisky.

De nada sirve que Molina intente disuadirla.

– Un día me van matar -insiste Ivonne, hablando como para sí y, mientras se aferra a las manos de su amigo, como si estuviese suplicándole algo que él no llega a entender, le canta:

Quién te dice, un día de estos

me encontrés por fin dormida

y al fin atorrando en paz;

no te ocupés de mis restos

y dejame que te pida

que no me recuerdes más.

No quiero flores ni llantos

ni lágrimas de tragedia

ni ruegos para mi santo,

algún día esta comedia

se tiene que terminar.

Arriba el gran tramoyista

quizá me dé el paraíso

después que aquí, en este piso,

tanto me la hizo yugar.

Sabés que igual ya estoy lista,

vestida y bien arreglada

para salir a la pista

cuando quiera cabecear

el que pasa la guadaña,

ese que sin decir nada

viene y te saca a bailar;

un tango malevo la herida restaña

y sin rencores, sin saña

te lleva pa' el otro lao.

Yo sé que ya no hay salida

cada cual vive su vida,

cada quien muere su muerte,

no me quejo de mi suerte,

a nadie voy a culpar.

Si un día me ves dormida

no me tengás compasión,

susurrame una canción,

un tango sentimental

que me haga atorrar en paz.

Cuando Ivonne termina de cantar, el chofer de Gardel baja la mirada y dibuja una sonrisa forzada para esconder un gesto amargo. Juan Molina se ha convertido, exactamente, en lo que no quiere ser: el confesor de Ivonne.

– Sos muy lindo -le dice, como si se tratara de un niño, pasándole un dedo por el hoyuelo que se le marca al costado de la boca cuando sonríe. En estas ocasiones Molina vuelve a recuperar las esperanzas de ser otra cosa, no sabe qué, pero no un amigo. Varias veces ha estado a punto de confesarle todo lo que alberga su corazón. Pero como si lo intuyera, cariñosamente, Ivonne lo rechaza diciéndole por anticipado:

– Sos como un hermano para mí -le susurra y entonces, convirtiéndolo de pronto en su involuntario confidente, le cuenta sus pesares.

Molina hace esfuerzos ingentes para no escuchar. Cada palabra de Ivonne es un puñal que se le hunde en el corazón. Le cuenta, con exceso de detalle, cuánto ama a Gardel. Con una minuciosidad innecesaria, le confiesa que ya nunca va a poder querer a otro.

– ¿Me entendés? -le pregunta Ivonne a Molina.

Y Molina tiene que morderse los labios para no hablar, para no confesar su secreto, para no abrir su corazón y cantar con toda la voz:

Cómo no voy a saber

cuánto te duele el puñal

si esa herida, ese abismo,

que te separa y te une

de las alas del Zorzal

es exactamente el mismo

que el que me ha hecho tanto mal.

No es que hoy me desayune

de lo mucho que te quiero

pero cuanto más y más te escucho

chamuyando de tus cuitas

se me taladra el balero,

me consumo como el pucho

aplastau al cenicero;

igual que la Santa Rita

que se enamora del muro

sabiendo que del cemento

nada se puede esperar,

hoy tus palabras me quitan

ese sentimiento puro

y al escuchar tus lamentos

tengo miedo'e confesar

todo lo que guarda mi alma:

amor, rencor y esperanza,

poca arena y mucha cal…

cómo no voy a saber

cuánto te duele el puñal.

Cómo no iba a entenderla. Si era exactamente lo que le sucedía a él. Hubiera podido adelantarse a cada palabra, llenar los puntos suspensivos de cada frase que dejaba inconclusa. Tenía que coserse la boca para no hablar, temía delatarse con un gesto, con un asentimiento apresurado. Se preguntaba en silencio por qué todo tenía que ser tan injusto. Ivonne estaba tan enamorada de Gardel como Molina de Ivonne. Pero a diferencia de ella, él no tenía a quién confesarle sus cuitas. Si al menos tuviese ese consuelo, aquel desahogo efímero que otorga la confesión, tal vez otra sería la historia.

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