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Juan Molina esperaba que el utilero le hiciera la señal para entrar en el escenario. Preparado tras bambalinas, se secaba el sudor de la frente hecho de gotas de nervios y pudor. Desde el palco sonaban los acordes matizados de la Orquesta Típica de Pancho Spaventa, y podía ver proyectadas sobre el telón las sombras de las parejas bailando en la pista. Nunca había estado frente al público y ahora podía experimentar el desasosiego del que tantas veces había oído hablar. Por un momento pensó en darse media vuelta y huir para no volver. Se arrepintió, sinceramente, de haber renunciado al astillero. Pero ya estaba ahí, con medio cuerpo asomado al abismo. Oculto entre las sombras, cuanto más pensaba en que por ese mismo escenario habían pasado Gardel y Razzano, Juan Carlos Cobián, Arólas y Fresedo; cuanto más recordaba que esas tablas eran las mismas a las que les habían sacado lustre los Urdaz, la mejor pareja de baile que tuviera Buenos Aires, tanto más era el pánico que lo invadía. Pero el conjunto de sentimientos que se le anudaba en la garganta podía resumirse en uno solo: vergüenza. Eso era; exactamente eso: vergüenza. No había dicho a nadie que aquel iba a ser el día de su debut. Y así, cociéndose en el fuego lento de la espera, ni bien terminó de sonar la orquesta, escuchó la voz radiofónica del presentador que, luego de un preámbulo interminable que incluía las palabras "único", "joven", "nunca visto" y otros adjetivos cuanto menos excesivos, anunció su ingreso inminente. El utilero le hizo la seña, se colgó de la soga y el telón comenzó a abrirse. Juan Molina se persignó, miró hacia las alturas invisibles del techo y se dispuso a salir al ruedo.

Vergüenza. En medio de los aplausos mezclados con las risas, Molina siente vergüenza. Una vergüenza que le duele en el pecho. La luz del reflector le atraviesa los párpados. No quiere abrir los ojos por pura vergüenza. Vergüenza y una lástima infinita de sí mismo. Contra su voluntad, sin embargo, tiene que hacerlo. Entonces se ve en el reflejo del salón espejado y tiene la certeza de que la vergüenza es capaz de matar. Contempla su humanidad, de pie en el centro del escenario, iluminada por el cono vergonzoso del seguidor y cuando se ve así, vestido de luchador, las calzas rayadas que oprimen sus piernas, la musculosa roja y el cinturón de campeón ciñéndole el vientre, cree morir de vergüenza. En algún momento, suena la campana y todo es un ruido ensordecedor: los gritos del público, los gruñidos de su contrincante, el redoblante de la orquesta. Necesita acallar ese ruido insoportable pero, sobre todo, morigerar aquella vergüenza que le trepa desde las entrañas. Entonces canta, mientras se abalanzaba contra su oponente, canta a los gritos un tango triste para tapar aquel ruido infame:

Ángel de los cabarutes

que volás sobre la farra

y sos el alma 'e la viola

cuando Razzano la toca

no le cuentes a la barra

del viejo bar de la Boca

que este ha sido mi debute;

decí que me has visto cantando

a la luz del seguidor,

que dueño del escenario

me lucí como cantor

y no como triste otario.

A medida que avanza la pelea, el público se enfervoriza y grita cada vez más, de modo que Juan Molina, al tiempo que esquiva llaves y golpes, canta cada vez más fuerte aunque nadie lo escuche:

Musa del tanguito criollo,

de milonga y escolazo

que le das aire a los fuelles

de los rantes bandoneones,

no digás que ando a los bollos

y disfrazao de payaso

entregao a los leones.

Decí, por si te pregunta

la gente de la pensión

que me viste emocionado,

que a ellos he dedicado

la más sentida canción.

Pelea con furia. No es, sin embargo, una furia dirigida a su rival sino a su suerte miserable. Por eso canta con desesperación.

Querubines atorrantes

que vuelan sobre las tejas

de los salones tangueros,

la lengua no se les piante

si les pregunta mi vieja;

no le digan que me muero

de pudor luchando en cueros,

mientras la ilusión se aleja.

Díganle que fue glorioso

verme de smoking entrando,

que suspiró la platea

con mi porte glamoroso,

que los cautivé cantando,

no le hablen de la pelea.

Juan Molina le calza un cross a la bestia que tiene enfrente. El tipo se tambalea, entonces, sin dejar de entonar su lamento, el cantante frustrado lo levanta sobre su cabeza y lo tira contra la lona:

Si es pa' brindar con quinina

el título de Campeón

de Giles del que soy dueño.

Qué fue de aquel viejo sueño

de ver en la marquesina,

fulgurando en el neón

el nombre de Juan Molina.

Termina de cantar y todo es una enorme ovación mientras el locutor le levanta la diestra y lo declara campeón. Quiere creer que aquellos aplausos están dedicados a su talento de cantor. Pero sabe que nadie lo ha escuchado.

Fue por aquellos días que el espíritu de Juan Molina se tornó agrio y huraño. Su fama de hombre recio no se cimentaba en la brutal violencia con la que enfrentaba a sus contrincantes sobre el escenario, sino en su carácter oscuro. Con el correr de las funciones aquel rostro aniñado fue adquiriendo una dureza que le agregaba años y le quitaba esa fresca alegría adolescente. Pero nunca dejó de cantar. Cuando se trababa en las luchas más encarnizadas, aprovechaba el cruel griterío del público ávido de sangre y la estridencia de los acordes de la orquesta siguiendo las alternativas del combate con vientos y redoblantes y así, en medio de aquel bullicio patético y ensordecedor cantaba a voz en cuello. Aunque el auditorio lo advirtiera, Molina se prodigaba el íntimo gusto de cantar sobre el escenario. Y cuando sus adversarios quedaban horizontales en la lona, el cantor se hacía la ilusión de que aquellas ovaciones que le regalaba el público eran en gratitud por las canciones que jamás había oído. Ciertamente ganaba más dinero que el magro salario que recibía en el astillero, aún restando el porcentaje que se cobraba su "representante". Pero no era ese el motivo que lo había llevado a aceptar aquel trabajo ignominioso. El solo hecho de estar en el Pigalle le ofrecía la ilusión cercana a dar el breve salto hacia el canto. Pero con el tiempo fue descubriendo que cuanto más crecía su fama de luchador, tanto más se alejaban sus sueños de cantor. ¿Quién habría de tomar en serio a ese triste payaso ataviado como para circo? Llegó a suplicarle a André Seguin que tuviese la piedad de permitirle salir enmascarado. Pero sostenía que era justamente su rostro juvenil y seductor el secreto de su aceptación entre las mujeres. Seguin admitía que su voz no se podía comparar con la de los cantantes que animaban las veladas. Pero como luchador resultó un fenómeno inesperado-, la sala se llenaba para verlo pelear, y no estaba dispuesto a arriesgarse con un cambio de timón. Era eso o nada. Molina terminaba su función, inmediatamente se duchaba en el camarín, como si quisiera despojarse no ya del sudor sino del oprobio; se cambiaba, bajaba y se sentaba a una de las mesas que quedaban ocultas en la sombra. Escondiendo su vergüenza tras la nube de humo de los Marconi sin filtro, escuchaba los tangos que la orquesta iba desgranando. Poco tiempo faltaba para que Juan Molina volviera a cruzarse con Ivonne.

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