Dos
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Juan Molina nació en La Boca, en un conventillo de la calle Brandsen. Creció en aquella pequeña Italia, mezcla de Calabria, Sicilia y Napóles, como si un cataclismo hubiese arrebatado unos terrones a las costas del mar Tirreno, del Jónico y del Mediterráneo, y las hubiera arrastrado hasta el confín del planeta, abandonándolas a orillas del riachuelo más olvidado del mundo. Allí dio sus primeros pasos o, para decirlo con propiedad, entonó las primeras melodías. Su natural disposición a la música estuvo determinada antes aún de que viera el mundo. Su madre era una gallega criada bajo los rigores del campo, una mujer pequeña que cantaba mientras cocinaba, mientras tejía, cuando tomaba mate bajo la parra, y que, con las manos enlazadas sobre el vientre, cantó de emoción celebrando la noticia de que estaba embarazada. Y se diría que el pequeño, envuelto en el cálido refugio del útero, reclamaba el canto de su madre a fuerza de patadas que sólo cesaban cuando volvía a escuchar los dulces tonos de una muñeira. Juan Molina aprendió a cantar antes que a hablar. Bastaba con que escuchara una canción por primera vez para que pudiera memorizar la letra y la melodía y cantarla sin equivocarse en una sílaba, sin confundir una sola nota. Con el tiempo, Juan Molina llegó a ser la primera voz del coro del colegio; en la iglesia de San Juan Evangelista, allá en La Boca, iban hasta los anarquistas para escucharlo cantar. Y viendo la afluencia de feligreses que suscitaba, los párrocos de la iglesia Santa Felicitas y de Santa Lucía, en Barracas, solían disputarse su presencia en el coro. El solo hecho de vivir en La Boca era motivo para que cualquier chico tuviese una natural inclinación hacia el tango, aun ignorando en qué consistía exactamente ser un tanguero. Sin embargo, hubo un acontecimiento fortuito en la vida de Juan Molina que habría de desencadenar la urgencia por ser parte de ese asunto misterioso y, sobre todo, viril; tenía que recibirse de hombre y ese era un título que otorgaba el tango.

Es la hora en la que el sol empieza a ocultarse en el horizonte opuesto al río. Juan Molina, con las rodillas raspadas y embarrado hasta el cuello, va camino a su casa después de haber jugado un partido de fútbol, tan largo como la tarde misma, en el terreno baldío que se extiende entre la trocha angosta y los galpones de la Industrial. Bordea el alambrado invadido por la hiedra y la Santa Rita silvestre que lo separa de las vías cuando, desde un callejón que muere en aquel muro vegetal, escucha los gritos desesperados de una mujer. Se detiene antes de llegar a la esquina y, en la ochava oblicua y filosa, asoma su cara llena de temor. Entonces ve cómo un tipo de espaldas inconmensurables, exageradas, además, por un saco cruzado, aprieta las muñecas de una de las chicas que suelen parar en la puerta de un pequeño y sombrío tugurio escondido en el medio del callejón. Mientras con una sola mano el hombre sujeta ambas muñecas de la mujer, con la otra le cruza las mejillas, de ida con la palma y de vuelta con el dorso. La chica, inmovilizada, no puede hacer otra cosa más que gritar y llorar. Los golpes resuenan contra las persianas cerradas, contra la indiferencia y el temor hecho de abstención y silencio. Era esta una escena familiar para Juan Molina, como habremos de ver más adelante. Sin embargo, viendo ahora a ese desconocido con la mano en alto, en aquella misma postura que tanto le conocía a su propio padre, lo gana algo semejante a la furia. Y mientras ve la sangre regada sobre el empedrado, desde su infantil metro y medio, se siente llamado a intervenir. Se ha hecho de noche; desde algún patio suena un arpegio de guitarra que anticipa una milonga campera. Aquellos acordes recios le dan un coraje para él desconocido hasta entonces. Levanta una baldosa quebrada y punzante del suelo, sale desde su escondite y caminando resueltamente, sobre el compás que marca la bordona invisible, canta:

Así que usted es el guapo

más bravo de la cortada,

el que anda a las cachetadas

y repartiendo sopapos

cuando se trata de minas.

Así que usté es el cafishio

que de Barracas a Ahina,

va con pinta pendenciera;

pero dicen que su oficio

es fajar a las polleras.

Se diría que aquellas palabras han cumplido su cometido; el tipo, de inmediato, deja de golpear a la mujer, gira la cabeza sobre su hombro y busca en la línea de su estatura aquella voz aguda que contrasta con el tono desafiante. Al no ver a nadie, el hombre baja la vista y ahí, contenido bajo su sombra, más cercano a la altura de su cinturón que a la de sus ojos, ve a un chico blandiendo una baldosa rota. Cuando Juan Molina descubre esa cara surcada por un bigote fino y unas cejas temibles, apenas si puede disimular el pánico que lo asalta; se pregunta qué lo ha impulsado a semejante locura. Pero ya esta ahí. Y hay una guitarra que suena y lo anima cuando el tipo sonríe y, con un tono absolutorio, le contesta:

Araca, guarda, qué miedo,

mirá cómo tiembla el pulso,

si tomás algo de impulso

por ahí llegás hasta el ruedo

de mis finos pantalones.

No es pa' tomarte de punto:

mientras arreglo este asunto

vos atame los cordones.

El tipo termina su estrofa, escupe para un costado y, como si nada hubiese sucedido, con una mano toma a la chica por los pelos de la nuca y, con la otra, le descarga un puñetazo en la boca teñida con la sangre que le cae desde la nariz. Si lo pensara dos veces, Juan Molina no lo haría. Pero no piensa; enceguecido por la humillación, se abraza al muslo del hombre y empieza a descargarle golpes con el filo de la baldosa quebrada hasta sacarle sangre de la pierna. Disimulando el dolor, el tipo se convulsiona y, como un caballo que se desembaraza de un domador principiante, hace que el chico ruede por el empedrado. Con un gesto furioso, el hombre suelta a la mujer, que queda tambaleante, gira sobre su eje, camina hasta el cuerpo horizontal de Molina, se toca la pierna y puede comprobar que le brota un manantial de sangre. Quiere hacer ver que está más preocupado por el tajo que le han hecho a sus pantalones que por las heridas:

– Me rompiste los leones -dice incrédulo, se lleva una mano al interior del saco y extrae una navaja, al tiempo que repite:- Me rompiste los leones.

Juan Molina ve cómo el hombre avanza hacia él, a la vez que saca la hoja del mango nacarado con un solo movimiento. Si se diera una segunda oportunidad para pensar, el chico saldría corriendo. Pero en lugar de eso, se aferra a su baldosa filosa y empieza a incorporarse. Quedan frente a frente, por así decirlo, ya que el hombre le saca medio cuerpo a Molina. Se están midiendo cuando, desde algún lugar incomprensible, Juan Molina recibe una sonora bofetada en la mejilla y, de inmediato, recae sobre él un aluvión de golpes e insultos tumultuosos. Tarda en comprender que quien lo está agrediendo es la mujer a la que intenta salvar del tipo. Debajo de aquella catarata de cachetazos y patadas, Molina escucha que la chica, cuyas facciones apenas si se distinguen entre los magullones y la hinchazón, canta indignada:

Si te interesa guardar

un poco de tu salud

ni se te ocurra tocar

un pelo de mi amorcito.

Va a ser sobre mi ataúd

que alguien le vaya a marcar

esa cara de angelito.

Lo defiendo con los dientes,

con las uñas, con el pecho,

si me tiene que fajar,

vos no te hagás el valiente,

será porque algo habré hecho.

En el mismo momento en que están a punto de lincharlo entre los dos, cuando se acalla la lejana guitarra, desde la esquina se escucha la voz de alto de un policía que avanza apuntando con el revólver. Juan Molina recupera el aliento; entonces, desde ese patio recóndito, se alza una pequeña ovación seguida por aplausos. Mientras se aleja en condición de detenido, aunque sabe que esas palmas no están dedicadas a él sino al guitarrista, no puede evitar susurrar un íntimo "gracias".

Los tres terminan en la comisaría, donde se sientan en un banco, a la espera de que el oficial principal los llame a dar explicaciones. El primero en pasar es el hombre que no deja de sangrar por la pierna. Cuando Molina se queda a solas con ella, sus miradas se cruzan y se sostienen durante unos segundos. Entonces el chico cree adivinar un recóndito y fugitivo gesto de gratitud, una mirada de resignación. Sólo entonces Molina comprende que aquella muchacha desfigurada por los golpes le ha salvado la vida; que si no se hubiese interpuesto entre él y el tipo haciendo el número de la cautiva enamorada, su "amorcito" lo hubiese cosido a navajazos. Y mientras mira a esa mujer que intenta mantener los párpados abiertos pese a la hinchazón de los pómulos, Juan Molina siente una piedad infinita y un agradecimiento que ninguna palabra podría expresar.

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