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Fue un proceso rápido. La sentencia se dictó con la premura de un juicio sumario, como si aquel hubiese sido un tribunal de guerra. Juan Molina, sentado en el banquillo de los acusados con la desidiosa compañía de su abogado defensor, siguió el proceso como si fuese un indiferente testigo y no el imputado. Imaginaba cuál iba a ser el fallo y, sin embargo, no hizo nada por revertir su situación. Era verdad que había firmado la confesión que la policía había puesto frente a sus rotas narices; pero no era menos cierto que si su abogado no le hubiese sugerido rubricarla, podría haberle hecho ver al juez de qué modo había sido obtenida aquella declaración. Al fin y al cabo, tal como constaba en actas, él mismo había llamado a la policía después de haber encontrado el cadáver. Pero lo cierto era que luego de la muerte de Ivonne a Molina le importaba poco su suerte. Jamás mencionó el nombre de Carlos Gardel; prefería pasarse el resto de su vida en la cárcel antes de complicar al Morocho en un escándalo de derivaciones impredecibles. Por otra parte, las evidencias en su contra, a primera vista, parecían irrefutables: la ropa íntegramente manchada con la sangre de la muerta; los abrazos póstumos, cuyos rastros daban la apariencia de un forcejeo; el hecho de que la puerta no hubiera sido violada y de que él tuviese las llaves del departamento y, sobre todo, que el mango del cuchillo presentara las huellas dactilares de Molina. Podía haber alegado en su defensa que aquella cuchilla pertenecía al inventario de la casa y que, de seguro, varias veces la había manipulado. Pero no le interesaba decir nada en su favor. No quería complicar a nadie. En rigor, su existencia le era por completo indiferente sin Ivonne.

El juez era un hombre obeso con ciertas pretensiones de magistrado británico. Una cabellera blanca, escasa y ondulada le caía sobre el cuello y las orejas, semejante a una peluca deteriorada. Desde su estrado, examinaba a Molina como si fuese una suerte de animal de exhibición. Escuchaba las ponencias de los abogados y los testigos con una indiferencia disfrazada de imparcialidad. Cuando alguno de los declarantes se extendía en su discurso más allá de las breves fronteras de la paciencia del Juez, Su Señoría, ostensiblemente fastidiado, extraía un reloj de bolsillo y hacía una suerte de prestidigitación, pasándolo entre sus dedos nerviosamente.

El fiscal estaba convencido de la culpabilidad de Juan Molina. Ciertamente exageraba con su oratoria inflamada y sus gestos grandilocuentes. La profusión de adjetivos tales como "bestial", "salvaje", "inhumano", "despiadado", "sanguinario" y "monstruoso" con los que adornaba su discurso a la vez que señalaba al acusado con su índice acusatorio, tenían un estudiado propósito. Pero no sólo hacía su trabajo; albergaba la convicción cierta de que aquel hombre callado y corpulento era un asesino. El hecho de que fuera campeón de lucha grecorromana, la fama de hombre rudo y su porte, no obraban a favor de Molina; era el retrato viviente del homicida. Evidentemente, esa misma brutalidad con la que derribaba a sus contrincantes en el ring, aquellos instintos primarios que constituían su modo de vida y su sustento, fueron los mismos que lo condujeron a arrebatarle la vida a esa prostituta que no tuvo modo de defenderse.

El fiscal improvisa un relato con ribetes literarios, construido con una prosa tomada de las crónicas policiales; con frecuencia menciona las palabras "despecho" y "venganza", y pone en boca de Ivonne (llamada durante todo el proceso con el nombre de Marsenka Rakowska o "la occisa") términos tales como "rechazo", "terror" e "indefensa". Una taquígrafa oculta tras unos anteojos cuya graduación es tal que se dirían inexpugnables maltrata las teclas de una máquina estenográfica que suena como un piano al que le hubiesen quitado las cuerdas. Pero el ritmo machacón sirve de compás para que el fiscal se plante ante el juez y cante:

Observe, Su Señoría

esa mirada feroz,

esos ojos inhumanos,

imagínese esas manos

hacer la carnicería

bestial, monstruosa y atroz.

Es ese instinto asesino

el que le dio su trabajo,

son sus impulsos más bajos

los que guían su camino.

El fiscal camina ahora en torno a Molina como lo, haría un cazador alrededor de su presa herida. Sin dejar; de mirar al juez, entona:

Observe, Su Señoría,

ese gesto despiadado,

ese porte de animal

al descargar el puñal

y hacer de sangre una orgía

después de haberla matado.

El juez parece haber salido de su letargo, y ahora escucha el alegato del fiscal quien, cantando con voz imperativa, declara:

La cínica confesión

de este cruento criminal

es una burla soez,

por eso, le pido al juez

que se pudra en la prisión

hasta su juicio final.

Cuando termina de cantar el fiscal, la taquígrafa concluye la transcripción haciendo un sol-do involuntario con las teclas, marcando el fin del elocuente alegato.

La sala donde tuvo lugar el juicio era por completo diferente de lo que imaginaba Molina. No había gradas ni jurado, no había público ni prensa. Aquel recinto parecía una oscura oficina pública antes que la majestuosa sede de la ley. Y, por cierto, el proceso tenía un trámite más cercano a una diligencia burocrática que a una ceremonia jurídica. Dentro de aquel cubículo de paredes descascaradas presidido por un Cristo sobre el estrado, sólo estaban el juez, el defensor, el fiscal, la taquígrafa, que había recobrado su actitud asténica, y un policía de guardia.

Cuando el magistrado consideró que estaban reunidas todas las pruebas y testimonios, le preguntó a Juan Molina si ratificaba la confesión que había firmado, si ante su persona se declaraba inocente o culpable.

– Lo dejo a su consideración -fue la escueta respuesta del acusado.

Entonces el juez leyó la sentencia, cuyo final decía:

– Se condena al acusado a reclusión perpetua.

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