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Gardel no era el único visitante que solía llegar al "pisito". Un reducido grupo, el círculo de amigos más allegados al Zorzal, aquel que constituía la barra del Café de los Angelitos, tenía la llave del departamento. Alfredo de Ferrari, los hermanos Ernesto y Gabriel Laurent, Armando Defino, Luis Ángel Firpo, de tanto en tanto, podían llegar en compañía de una "conocida", o bien en grupo para hacer rodar los dados sobre la pana verde de la mesa. Nadie hacía preguntas. Si había algún "inquilino" en el departamento, algún amigo de un amigo en problemas, se limitaban a saludar sin hacer el menor comentario. En esas ocasiones Ivonne se encerraba en uno de los cuartos, Molina se ponía el abrigo y salía a la calle. No existía la indiscreción. Pero estas visitas eran esporádicas. La mayor parte del tiempo Ivonne y Molina estaban solos.

Gardel llegaba cada vez con menos frecuencia a aquel departamento de la calle Corrientes. El viejo ritual de la cita a las cuatro de la tarde era para Ivonne un lejano recuerdo. Ahora no tenía un día ni una hora establecidos. A veces prefería caminar prescindiendo de los servicios de su chofer. En cualquier momento y de forma imprevista tocaba la puerta con dos golpes cautelosos y luego abría con sus propias llaves. A veces llegaba sonriente y de buen humor. En esas ocasiones venía apretando un ramo de rosas o de crisantemos. Entonces los ojos de Ivonne se iluminaban. Los de Molina se ensombrecían, tomaba su abrigo y salía a la calle. Lo que sucedía en el departamento podía inferirse por los vestigios. Pero también podía suceder que Gardel llegara de mal talante y con las manos vacías. Descorchaba un Cliquot sin ánimo festivo, encendía un cigarrillo y se sumergía en un mutismo indiferente. Entonces los ojos de Ivonne se llenaban de sombras y los de Molina se iluminaban hasta que descolgaba el abrigo del perchero y, cuando estaba por salir, Gardel le decía a su chofer:

– Yo también salgo.

Y se iba de la misma intempestiva forma en que había llegado. Nunca se quedaba a pasar la noche.

Las cosas entre Gardel e Ivonne no estaban bien. Si al principio, cuando se conocieron, el cantor tenía que luchar contra sus propios arrebatos, ahora, aquella lucha íntima parecía haber llegado a su fin. Ivonne no tardó en comprender que se había convertido en un trastorno. Pero lo cierto era que no tenía adónde ir, ni estaba en condiciones, siquiera, de salir a la calle. Todo lo que le quedaba era la amistad incondicional de Juan Molina. Y la dolorosa piedad de Gardel.

Molina, por su parte, estaba en un callejón sin salida. Era cierto que ser el chofer de Carlos Gardel era como tocar el cielo con las manos. Pero también veía cómo sus ilusiones de cantor se iban evaporando a medida que pasaba el tiempo. Había estado a un paso de la gloria. Cuántas veces, al pasar con el camión por la puerta del Armenonville, había soñado con cantar en aquel Olimpo del tango. Y cuando el destino le regaló la oportunidad, la rechazó por una quimera. No estaba arrepentido, era capaz de hacer cualquier cosa por Ivonne y, de hecho, eso estaba haciendo. Primero fue su amigo, luego su confesor y ahora se había convertido en su enfermero. En incontables oportunidades ella le imploró de rodillas, rebajándose a las promesas más humillantes, que fuera a buscarle un poco más de cocaína. Le juraba que aquella sí habría de ser la última vez, que después podía pedirle lo que quisiera. Pero el amor no era algo que se pudiera obtener a cambio de nada. Cuántas veces había tenido que salir a las cuatro de la mañana a recorrer las cuevas de "Alaska", en los alrededores de Corrientes y Esmeralda, para conseguir, al precio que fuera, un puñado de aquella nieve que le endureciera el corazón hasta congelarlo. Entonces ella inhalaba hasta el fondo, hasta el último rincón del alma, y sus ojos azules se llenaban de un brillo malicioso, frío. Así, con un calor hecho de hielo, con una suavidad simulada tras la roca en la que se tallaba su rictus, le decía:

– Pedime lo que quieras.

Molina bajaba la mirada y permanecía en silencio.

Solamente él sabe cuánto desea esa boca, aquellos pezones que se marcan bajo la blusa de seda. Nadie más que él sabe lo que daría por ser el dueño de aquellas piernas delgadas e interminables que asoman por debajo de la camisa japonesa -la usaba sin falda-, la que le había regalado Gardel hacía ya mucho tiempo. Entonces Molina se aleja y, asomado a la ventana para que el aire fresco lo disuada de sus viriles impulsos, canta:

Las manos tengo que atarme

y coserme bien la boca;

yo sé que a mí no me toca

lo que no quisiste darme

porque ya tenés un dueño,

y no voy a traicionar

a ese que te quita el sueño

y a mí me da dignidad.

No me pidás que le falle

al que fue más que mi viejo,

aquel que me ofreció el techo

cuando me quedé en la calle;

vos sabés que no me quejo

por esta herida en el pecho,

y aunque el corazón me estalle

no lo voy a traicionar.

Prefiero quedarme mosca

y oficiar de consejero,

ser ese amigo sincero

que sea el que más te conozca,

que a cambio de una mirada

te escuche sin pedir nada.

Vos sabés que me aquerencio

como pingo de carrero,

que aunque no aguante la carga,

que es tan dura y tan amarga

sigue tirando en silencio…

tirando por no aflojar.

Como un eunuco de sus propios deseos, Molina se juramenta no tocarla. No así. No a cambio de favores. Agacha la cabeza y tiene que sellar su boca para no decirle a Ivonne cuánto la quiere.


Ninguna

Esta puerta se abrió para tu paso,

este piano tembló con tu canción,

esta mesa, este espejo y estos cuadros

guardan ecos del eco de tu voz.

Es tan triste vivir entre recuerdos…

Cansa tanto escuchar ese rumor

de la lluvia sutil que llora el tiempo

sobre aquello que quiso el corazón.

Homero Manzi

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