Al otro lado del Riachuelo, en el último confín de la ciudad, envuelto en una bruma perpetua hecha de hollín y humedad, el Dock Sud había comenzado su dura jornada antes aún de que saliera el lucero del alba. La alta chimenea del Astillero del Plata se elevaba por sobre las rudimentarias construcciones que la circundaban. La fumarada blanca se extendía paralela al río mezclándose con las nubes. La sirena de un carguero rompió el silencio de la madrugada. Como un coloso de hierro oxidado, un pie posado en el Dock y el otro en la Boca, el puente levadizo cimbró, se conmovió en un crujido sordo, y el lomo del gigante comenzó su ascenso remolón como si se estuviese desperezando. Entonces todo se detuvo en aquella Rodas hecha de chapas y adoquines, decorada con guirnaldas de ropa colgada en los balcones y los frentes pintados con los colores estridentes de los barcos.
Desde la neblina surgen de pronto las luces de un camión que acaba de salir del astillero y se ve obligado a detenerse a pocos metros de la entrada del puente. El conductor, sabiendo que tiene una larga espera por delante hasta que termine de pasar el buque, enciende un cigarrillo, baja la ventanilla y, a voz en cuello, empieza a cantar con el cigarro prendido entre los labios. Juan Molina cantaba en todo momento y bajo cualquier circunstancia; a viva voz o entre dientes, a veces sin siquiera advertirlo, cantaba como quien piensa. Y ahora, mientras espera que termine de pasar el vapor y vuelva a bajar el puente, emprende las estrofas de un tango. Debajo del espejo retrovisor cuelga el retrato de El Zorzal. Indiferente a la majestuosa entrada del barco en la dársena, Juan Molina, mientras canta, se contempla en el espejo y, alternativamente, mira el retrato. Ve aquella sonrisa repleta de dientes, el sombrero caído sobre la ceja izquierda y los ojos que parecen iluminar la cabina del camión. Se sorprende a sí mismo en el reflejo sonriendo de costado; el rictus se le ha congelado imitando involuntariamente el gesto de Gardel. Se calza la gorra que descansa sobre sus rodillas, e imaginando que es un chambergo de fieltro, se la acomoda intentando ajustar el ángulo exacto que va desde la parte superior de la oreja hasta el borde de la ceja contraria. Mientras canta, se figura la letra del tango fileteada con letras redondas sobre la caja del camión:
No será un cabriolé
mi camión,
no será una cupé,
pero igual, hay que ver
cómo junan las minusas
cuando ven al chofer.
No seré del Abasto el Zorzal,
no tendré yo el esmokin de Carlos Gardel,
mis pilchas serán bien rantes,
pero igual, hay que ver,
cómo quedan patifusas
cuando canta este atorrante.
No será mi café el más bacán cabaret,
no será el Armenonville
pero igual, hay que ver,
cómo queda muzzarela el más taura
cuando al dar la voz de aura
se pone a cantar este gil.
No es que la voy de bocón,
ya van a saber de mí,
acuérdense del camión
que manejaba este gil,
cuando allá en la marquesina,
con carteles de neón,
anuncien a Juan Molina
en el mismo Armenonville.
Las chicas que van a las fábricas apurando el paso en la densa neblina, los prácticos de remeras rayadas que esperan el paso del barco para iniciar las maniobras, de pronto caen bajo el encantamiento de la canción de Molina y comienzan a mezclarse en una danza al borde del Riachuelo. Haciendo ochos, cortes y quebradas, separándose, cambiando de pareja y volviendo a reunirse, bailan reflejándose en la negrura del agua, al tiempo que cantan a coro las mujeres:
No será un Mercedes Benz
su camión,
no será un Graham Paige,
pero igual, hay que ver
los suspiros de amor
cuando vemos al chofer.
Bailando sobre los paragolpes, trepados a los estribos, los prácticos y las obreras cantan:
No será de Venecia el Gran Canal,
no será el Sena el Riachuelo,
pero igual, hay que ver,
cómo todo el arrabal
pondrá una alfombra en el suelo
cuando el pibe del camión
cante en el Royal Pigalle.
La sirena de la fábrica vuelve a llamar. Entonces, como si se hubiese roto el ensalmo, las chicas se descuelgan del camión y retoman la marcha hacia el trabajo. Los prácticos, viendo que el buque se aproxima al amarradero, corren a atajar las cuerdas que arrojan desde cubierta. En la soledad de la cabina, contemplándose en el espejo, Juan Molina canta:
No la voy de fanfarrón,
pero acuérdense de mí,
del que maneja el camión,
cuando el nombre de Molina
brille allá en las marquesinas
fulgurando en el neón,
del glorioso Armenonville.
Un bocinazo lo sustrae de su canción: el barco ya ha terminado de pasar y el puente acaba de descender por completo.
Molina disfrutaba de su trabajo en el Astillero del Plata. La parte más dura era la de cargar el camión con las vigas de acero; el resto se hacía grato: atravesar la ciudad hasta la Dársena Norte y luego esperar a que descargaran los peones del Astillero Hudson. Hecho esto, volvía al Dock Sud y vuelta a empezar, hasta las seis de la tarde. Podía haber hecho el camino de la ribera pero generalmente, como ahora, prefiere internarse en la ciudad y recorrer con su imponente International las elegantes calles de Retiro y de la Recoleta. Pasa frente al Chantecler y el Palais de Glace, escucha los últimos acordes de las orquestas y se jura, como siempre, que algún día habrá de pisar sus tablas gloriosas. Sin embargo, no le queda demasiado tiempo para las ilusiones, tiene que apurarse; el paso del carguero lo retrasó. Viene rápido, embalado por la pronunciada pendiente de Callao, cuando desde la nada aparece una mujer. Poco menos se para sobre el freno. Las ruedas se bloquean haciendo chirriar los neumáticos, pero la mole trae una inercia tal, que parece imposible de frenar. Cuando por fin se detiene, Molina salta del camión esperando encontrarse con lo peor. Respira aliviado cuando ve que la mujer está de pie, petrificada, a dos milímetros del paragolpes. Pasado el susto inicial y la indignación posterior, seguro de que la mujer ha querido tirarse debajo del camión, Molina le pregunta si está bien.
– Creo que sí -balbucea Ivonne, temblando.
– ¿Quiere que la acerque a alguna parte?
Ivonne niega con la cabeza. Sólo entonces Molina repara en aquellos ojos azules y extraviados, y siente una suerte de piedad mezclada con algo que no puede definir, en la certeza de que esa mujer hermosa y confundida ha querido suicidarse. De pronto Ivonne tiene la inquietante impresión de que había estado a punto de llevar su afán por olvidar y huir hasta las últimas consecuencias. Definitivamente, se dice, el desayuno no le ha caído bien. Siente miedo de sí misma. Siente miedo de todo. Todavía temblorosa, sube al tranvía. Juan Molina se trepa al camión, pone la primera y piensa que, bajo otras circunstancias, se hubiese enamorado perdidamente.
No sospecha que aquel curioso encuentro no es el primero y no ha de ser el último. No imagina que aquellos ojos azules y tristes acaban de marcar para siempre su destino.