Si hasta entonces el cuerpo de Ivonne tenía un dueño -André Seguin- ahora su corazón tenía otro: Carlos Gardel. Nada había cambiado en su aspecto ni en su rutina nocturna. De hecho, nadie tenía motivos para sospechar que un cataclismo acababa de hacer eclosión en el espíritu de Ivonne. Ni el gerente del cabaret, ni cada uno de los cuatro o cinco clientes con los que salía cada noche hubiesen podido percibir que aquella muchacha no era la misma que habían conocido. Como todas las madrugadas, Ivonne vaciaba su pequeño tesoro sobre el escritorio del despacho de André y volvía a la pensión cercana al mercado Spinetto. Pero ahora, lejos del Royal Pigalle, los días eran otra cosa. Las tardes empezaron a cobrar existencia. Ya no dormía desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde. La dueña de la pensión no salía de su asombro al verla bajar al mediodía, vestida "como una señorita", y almorzar junto a los demás huéspedes, muchos de los cuales hasta entonces desconocían su existencia. Apenas si comía, pero al menos probaba algún bocado antes de salir a la calle. Todas las tardes, a la hora de la siesta, caminaba las largas cuadras que la separaban del bulín del francés. Nunca hacía el mismo camino, a veces bajaba por la avenida Rivadavia, bordeaba el Congreso, tomaba Avenida de Mayo y desde Suipacha caminaba hasta Corrientes. Otras veces se desviaba unas cuadras y se llegaba hasta el Palacio de Tribunales; en un banco de plaza Lavalle se sentaba a contemplar el teatro Colón, miraba el reloj y luego apuraba el paso por Diagonal Norte y retomaba el camino. A las cuatro en punto era la cita de cada tarde. Entraba al edificio con la copia de la llave que él le había hecho, subía en el ascensor jaula, bajaba en el segundo piso, golpeaba tímidamente la puerta y ahí estaba él. Ella se conformaba con el calor del abrazo, con la sonrisa hecha con la mitad de la boca, sólo para ella. Le alcanzaba con la caricia de su voz, con su perfume hecho de gomina y tabaco inglés. Con el regalo de su mirada, con sus ojos negros ya era suficiente. Todo lo que venía después era mucho más de lo que podía pedir. Y estaba agradecida. Jamás tuvo un reproche, nunca una palabra agria. Ivonne temía dar un paso en falso, hacer un gesto grandilocuente que lo ahuyentara como a un pájaro. Con verlo, nada más que verlo, le bastaba. Que se dignara encontrarse con ella cada tarde le parecía mentira. Tenía miedo de decir una palabra de más. Nunca se atrevió siquiera a sugerirle que estaba perdidamente enamorada. Pero ahora es feliz. Discretamente feliz. En la soledad de su cuarto, mientras hace girar la manija de la vitrola para volver escuchar su voz, con la misma melodía que antes le cantaba a ese Gardel cuyo rostro trataba de imaginar, aquel que le había enseñado a hablar el castellano, Ivonne ahora entona:
Gira que te gira mi alma
igual que aquella vitrola;
si ayer lloré triste y sola
hoy la dicha me ilumina,
quién diría que esta mina,
papirusa de burdel que rodaba
como dado de escolazo,
iba a terminar en los brazos
del mismísimo Gardel.
Vos me enseñaste el lenguaje,
este lunfardo porteño
bravo como el malevaje
y cálido como un leño.
Quiero que vueles, paloma,
y vayas donde está él;
que le contés de mi amor,
y que me traigas su aroma,
su voz que me da calor
como cuando digo su nombre: Gardel.
Gira que gira la pasta
del disco en el gramófono
si ayer me ganó el hastío
hoy al fin le digo: basta,
y canto desde el balcón,
junando abajo el vacío,
sin sentir la tentación;
ya no quisiera caer,
porque sé que has de volver,
como reza tu canción,
a este cuerpo que hoy no es mío.
Gira que gira, vitrola
como un loco carrusel;
quiero marearme en tu púa,
en tu bocina de orquídea.
Hoy que pasó la garúa,
respiro esta cosa nívea
y no me siento tan sola,
sé que voy a estar con él;
y mi dicha se acentúa
cuando escucho tu voz tibia
y digo su nombre: Gardel.
A Ivonne le costaba creer que todo aquello fuese cierto. Cada vez que escuchaba el disco de Gardel, temía que su romance fuese tan etéreo e intangible como la voz que salía de la bocina del fonógrafo para perderse quien sabe dónde.
Gardel no hablaba de sus asuntos privados con nadie. Ni siquiera con sus más íntimos. Su vida sentimental fue un misterio que jamás reveló. Pero quienes más lo conocían sabían que una mujer era lo único que podía perturbar su espíritu. Se le conoció sólo una, Isabel del Valle. Apenas si se mostraba en público con ella. Fueron diez años tormentosos que, sin embargo, no perturbaron su carrera. Se ha dicho que el celo que guardaba Gardel para preservar su vida privada era una estratagema dirigida al público femenino con el propósito de mantener un halo de misterio, de modo que no hubiese una sola mujer que no conservara la ilusión de que todo su amor podía estar destinado a ella. Pero quien diga esto no ha conocido a Gardel. Era un código de hombres guardar las cuitas y las victorias. Sobre eso no se hablaba. Sobre eso se cantaba.
El breve episodio de Gardel con Ivonne estaba destinado al fracaso. No por desamor; al contrario. Aunque jamás se atrevieron a confesarlo, estaban completamente enamorados. Pero el Zorzal se resistía a dejarse caer en las redes del amor. Por otra parte, Ivonne no tenía la habilidad ni la disposición de la araña. Así eran las cosas. Primero estaba la lealtad a los amigos, el café, el cabaret, la noche. Las mujeres eran objeto de culto, estaban ahí, pérfidas e ingratas, para cantarles, para sufrir sus traiciones o para lamentar su malquerencia en la letra de un tango. Ahí estaban para recordarles que ellos las habían sacado del fangal y terminaban yéndose con otro, con un bacán. Con la misma tenacidad del salmón nadando contra la corriente, Gardel se resistía a dejarse arrastrar por el torrentoso cauce de las pasiones. Por otra parte, existía una idea carcelaria del noviazgo y del matrimonio. Después de los amigos estaba la libertad. La mujer y los hijos eran algo que le sucedía a la gilada. Si alguno de los muchachos del café era descubierto en la flagrante intención de abandonarlos por una mujer, era inmediatamente aleccionado por los más experimentados, por aquellos que habían vuelto del infierno del matrimonio o se habían salvado providencialmente en el último minuto. Así, el pobre desgraciado que había sucumbido al amor se convertía en el centro del círculo formado por los amigos dispuestos a cantarle los más sabios consejos:
No hay excepción a la regla
tan sabia como tan vieja,
buey solo bien se la arregla
y aunque parezca de otario
atendé la moraleja,
es mejor el solitario
que andar jugando en pareja.
Entonces tomaba la palabra el siguiente que, con la voz inflamada por la experiencia, cantaba:
La mina es como el absento:
está bien para una noche
no para toda la vida;
por eso hay que andar atento
no sea cuestión que te abroche
y te arrastre a la caída.
Por si no fuese suficiente, otro de los que regresaron de la muerte civil le explicaba la importancia de mantenerse aferrado a la vida:
Figurate el panorama
de tu vida de casado,
olvidate del estaño,
la milonga, el Politeama;
serán cosas del pasado
amigos de tantos años
del viejo bar de Lezama,
habrán de quedar de lado
como si fuesen extraños.
Pasándole una mano sobre el hombro al pobre infeliz, palmeándolo y dándole el pésame por anticipado, finalmente todos cantaban a coro:
Te fuiste solo a encañar
ciego atrás de una criatura
creyendo que todo es rosa;
hoy no para de morfar postres,
merengue y fatura
y a aquella delgada moza
que tanto supiste amar
le ha quedado la cintura
como al Chacho Peñaloza.
Mirá como son las cosas,
no ha de ser de puro azar
que para atarte de manos
te coloquen las "esposas".
Por todas esas razones, cuando Gardel descubrió que estaba enamorado tuvo el impulso de huir. Pero estaba enamorado. Quiso hacer las valijas y escapar a Barcelona. Pero estaba enamorado. Encendió un cigarrillo e intentó pensar con calma, examinar la situación, ser razonable. Pero había perdido la razón. Nada había que no le recordara aquellos ojos azules y tristes, aquellos pezones adolescentes. Había caído en las manos de la araña que jamás tejió una red. Había caído solo, sin que nadie lo empujara. Pensaba en los rascacielos de Nueva York, en el barrio latino de París, en las fondas portuarias de la Barceloneta, pero nada le producía tanta fascinación como aquellas piernas largas y delgadas que cada día, a las cuatro de la tarde, lo recibían con cálida hospitalidad. De no haber sostenido aquella voluntad contraria al amor, Gardel e Ivonne hubiesen mantenido, quizá, un romance apasionado y a la vez armonioso, si ambos términos no fuesen contradictorios.
Ivonne soportaba con estoicismo y callada resignación las tormentas que sacudían el ánimo del Zorzal. Toleraba con entereza los violentos cambios en su humor: un día era un amante dulce y apasionado, y al siguiente, un témpano flotando en un océano de indiferencia. Por momentos era un mar de locuacidad y efusión, y al rato se convertía en una suerte de animal huraño dentro de una caparazón de silencio pensativo. Una tarde la recibía con un ramo de crisantemos enlazados por un collar de perlas y la otra la esperaba con los puños crispados, como apretando un rencor. A veces le escribía cartas arrebatadas, plagadas de anhelos y siempre a punto de revelar la esperada confesión y, otras, cabizbajo, envuelto en una nube de melancolía, le decía:
– Esto no va más.
Pero nunca era terminante. Ivonne ignoraba que era ajena a los vaivenes sentimentales de Gardel; no tenía forma de saber que él estaba librando una batalla íntima y silenciosa. Ella recibía con recatada alegría los días amenos, y soportaba con callado estoicismo aquellos otros en los que todo parecía negro y tormentoso. Pero, tal vez sin que ella misma lo advirtiera, aquella larga in-certidumbre iba horadando su espíritu como las olas que, en su vaivén, van dejando surcos en la roca. Y fue justamente en uno de aquellos intersticios donde iban a anidar las ilusiones de otro hombre. Fue por aquellos días cuando Ivonne conoció a Juan Molina.