No era difícil sentirse amigo de Gardel. El cariño con el que hablaba de su viejo chofer, Antonio Sumaje, hacía que Molina percibiera que su lugar frente al volante no era el de un simple empleado. Por otra parte, quiso la coincidencia que el valet que acompañara a Gardel en tantos viajes, Eduardo Marino, se enfermara gravemente; de manera que, viendo que aquel joven tímido, diligente y amable era un excelente volante y mostraba la mejor disposición, Gardel pensó que podía matar dos pájaros de un tiro. Además no era un simple detalle que el Zorzal tuviera una bala alojada cerca del corazón. Su metálica presencia se le hacía carne en los días de humedad, era un dolor punzante que a veces le dificultaba llegar a las notas más altas. Aquel balazo artero que le pegaran a quemarropa en la esquina de las tragedias había hecho de Gardel un hombre algo más cauto. El porte de luchador de Juan Molina era ciertamente capaz de intimidar a un admirador exaltado o a algún memorioso que quisiera cobrarse viejas cuentas. Gardel se sentía seguro en compañía de Juan Molina. Nunca permitía que caminara a sus espaldas, no sólo porque le resultaba una mutua humillación, sino porque, frente a la mirada pública, el Morocho tenía amigos, no guardaespaldas. Cada vez que salían con el auto, Gardel viajaba adelante, junto a Molina, nunca en el asiento trasero. A menos que quisiera dormir. Y si salía a comer con los amigos o, incluso si se trataba de acontecimientos sociales, jamás dejaba que se quedara esperando en el coche; siempre lo hacía pasar y era uno más en la mesa. Y tenía la enorme delicadeza de presentarlo, cualquiera fuese la ocasión, como "Mi amigo, Juan Molina". Pese a que Gardel se dirigía a él con la mayor naturalidad, el joven colaborador no podía articular palabra en su presencia. Jamás se había atrevido a confesarle que era cantor. Para Molina, conducir el auto de quien fuera el espejo de sus ilusiones, caminar a su lado o arreglarle el moño antes de que saliera a escena, era como tocar el cielo con las manos. Y cada vez que escuchaba el "Gracias, pibe", que le dedicaba cuando se despedían, no podía evitar la misma respuesta de siempre: "Gracias a usted, maestro". Molina se debatía en un abismo cruel, doliente: por un lado la lealtad incondicional que llegó a profesarle a Gardel y, por otro, la culpa inmensa e inevitable de amar a la mujer que le pertenecía.
Gardel nunca supo ni quiso aprender a manejar. Disfrutaba de sus permanentes reencuentros con Buenos Aires a través de la ventanilla del auto. A menudo le pedía a Molina que se desviaran del consabido camino desde el Abasto hasta el centro, le gustaba andar a la deriva, dejar librado el periplo al arbitrio de su chofer. Gardel era un buen conversador, locuaz y cauteloso. Jamás decía una palabra de más, nada que pudiese revelar un ápice de su vida privada. Pese a que Molina era quien mejor conocía sus actividades, era parte del contrato hacer de cuenta que no veía ni escuchaba nada. Jamás pronunciaba el nombre de Ivonne en las conversaciones con su chofer. Era obvio que Molina estaba al tanto de todo, de hecho fue ella quien los presentó, pero eso ni siquiera se mencionaba. Sin embargo, no era difícil percibir que Ivonne se había convertido para Gardel en un problema cada vez más irresoluble. Por una parte se resistía a dejarse arrastrar por sus sentimientos y, por otra, había dejado que aquella muchacha se instalara en su existencia de un modo, cuanto menos, avasallante.
Ivonne estaba prófuga. Había cometido la más peligrosa de las deslealtades. Gardel le había dado refugio en el bulín del Francés y, pese a que eran muy pocos los que conocían la existencia de aquel departamento oculto en medio de la ciudad, no ignoraba el riesgo que eso significaba. Por más que fuera Gardel. Con la organización Lombard no se jugaba. Por mucho menos que eso, y aun siendo Carlos Gardel, había recibido un balazo cerca del corazón.