Una fría mañana de julio, Juan Molina es trasladado en un camión jaula desde Las Heras hasta Devoto. Esposado y con los brazos sujetos a un pasamanos, vigilado por cuatro guardias, mira entre los barrotes la ciudad destemplada. El reencuentro con las calles de Buenos Aires le devuelve parte de la memoria que había perdido y le produce una alegría que, por su misma fugacidad, se transforma en tristeza. Una vez más, como si aquel fuese su destino, cuando estaba a un paso de la gloria, la suerte le muestra el lado ingrato de la taba. En el mismo momento en que el fantasma de Ivonne empezaba a disiparse y podía disfrutar nuevamente su incierta existencia, la fatalidad vuelve a ensañarse con él. El recuerdo de la mujer que tanto había amado se adueña otra vez de su pensamiento para atormentarlo como un castigo. Mientras el camión celda que lo traslada se va internando por las calles de Devoto, Molina se siente como quien es enviado al destierro en el fin del mundo. Empezar de nuevo, hacerse respetar, encontrar su lugar, ganarse algún amigo o varios enemigos y, quién puede decirlo, saber si va a poder volver a construir su sitial de cantor de tango; de sólo pensarlo le entra una pereza rayana con la ausencia de ganas de vivir.
Finalmente el camión transpone el portal de la cárcel y se detiene frente a una barrera. Hay un silencio mortuorio. Dos de los guardias toman a Molina por los hombros, uno a cada lado, y lo bajan con tal exceso de celo, que se diría que temieran un intento de rebelión. Otra vez, volvía a ser un anónimo. Quizá lo primero que le espere sea el decomiso de su traje cruzado y el cambio por uno de rayas. Lo hacen pasar a una oficina y allí lo recibe un hombre regordete y de bigotes.
– Lo estábamos esperando -le dice escueto y, dirigiéndose en tono marcial a los guardias, les ordena:
– No lo suelten hasta que lleguemos al pabellón.
Otra vez lo tratan como si fuese un asesino feroz y no el más respetable de los cantores que era hasta hacía unas horas.
Mientras lo conducen por un pasillo frío que desemboca en un patio, Juan Molina tarda en comprender lo que está sucediendo: una multitud que colma el patio y se aglomera contra los barrotes de las ventanas, presos trepados a horcajadas entre sí, lo están esperando. No bien se asoma el cantante todo es aclamación, gritan su nombre y aplauden. Los guardias se ven de pronto obligados a protegerlo de tanta efusividad hecha de manos que se estiran para conseguir su saludo, de la tenacidad de aquellos que se acercan con la intención de abrazarlo. De pronto la ovación desordenada se va convirtiendo en una canción general que suena como los coros multitudinarios que bajan de las gradas de las canchas de fútbol:
No será esta gayola el Odeón,
no será el Mulín Rush
ni franchutes estos crotos,
pero igual, hay que ver,
cómo la platea ruge
cuando el pibe del camión
hace su entrada en Devoto.
Molina no puede creer aquel recibimiento. Los presos más peligrosos se abrazan a las rejas y los otros, enlazados entre sí, forman una masa danzante y exaltada a lo largo de las galerías de los pabellones y, a voz en cuello, cantan:
No será el atalaya el Big Ben,
no será de los lores la corte
ni tenemos pretensiones,
pero igual, hay que ver,
las quebradas y los cortes
de todos los "nenes bien"
cuando bailen tus canciones.
Sin dejar de bailar, los reclusos conducen a Molina por los distintos pabellones con la hospitalidad de un único y gran anfitrión, mostrándole la que habrá de ser su nueva casa:
No será el pabellón el Alvear,
no será el Grand Hotel
ni siquiera una rante pensión,
pero igual, hay que ver,
cómo te van a tratar,
más mejor que a Gardel
cuando estuvo en Nueva York.
Como si las autoridades de la cárcel facilitaran los festejos, todos los presos alzan de pronto en sus manos unos jarritos metálicos y desiguales, y en un canto unánime, saludan:
Levantemos nuestras copas sin champán,
elevemos nuestros votos
y brindando a tu salud
celebremos con un cóctel de agua y pan
porque va a ser en Devoto
tu más estelar debut.
Juan Molina recordó aquel lejano día, cuando era un chico, en el que había visto a Gardel por primera vez. Y ahora lo recibían a él con idéntico cariño. Su figura era un mito en todas las cárceles del país; su nombre había recorrido, de boca en boca, cada una de las celdas de cada presidio. En el universo paralelo, subterráneo, que constituían las prisiones, era el hombre más famoso. El recibimiento que le dieron en Devoto era para Molina más emotivo que el que cualquier cantor de tangos recibiera en París. Y marcó el inicio de su carrera como solista. La forzada separación de Ceferino Ramallo fue borrando el mítico nombre del dúo Molina-Ramallo, para convertirse en el terminante, escueto y sonoro Juan Molina con que todos lo habrían de conocer.