Señoras y señores, antes de que este viejo telón raído por el tiempo y el olvido se cierre a mis espaldas, permítanme decirles que, si bien la muerte de Molina distó apenas unos pocos meses de la de Gardel, nadie habría de imaginar que el joven discípulo no habría de sobrevivir a su maestro. Damas y caballeros, antes de que la orquesta toque el sol-do que marcará el final del melodrama, déjenme contarles que el trágico y sonado final del Zorzal del Abasto en suelo de Medellín sepultó para siempre el recuerdo de aquel chico que nació en La Boca y apenas llegó a orillar los veinticinco años. Antes de que la luz de este seguidor se extinga esta noche y para siempre, concédanme un último pedido: si acaso un día, bordeando los muros de la cárcel de Devoto, creyeran percibir un lamento melodioso, deténganse a escuchar; quién sabe si aquellos ladrillos no guarden todavía el eco de la voz de aquel que, al decir de muchos, fuera el más grande cantor de tangos de todos los tiempos.
Y, por si acaso, murmuro entre nosotros, después de Gardel.
Fin