A las cinco en punto de la tarde, Juan Molina estaba en la puerta de calle del bulín del Francés. Del otro lado de la reja lo estaba esperando Ivonne. Lo hizo pasar, le arregló el nudo de la corbata, le acomodó el cuello de la camisa y le quitó una pelusa del hombro.
– Estás muy buen mozo -le dijo a la vez que, en puntas de pie, le besaba la mejilla. Molina examinó el hall del edificio y se dijo que aquella no parecía, exactamente, la residencia de un magnate. Era cierto que no podía evitar una suerte de animadversión hacia todo lo que tuviese alguna relación con su rival. Mientras subían en el lento ascensor de jaula, intentaba imaginar el aspecto de su futuro patrón. Sentía una curiosidad morbosa por conocer a aquel que le había arrebatado el corazón a la mujer que amaba secretamente. Se lo veía inquieto; pero no eran los nervios propios de una entrevista de trabajo, de pronto cayó en la cuenta de que estaba por exponerse a una humillación; sabía cómo eran esos cajetillas: el tipo no se iba a ahorrar ningún desprecio frente a su amante. Todo el tiempo necesitaban demostrar poder. No quería que Ivonne lo viera agachando la cabeza, confesando que no había terminado la escuela primaria, como si hiciera falta para manejar un auto; teniendo que jurar que, siendo pobre, era, además, honrado. Pero Molina estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para estar cerca de Ivonne. Cuando entraron en el departamento, no pudo menos que sorprenderse por el mobiliario; aquello era, a todas luces, un garito. La mesa forrada en paño verde, las coloridas pantallas de las lámparas, las persianas cerradas, todo tenía el acre perfume de la clandestinidad. Ivonne se movía como si fuese la dueña de casa. Juan Molina no pudo aventar la certeza de que aquella chica extranjera que apenas si conocía la ciudad, en su candidez, había escapado de una mafia para entrar en otra quizá peor.
– Voy a preparar café -dijo Ivonne y, antes de perderse tras la puerta de la cocina, agregó:
– Los dejo solos así conversan tranquilos.
Sólo entonces Molina percibió que por sobre el respaldo de un sillón que estaba de espaldas a él asomaba la nuca engominada de un hombre. Tuvo el impulso de acercarse y dar la vuelta, pero ni bien dio el primer paso, una voz proveniente del anverso del sillón dijo:
– Está bien ahí, tome asiento en la silla que está detrás de usted.
Si no fuera por el acento criollo, Molina hubiese asegurado que el tipo era el mismo Al Capone.
– Tuve la desgracia de perder a un amigo muy querido. Fue mi único chofer. Imagínese que el primer coche en el que me llevó todavía era tirado por caballos. Tenía el sueño de ser aviador, se llamaba don Antonio. Murió la semana pasada. Perdí un amigo -repitió.
Aquella voz franca y amena le sonó extrañamente familiar a Molina.
– Créame que lo lamento -contestó con sinceridad y no supo que más decir.
– Le creo. Me gusta su voz, le creo. Hábleme de usted.
Molina titubeó unas palabras y, sin saber por qué, empezó contándole de su barrio, de La Boca, de su madre. Aquello era completamente distinto de lo que imaginaba como una entrevista de trabajo. Había algo en el modo de hablar de su interlocutor, había algo en su voz que le inspiraba confianza. Pero sobre todo, respeto. Le habló del Astillero y del majestuoso International que manejaba, le habló del Dock y de la casa en la que había nacido. Le habló del tango. Pero no se atrevió a confesarle que era cantor. Le habló del Royal Pigalle, pero no de sus anhelos más profundos. Le dijo que hasta el día anterior era luchador, pero no se animó a revelarle que esa misma noche desistió de debutar como cantante en el Armenonville.
Sin verse las caras, de pronto estaban conversando como dos viejos amigos, la voz tras el sillón, aquella voz que ya se había vuelto entrañable para Molina, le hablaba de las mismas cosas, de los mismos lugares que anidaban en su alma. De pronto, ya en confianza, le dijo:
– Mirá, pibe, lo que yo necesito, más que un chofer, es alguien que me sea leal.
Juan Molina, con la cara hundida entre las manos, con la voz quebrada por la emoción, le dijo que sí.
– Sí -le dijo-, sí, maestro. Cómo no serle leal a usted si me ha enseñado todo lo que soy -le dijo, y no hizo falta que le viera la cara para reconocer al dueño de aquella voz que resumía en una el conjunto de todas las voces nacidas bajo este cielo lejano.
Si no fuese porque el pudor y la emoción se lo impiden, Juan Molina cantaría la canción que pugna por salir del pecho, pero no puede ir más allá del nudo que le cierra la garganta:
Perdón que no pueda hablar
y se me rompa la voz
con un nudo en la garganta,
el sentir se me atraganta
al ver todo cuanto sos,
más grande que todo el mar,
más luminoso que el sol.
Este silencio te canta
y mi muda reverencia .
que no parezca un quebranto,
si me tomo la licencia
de que se me escape el llanto
es porque así, llorando
es como yo te canto.
Perdón que no diga nada,
que no parezca insolencia
pero mis penas pasadas
que me han hecho sufrir tanto
se diluyen con el llanto
nacido de la emoción
y esta silente canción
quiere salir en tropel,
como el río sale 'e madre,
pueda decirte de cuánto
le diste a mi corazón;
y si he de tener un padre
su nombre es Carlos Gardel.
Entonces Gardel se puso de pie y al ver a aquella mole veinteañera llorando como un chico, le dijo:
– No será para tanto.
Sacó un manojo de llaves del bolsillo, se lo arrojó y Molina lo atajó en el aire.
– Es un bicho un poco viejo, un Graham del veinte, pero todavía anda. Y cómo -le dijo y concluyó:
– Anda revisando agua y aceite que esta noche salimos para Santa Fe.