Estaba dispuesto a derribar el portón con el hombro cuando, al otro lado del vidrio, pudo ver la figura adormilada de Ivonne saliendo del ascensor. Recién entonces Molina recuperó el aire perdido. Medio dormida y con el pelo desordenado, la vio más hermosa que nunca. Mientras se acercaba, envuelta en una bata japonesa que destacaba su estatura contrastante con aquella cara de niña, Molina elevó la vista al cielo y agradeció. Al verlo pálido, empapado en sudor y jadeante, Ivonne terminó de despabilarse y apuró el paso con visible preocupación. Con las manos temblorosas, tardó en encontrar la llave, hasta que por fin abrió la puerta. Lo hizo pasar y, sin preguntarle nada, lo abrazó. Luchando contra su propia voluntad de apretarla contra su pecho y no separarse nunca más, Molina la tomó suavemente por las muñecas y la alejó. Aquella mujer tenía un dueño y antes que nada estaba la lealtad. Así no las hubiese pronunciado nunca, las palabras de Gardel eran un mandato que resonaba en sus oídos cada vez que veía a Ivonne: "lo que yo necesito, más que un chofer, es alguien que me sea leal."
Iluminados por el fulgor rojo e intermitente del cartel de Glostora, Ivonne y Molina permanecen en silencio sentados en el amplio sofá que está delante de la ventana. Ella lo contempla a través del vaso de whisky que sostiene delante de sus ojos. Él fuma haciendo figuras con la brasa del cigarrillo, dibujos en el aire que aparecen y desaparecen conforme se prende y se apaga el neón del cartel. Y así, iluminados por ese fulgor rojo e insistente, ensombrecidos por la melancolía y un dejo de derrota, cantan a dúo:
Somos dos almas en pena
prófugas en la ciudad indolente,
dos almas hermanas
desengañadas del mundo y la gente.
Solos entre el ruido,
solos en las luces
de calle Corrientes.
Zorzales sin nido
cargamos las cruces,
las propias y ajenas
como lo que somos:
dos almas en pena.
No digamos nada, cantemos,
como en los tugurios y en los cafetines
cantando sus cuitas y sus berretines
murmuran los curdas
las tragedias burdas
que teje el destino;
no digamos nada
perdimos el rumbo,
no se ve el camino,
quizá sea esta noche la última cena.
Por eso cantemos
como lo que somos:
dos almas en pena.
Cuando terminan de cantar, con la misma resignación y los ojos deformados tras la convexidad del vaso, Ivonne pregunta:
– ¿Qué vamos a hacer?
– ¿Qué voy a hacer, querrás decir? -corrige Molina.
Ivonne se siente, de algún modo, culpable. Pero quizá no del modo en el que debería.
– Yo te metí en esto. No te voy a dejar solo ahora.
Molina niega con la cabeza. Cómo decirle que la había seguido como un perro, cómo confesarle que estaba completamente enamorado, que en realidad lo único que lo llevó a renunciar a su debut en el Armenonville no era otra cosa que su proximidad; sentir, aunque más no fuera, su perfume cercano.
Ivonne no era feliz con Gardel. Pero había aprendido a resignarse. La resignación era la historia de su vida. Tampoco quería su compasión. Y no podía evitar la sospecha de que lo que había llevado a Gardel a darle refugio en aquel bulín de nadie, era una suerte de lástima, mezclada con cierto código de hombría. Pero ella sabía que no podía quedarse ahí por tiempo indefinido. Ivonne bebió un sorbo de whisky y con la mayor serenidad, siempre hablándole al vaso que sostenía frente a su cara, dijo que acababa de tomar una resolución:
– Mañana vuelvo al Pigalle. Así no puedo vivir -hizo un silencio y concluyó:
– No quiero que nos maten. No quiero que te maten. Mañana vuelvo al Royal Pigalle y aclaro todo.
Molina le hizo ver que no había vuelta atrás, que ya era un hecho consumado, que habían matado a un hombre. Y no se iban a quedar con el cadáver equivocado.
– Si volvés, lo más probable es que te maten en el Pigalle.
Molina estuvo a punto de pedirle que huyeran juntos, que se fueran a la otra orilla del Plata o al otro lado del océano si era necesario. Y tal vez era lo más sensato. Pero una cosa era traicionar a André Seguin y otra a Carlos Gardel.
– Yo me voy a arreglar -dijo Juan Molina-, no te preocupes por mí.
Ivonne sonrió.
– Al que estuvieron a punto de matar fue a vos.
Lo único cierto es que no estaban en condiciones de pensar. Molina descolgó el abrigo del perchero y cuando se disponía a salir, Ivonne lo tomó del brazo.
– Vos no te vas a ninguna parte -le dijo sin soltarlo.
– Acá no puedo quedarme… -balbuceó.
Ivonne se lo quedó mirando con una sonrisa, como interrogándolo.
– ¿Por qué, por mí o por él? -le preguntó muy cerca del oído.
Ivonne lo atrajo hacia ella y lo abrazó. Buscó su boca y a un milímetro de sus labios le susurró:
– Si es por mí, no te preocupes, lo que sobra son camas. Podes acostarte en la que más te guste -le dijo apretándole el muslo entre los suyos-. Si es por él, quedate tranquilo, no voy a decirle una palabra si no querés.
Molina volvió a separarla, colgó otra vez el saco en el perchero, acercó sus labios a la mejilla de Ivonne y le dio un beso suave y fraternal. Caminó hacia uno de los cuartos y, antes de cerrar la puerta, sin mirarla a los ojos, le dijo:
– Que descanses. Descansemos, que nos hace falta.