Toda belleza proviene de una sangre bella y un cerebro bello.
Walt Whitman
El Centro Médico de la Universidad de California ocupaba un kilómetro cuadrado en la ladera cubierta de tupidos árboles del monte Sutro, a medio camino entre las tejas rojas del distrito Haight-Ashbury de San Francisco y el Golden Gate Park. Es un barrio agradable y Swift rara vez iba al Centro Médico sin pasar por algunas de las librerías de Haight, famosas por su radicalismo. Pero en esta ocasión fue directamente al Departamento de Radiología del hospital, donde había quedado con una vieja amiga.
Joanna Giardino era una beldad americana de procedencia italiana y estatura menuda, abundante pelo negro y mirada provocativa que tenía a todos los hombres subyugados como si fueran estúpidos animales domésticos. Swift la conoció en una época en que las dos eran miembros del equipo femenino de esquí y rivales en la lucha por conquistar el amor de cierto joven del equipo masculino que estaba como un tren y que moriría al cabo de poco tiempo en un accidente de moto. Desde entonces, las dos chicas se hicieron amigas y de vez en cuando se veían en el Edinburgh Castle, un pub inglés que estaba en la calle Geary y que era el que escogía Swift, o bien en Capp's Corner, un restaurante italiano situado en North Beach que solía escoger Joanna.
Además de ser una buena amiga, Joanna era también una de las neurólogas dedicadas a la investigación más prometedoras de la UCSF; tenía varios artículos publicados, uno de los cuales había escrito junto con Swift y trataba sobre la frontera paleoneurológica que separa a los homínidos de los humanoides.
Las dos se abrazaron efusivamente bajo la mirada de un hindú de físico muy atractivo que llevaba bata blanca y una corbata estampada con una selección de personajes de un cómic DC.
– Te presento a Manareet -le dijo Joanna.
El colega hindú de su amiga la saludó con una breve reverencia.
– Es el neurorradiólogo principal del departamento. Si el cráneo presenta alguna anormalidad, Manareet la verá. Manareet, te presento a Swift. No es que no tenga un nombre de pila, es sólo que el que tiene no le gusta demasiado.
– Encantado de conocerte -dijo Manareet muy educadamente mientras estrechaba la mano que Swift le tendía.
Su pronunciación era tan clara y sus maneras tan impecables que Swift pensó que debía de haber estudiado en Inglaterra. En Oxford conoció a varios hindúes como él, y la mayoría eran viejos estudiantes de Eton que hablaban con un acento que era puro cristal tallado, que procedían de familias fabulosamente ricas y que habían tenido mejor crianza que la familia real británica.
– Swift me parece un nombre refinado, muy sutil -comentó Manareet-. Como un pájaro, o un pensamiento, o un pequeño planeta.
Swift, a quien los cumplidos le hacían sentirse azorada, se mordió el labio inferior al tiempo que hacía un esfuerzo por dejar de contraer la cara en una mueca boba que amenazaba con permanecer en ella eternamente.
– No le hagas caso -le advirtió Joanna-. Lo que más le gusta en el mundo es halagar.
– ¿Eres inglesa? -le preguntó a Swift.
– Australiana -confesó ella-. Pero estudié en Inglaterra.
– Yo también. Primero en Winchester y después en Standford -explicó.
Manareet echó una ojeada al reloj y, dirigiendo la mirada a la caja que llevaba Swift, asintió con la cabeza.
– ¿Es ahí donde transportas a nuestro paciente?
Swift colocó la caja que contenía el cráneo original sobre la mesa de trabajo de Joanna y tamborileó ligeramente en la tapa con los dedos.
– Aquí está -anunció.
– Después de haber leído tu carta, no puedo esperar ni un minuto para verlo -reconoció Joanna.
Joanna ya había firmado el contrato de confidencialidad, pero Swift había decidido que no era necesario pedirle a Manareet que lo hiciera. Trabajaban en campos distintos y Manareet, además, tenía la amabilidad de acceder a dedicarle parte de su tiempo y de ofrecerle de forma gratuita el escáner con el que se practican las tomografías axiales computerizadas.
– Bien, pues vamos a empezar. La máquina está lista. ¿Sois tan amables de venir por aquí?
Manareet las condujo a una habitación enorme que había al final del pasillo en la que estaba instalado el aparato, enorme y negro, con el que se efectuaban las TAC.
– Hace unos cinco o seis años -explicó-, este aparato, el Picher 1200, era el no va más. Pero en la actualidad casi no lo usamos. Prácticamente a todos los pacientes que exploramos los sometemos a la misma técnica de diagnóstico: la resonancia magnética.
A pesar de haber quedado anticuado, el aparato de tomografías axiales computerizadas impresionó mucho a Swift. Bruñido, negro y dotado de un dispositivo que tenía la forma de un salvavidas de dos metros de altura, el Picher 1200 le recordó un equipo de música de esos que valen una fortuna y que le invitan a uno a tumbarse en su interior para deleitarse con su sonido.
Manareet sacó el cráneo de la caja, hizo un comentario sobre su tamaño y lo depositó encima de la parte de cuero acolchada que corresponde a la almohada, en donde los pacientes apoyan la cabeza en la cama que se extiende en el interior del salvavidas donde se hallan el emisor de rayos X y los detectores. En la tomografía axial computerizada o TAC, un rayo láser gira alrededor de la cabeza del paciente; a su vez, aquél está rodeado por varios cientos de detectores de fotones de rayos X circularmente dispuestos que miden la fuerza de los fotones que penetran en él desde una infinidad de ángulos distintos. Un ordenador analiza, integra y reconstruye la información facilitada por la radiación, lo que permite obtener la imagen completa de varias secciones transversales de la región corporal explorada, que puede verse en un monitor de televisión. En cuanto obtuvieron una imagen del interior del cráneo, estuvieron en condiciones de construir una imagen del cerebro que había ocupado en el pasado dicha cavidad.
Manareet ajustó los mandos de control y un técnico puso en funcionamiento el láser antes de reunirse con Swift y los dos neurólogos detrás de una pantalla protectora de plomo.
Unos segundos después, un finísimo rayo láser que parecía un hilito rojo de caramelo empezó a radiar con intermitencias el cráneo.
– Muy bien -dijo Joanna en el tono de voz de alguien que está trabajando concienzudamente y busca por encima de todo la eficacia-. Que el ordenador nos dé ahora una imagen digital del cerebro que ocupó el interior del cráneo.
– Ningún inconveniente.
Manareet se sentó frente al ordenador y tecleó una serie de órdenes.
– ¿Quieres una imagen en tres dimensiones o en realidad virtual?
– En realidad virtual -contestó Joanna-. Quiero una imagen de esta cabeza que parezca salida de una película de Spielberg. Y una copia en tres dimensiones impresa.
– ¿Piensas pedir que te hagan una morfización del cráneo más adelante?
– Sí.
La morfización se efectuaba en el laboratorio de visualización biomédica de la universidad; se reconstruían caras, y a veces cuerpos enteros, a partir de un cráneo y de un esqueleto humanos empleando para ello programas informáticos de distorsiones algorítmicas y de disolución que fueron concebidos inicialmente para ser utilizados por los estudios de Hollywood con el fin de rodar películas como Terminator II. Swift esperaba que pudieran obtener una imagen de una criatura viva de su espécimen.
– Entonces, te daré también los datos estereolitográficos -dijo Manareet-. Así les ahorraremos trabajo.
– Muchísimas gracias -contestó Swift-. Si no es ninguna molestia, te lo agradeceré mucho.
– No es en absoluto ninguna molestia.
En una estereolitografía, un láser guiado por un ordenador solidificaría capas de resina que adoptarían la forma de las secciones transversales del cráneo. Después, los analistas informáticos del laboratorio de visualización biomédica de la universidad podrían utilizar una réplica sólida con el objeto de reconstruir la cara del cráneo. El yeso blanco y el Bedacryl habían sido casi enteramente sustituidos por los ordenadores, que eran las herramientas utilizadas con preferencia a la hora de reconstruir y copiar fósiles.
– Tardará un poco -comentó Manareet, que se recostó en el asiento y cogió una lata de Pepsi que había sobre la mesa.
La pantalla del ordenador se quedó un momento negra y Manareet se inclinó otra vez hacia adelante.
Al cabo de unos minutos, el ordenador mostraba con precisión los contornos y las dimensiones del interior del cráneo; tenían ante sus ojos una copia en color, de alta resolución y en realidad virtual, que el Picher 1200 había enviado a la pantalla Trinitron de cincuenta centímetros.
– Bien -dijo Manareet-. ¿Qué os parece si nos adentramos en la gruta?
Deslizó el ratón hacia adelante, entró en el interior del cráneo por una de las cuencas de los ojos y lo inspeccionó como si fuera un agente inmobiliario en el momento de enseñar a un posible comprador el interior de una casa vacía.
– No está nada mal -comentó Joanna-. Pero me gustaría ver el cerebro que le correspondería a este cráneo.
– Eso no plantea ninguna dificultad -respondió Manareet, que pulsó la tecla Intro y sustituyó la imagen en realidad virtual del cráneo por una del cerebro.
A Swift la imagen le pareció tan real que tuvo la sensación de que iba a poder coger el cerebro del monitor y depositarlo en un tanque de formaldehído, como Frankenstein cuando efectuaba los preparativos para devolverle la vida al cadáver.
– Qué maravilla -exclamó Swift-. Se pueden ver casi todos los lóbulos.
– Nada de casi -dijo Manareet mientras movía el ratón para darle la vuelta a la imagen y hacía clic con el objeto de ampliar una parte concreta, y luego hacía clic otra vez para ampliarla todavía más.
– Se pueden ver todos y cada uno de los lóbulos.
Como si quisiera demostrarlo, colocó el puntero sobre la zona que cubrían los huesos occipitales y dio la orden con el ratón varias veces hasta que apareció en pantalla una imagen clarísima del córtex.
– ¿Qué me decís de esto? -preguntó lleno de orgullo.
– Es fantástico -contestó Joanna.
Manareet pulsó el ratón una vez más y al cabo de unos segundos le entregó a Swift un disco compacto que contenía todas las imágenes y la información digital que la TAC había grabado en el ordenador.
– Un regalo.
– Gracias, Manareet -dijo ella abanicándose con el estuche del disco compacto.
– Por favor.
– Vamos a mi despacho a ver el disco compacto -intervino Joanna-. Utilizaremos el programa de análisis de contornos neurológicos.
Swift recogió el cráneo de la camilla del escáner y lo metió en la caja. Al salir de la sala miró a Manareet y le dedicó una sonrisa llena de afecto.
– Encantada de haberte conocido.
– El gusto ha sido mío. Espero que algún día me dejes invitarte a comer. Guisaré yo.
– No te lo pierdas -intervino Joanna-. Manareet es famoso en este hospital por los platos a base de bario que prepara. Él lo llama curry. Te digo una cosa, una vez probé uno que estaba tan picante que si me hubieran hecho una fotografía del estómago habrían salido los contornos perfectamente dibujados.
Swift soltó una carcajada y siguió sonriendo a Manareet.
– No le hagas ningún caso -comentó-. A mí me encantaría probar un buen guiso a base de curry.
Joanna introdujo el disco compacto en la bandeja del ordenador, escogió una de las opciones de la lista que apareció en pantalla y esperó a que los datos de realidad virtual seleccionados se cargaran.
– Es encantador, ¿verdad? -preguntó.
– Es simpático.
– Lo debe de estar pasando mal ahora -agregó Joanna- con todo lo que está sucediendo en el Punjab. Manareet es sikh y tiene familia allí. Aunque si está preocupado, la verdad es que no lo demuestra.
Swift meneó la cabeza muy seria.
– ¿Cree que va a estallar una guerra? -preguntó.
– No habla de ello para nada. Y yo tampoco. Pero lo que dije del curry lo dije muy en serio -dijo Joanna más animada-. Me pareció magma fundido.
– Cuando estudiaba en la universidad en Inglaterra solía comer toda clase de currys -reconoció Swift-. Algunos eran de lo más picante.
– Tal vez sea por eso por lo que los ingleses sois tan inhibidos. Tantos años de imperio en la India os dejaron con el culo estrecho. Con la cantidad de curry picante que llegasteis a comer se os puso cara de estreñimiento.
Swift no trató de desmentir a su colega, que daba por supuesto que ella era inglesa y no australiana. La vida era demasiado breve para perder el tiempo aclarando una y otra vez que había nacido en Australia. Y con el tiempo que hacía que no ponía los pies en su tierra natal, además.
La pantalla del ordenador de Joanna parpadeó y al cabo de un momento reapareció la imagen en realidad virtual: el cerebro rosa sobre un fondo azul brillante flotaba dentro del monitor como una extraña criatura que habitara el fondo de los mares.
A primera vista, el cerebro no parecía muy distinto del de un ser humano. Estaba dividido verticalmente desde la parte anterior hasta la parte posterior en dos hemisferios, el derecho y el izquierdo, que a su vez estaban divididos en cuatro lóbulos, cada uno de los cuales era el responsable de una serie de funciones distintas. Swift pensó que aquel cerebro virtual parecía el cerebro prototípico de un homínido.
– Bien -dijo Joanna-. Vamos a ver si podemos calcular el tamaño. -Pulsó un par de teclas y leyó en voz alta el resultado-. Mil milímetros. Un tamaño que, en el caso de los humanos, estaría en el límite, por lo pequeño.
– Pero es más del doble de grande que el de un gorila.
– Supongo que si relacionas este dato con la dentición podrás establecer unas cuantas variables biográficas, ¿verdad?
– Ya he hablado con una antropóloga dental -le aclaró Swift-. Es una especialista en dientes de fósiles de homínidos.
– ¿Te firmó también el papelito ese de la confidencialidad?
– Claro. Ella cree que le estaban saliendo los molares terceros cuando murió.
– Sigo sin entender tu paranoia.
– No estoy paranoica, soy precavida, sólo eso. Y ahora, dime, si establecemos la hipótesis de que, por su trayectoria de crecimiento, ocupa un lugar entre el hombre y el gorila, eso significaría que el ser al que perteneció este cráneo tenía unos quince años cuando murió. Así pues, el primer molar le salió a los cuatro años o a los cuatro años y medio, y probablemente la duración máxima de vida era de unos cincuenta años.
Swift dio unos golpecitos en la imagen virtual que aparecía en la pantalla con una de las pocas uñas que no se había mordido del todo de pura excitación desde que Jack le había regalado el cráneo.
– En este cerebro, Joanna, ¿crees que puede hablarse de predominio del hemisferio izquierdo?
– En parte -concedió la colega de Swift-. Pero no de forma tan acusada como en los humanos.
Mantuvo pulsado el botón del ratón e hizo girar el cerebro para poder verlo desde el lado opuesto.
– Vamos a ver. El lóbulo occipital es más grande que el del hombre -agregó-. Los lóbulos temporales y parietales, en cambio, son más pequeños.
– Éste es también un rasgo típico de los simios -afirmó Swift.
Joanna movió el ratón y amplió los lóbulos frontales del cerebro virtual.
– Esto es muy interesante. Estos grandes bulbos olfativos podrían ser un indicio de que el espécimen poseía el sentido del olfato extraordinariamente desarrollado.
– Eso es algo que ignorábamos.
Joanna escudriñó la parte inferior del cerebro.
– Eso sí podría tener una importancia capital. La posición de este agujero magno no es propia de los simios -murmuró cada vez más absorta en el análisis.
El agujero magno es el punto que pone en comunicación la cavidad craneal con la medular.
– Sí, tienes razón -dijo Swift-. Un gorila no tendría el agujero occipital tan adelantado.
– Eso significa que tenía la cabeza mucho más erguida sobre los hombros.
– Es un indicio de que esta criatura andaba en posición erecta y no apoyándose en los nudillos como un mono.
– Exacto. Empiezo a comprender por qué este tema te tenía tan entusiasmada, Swift.
Joanna hizo girar la imagen del cerebro con el objeto de ver el lado izquierdo con más detalle.
– Oh, espera un momento.
Sus ojos acostumbrados a esas imágenes habían visto algo. Hizo clic con el ratón y amplió un área del cerebro que a primera vista no parecía que pudiera revelar gran cosa. Deslizó el ratón hacia adelante y la imagen ampliada avanzó hacia el ojo del espectador.
Joanna señaló una pequeña protuberancia que había justo encima de un pliegue de la arquitectura cerebral que Swift reconoció en seguida; se trataba de la cisura de Silvio.
– Me parece que esto es un área de Broca pequeña pero perfectamente identificable -sentenció Joanna.
Los neurólogos sostienen comúnmente que la habilidad lingüística humana está relacionada con el área de Broca, aunque sea imposible afirmar con certeza si la facultad del habla está localizada en esta protuberancia insignificante o bien debajo de ella.
Swift escudriñó atentamente la pantalla mientras Joanna intentaba ampliar al máximo aquel posible centro del lenguaje en la organización del cerebro de aquel homínido desconocido.
– Estoy de acuerdo, aquí puede haber un detalle de absoluta importancia -convino con cautela.
Joanna alteró el ángulo de ampliación de manera que apareció en pantalla un contorno del lóbulo que se veía con toda claridad.
– Sí, míralo. Aquí está -dijo.
– Esto no significa, desde luego, que este homínido hablara -afirmó Swift-, pero tal vez esta criatura poseía una notable habilidad para producir sonidos vocálicos. Tal vez poseía unas dotes de imitación muy perfeccionadas.
– Anda, Swift -la cortó Joanna-. ¿A qué viene esta súbita cautela? Nadie ha hallado jamás un área de Broca en ningún cerebro fosilizado.
Swift asintió.
– Pero no tenemos otra cosa más que rasgos superficiales. No podemos afirmar con certeza dónde se hallan escondidas las habilidades lingüísticas básicas en la organización cerebral de los homínidos.
Joanna se volvió con cara de fatiga.
– En neurología no se puede afirmar nada con certeza, ni siquiera de los humanos. Cuanto más sé, menos sé. Anda, Swift, reconócelo, tal vez hemos descubierto algo trascendental: vestigios de una habilidad lingüística que indicarían los albores de la evolución humana. ¿No te parece que sería un descubrimiento absolutamente extraordinario?
Swift sonreía, pero al mismo tiempo era muy consciente de que no podía elaborar ninguna teoría sobre el puesto que debió de ocupar aquel espécimen en la historia de la evolución hasta que Stewart Ray Sacher le diera los resultados de las pruebas geocronológicas que iba a llevar a cabo. Apenas se atrevía a pensar en llevar hasta sus últimas consecuencias lo que los indicios que acababa de descubrir parecían apuntar. Y antes de construir la teoría que ya estaba tomando cuerpo y que empezaba a obsesionarla como un espectro silencioso, tendría que ser capaz de afirmar, desde el más puro escepticismo pero sin sombra de duda, la realidad de unos hechos.
Cuando Swift quería desterrar de su cabeza algo que la inquietaba, se sentaba al piano de cola y, con una dificultad considerable, ponía todo su empeño en interpretar una de las piezas del Clave bien temperado de Bach, que había aprendido a tocar ella sola. El primer preludio en do mayor con sus arpegios era el que más le gustaba; lo tocaba bien hasta que aparecía una fuga, que parecía retomar el tema principal con una voz distinta, más segura. Se preguntó si llegaría un momento en su trabajo en que la incertidumbre dejaría paso a una resolución como aquella que se expresaba en aquel preludio. En cuanto la analogía hubo tomado cuerpo en su mente, la fuga se desvaneció bajo sus dedos como se desvanecen los copos de nieve cuando los tocan unos dedos humanos.
Se levantó del taburete, cogió una cajetilla de Malrboro Light, encendió un pitillo con mucha calma y lo sostuvo como si fuera un globo deshinchado entre sus labios, que estaban despellejados después de tanto mordérselos. Arrojó la cerilla a una papelera que había debajo del piano sin advertir que no había encestado y que había caído sobre el parquet encerado.
Swift salió afuera a fumar. El cielo de Berkeley estaba, hecho insólito, tan negro que no le cupo más remedio que pensar en su propia insignificancia. Las estrellas, que parecían fijas, eran en realidad luz en movimiento que viajaba desde un punto del pasado en el que los primeros hombres se desplazaban sobre la tierra. O tal vez de un tiempo más remoto aún. Swift sintió un escalofrío, porque pensar que en aquel orden de cosas su persona era absolutamente irrelevante era en efecto estremecedor. Todas aquellas generaciones de antepasados, de precursores que la habían precedido y que habían permanecido en el olvido tanto tiempo, eran reconocibles a duras penas. Al alzar la vista y contemplar la terrible grandeza del techo de aquella inmensa basílica, deseó casi que la Iglesia católica hubiera tenido más éxito en su intento de aplastar la gran revolución astronómica y que hubiera quemado a Copérnico, a Galileo y a Kepler junto con Tycho Brache.
Sonó el teléfono. Tiró el cigarrillo al suelo, lo apagó con el pie y entró. Le bastó percibir la agitación y el entusiasmo en la voz ronca de Stewart Ray Sacher para que le diera un vuelco el corazón. Aun antes de que él le comunicara los resultados de las pruebas geocronológicas, Swift supo que su vida ya nunca volvería a ser igual.
Warren Fitzgerald, director del Laboratorio de Estudios Evolutivos Humanos y decano de la Facultad de Paleoantropología de Berkeley, se frotó con aire pensativo la barbilla mal afeitada. Una sonrisa encendía y apagaba sin cesar el rostro de rasgos correctos, pelo blanco y gafas de montura metálica del anciano profesor, que a Swift le parecía de una sabiduría casi beatífica. Fitzgerald, una de las autoridades más eminentes del campo de la evolución humana, era famoso entre el público no especializado por haber sido el invitado de la serie científica «Changes» del PBS, que había recibido varios premios. Oriundo de Boston, Fitzgerald hablaba con tal abundancia de vocales que a Swift le recordaba siempre a John F. Kennedy.
– Bueno, si tú y Sacher tenéis razón, Stella, aunque sea a medias, creo sin lugar a dudas que este hallazgo vendría a cambiar radicalmente nuestra concepción, en términos temporales, de la evolución de los homínidos. Como mínimo, el Ramapithecus volvería a cobrar importancia en la investigación sobre el origen del hombre. Pero comprendo, desde luego, tu cautela, dada la proximidad de nuestros amigos del IHO.
Volver a establecer la posición filética del Ramapithecus causará estragos entre los bioquímicos y su investigación en el campo de la filogenia molecular. No van a ahorrar esfuerzos para desacreditarte en cuanto des a conocer los resultados de tu investigación. Han tenido que soportar durante años la acusación de que la bioquímica no tenía sentido porque se apartaba de lo que apuntaban los fósiles. Y ahora tú vas y dices que los fósiles siempre han tenido razón.
– Me parece que no es exactamente eso lo que yo digo -repuso Swift-. Al menos de momento -añadió muy seria apartándose el pelo rojizo de la cara-. Mira, lo que dicen los bioquímicos es que los datos inmunológicos que explicarían la bifurcación entre el hombre y los grandes simios de África indican que ésta se produjo hace cuatro o seis millones de años. Puesto que los homínidos del género Ramapithecus se remontan al Mioceno superior, hace, pues, catorce millones de años, y puesto que el Sivapithecus, tan relacionado con el Ramapithecus, guarda al parecer más afinidades con el orangután que con los monos africanos, se ha aceptado comúnmente la hipótesis de que el Ramapithecus no es ningún homínido.
»Pero aquí tenemos un fósil que, según parece, posee las características tanto del Ramapithecus como del Paranthropus robustus. Además, es un cráneo que apunta con toda claridad a unos orígenes aparentes considerablemente más recientes que los de los ramapitécidos hallados hasta ahora.
Swift se puso en pie, entusiasmada, y empezó a andar de un lado a otro por el despacho atiborrado de libros de Fitzgerald mientras su propia teoría iba cobrando cuerpo.
– Muy bien -prosiguió-. Siempre hemos creído que el Ramapithecus vivió hace sólo catorce millones de años. Todo cuanto indica este cráneo es que este género pudo haber sobrevivido hasta fechas mucho más recientes de lo que habíamos sospechado. Hasta hace sólo cincuenta mil años.
– Esto es lo que me cuesta aceptar, Stella -gruñó Fitzgerald-. Esta idea de Sacher. El cadáver del glaciar. Hablar de cincuenta mil años es pura conjetura. ¿Y por qué no cien mil? ¿O ciento cincuenta mil? Pero incluso en este caso queda un vacío de catorce millones de años sin explicar. ¿De veras crees que alguna clase de ramapitécido pudo haber sobrevivido casi catorce millones de años?
Swift se encogió de hombros.
– Los dinosaurios sobrevivieron sesenta y cinco millones de años. Y eso no es nada en comparación con el celacanto. El celacanto abundaba en los océanos hace trescientos cincuenta millones de años. Pensamos que se habían extinguido hace unos sesenta millones de años hasta el día en que un pescador encontró un espécimen vivo en 1938. ¿Por qué razón, pues, no iba a poder sobrevivir sólo catorce millones de años un ramapitécido?
– ¿Cuántos análisis ha efectuado Sacher, Stella?
– Varios, y todos con diferentes resultados. Sostiene que puede haber muchas razones por las cuales haya más radiación natural en los dientes de la que esperábamos. Ha realizado la prueba de datación con carbono, pero sin que ésta aportara nada más preciso.
– Comprendo. ¿Y la muestra de roca que le entregaste?
– Según Sacher, la muestra de roca demuestra que el entorno en el que se movía el espécimen debió de carecer originariamente de carbono-14.
Fitzgerald dejó escapar un suspiro y movió la cabeza.
– Con todo el dinero que nos gastamos en sus dichosos aparatitos, va y nos dice que lo que pasa es que hay algo en las muestras que falla. Si tengo que serte franco, Stella, nunca he comprendido por qué deberíamos aceptar que la cantidad de carbono radiactivo que se produce en la atmósfera sea siempre constante. ¿Sabías que Sacher analizó una vez la cantidad de carbono radiactivo de una uña viva y el resultado fue que su propietario llevaba tres mil años muerto?
– Ya lo había oído -admitió.
– Bueno, querrás un permiso para dejar las clases temporalmente y dedicarte a la investigación, ¿verdad?
– Sí, en efecto. En este momento estoy redactando y elaborando una solicitud para conseguir una subvención de la Fundación Nacional de la Ciencia y de la National Geographic Society con el propósito de ir al Himalaya a estudiar in situ el entorno donde fue hallado el cráneo.
– Supongo que sabes que soy miembro del comité asesor de la Fundación Nacional de la Ciencia.
En el mundo de la investigación científica académica, las solicitudes para la concesión de subvenciones se dejan en manos de relevantes expertos, que son quienes pueden juzgar los méritos de las personas que las presentan.
– Sí, ya lo sé.
– En este momento andamos bastante escasos de dinero. Así que en tu lugar me dirigiría primero a la National Geographic. Y si consigues la subvención, Stella, podrías llegar a ser famosa.
Swift asintió.
– Esta idea ya se me había pasado por la cabeza.
– Me lo creo -dijo él haciendo una mueca-. Sí señor, podrías llegar a ser tan famosa como Mary Leaky. No le vendría nada mal a esta ciencia una reputación femenina. Y no hablemos de la celebridad que aportarías a Berkeley.
Fitzgerald tamborileó con los dedos sobre la mesa con entusiasmo.
– Tu investigación podría ser la más importante realizada aquí en el campo de la antropología desde los tiempos de Vince Sarich. Señor, espero que sea realmente así, Stella. Nunca he sentido mucha simpatía por esos químicos. Yo soy una persona a quien sólo le importan los fósiles. Siempre lo he sido y siempre lo seré. Toda la bioquímica del mundo no cambiará el hecho de que son huesos, Stella. Son los huesos lo que cuenta.
Swift salió del despacho de Fitzgerald con la impresión de que las cosas empezaban a ir por buen camino.
Lo que contaba eran los huesos. Sí señor, una gran verdad. En el campo de la paleoantropología había muchos más científicos que fósiles. Pero los fósiles lo eran todo. Todo consistía, desde luego, en hacerse con ellos. Hasta que no los tenías en tus manos, lo único que tenías eran teorías y la mayor parte de ellas, la totalidad casi, estaban basadas en los hallazgos que habían efectuado otros.
No era que las teorías no tuvieran también sus alicientes.
Se había pasado el invierno anterior trabajando con Byron Cody con la esperanza de poder elaborar sus propias teorías; le había ayudado a reunir el material que había recogido en su libro sobre los gorilas, que era ahora un éxito de ventas. Había sido una experiencia que recordaba con placer.
Hubo un momento de su vida que Swift iba a guardar siempre en la memoria como un tesoro: el momento en que se sentó en una jaula con un gorila joven de las montañas. Lo miró fijamente a los ojos y el gorila, en lugar de apartar la vista, como solía ser el caso, le sostuvo la mirada, y a ella le invadió una sensación que le llegó a lo más hondo, aunque era incapaz de explicarla. Percibió en su mirada interrogación y asentimiento a la vez; la mejor forma de describirla era compararla con la mirada impávida de una criatura. No recordaba haber experimentado nunca un sentimiento de tan profunda empatía por ningún ser vivo.
Un gorila, al igual que un niño, es capaz de derramar lágrimas. Y Swift había llegado a la conclusión de que lo que definía al hombre no eran tanto las emociones como el lenguaje. Es un hecho que muchos animales se comunican a un nivel rudimentario y simbólico. Como Chomsky, no obstante, Swift creía que lo que hace del hombre un ser único es su ilimitada capacidad de expresarse y, en consecuencia, su ilimitada capacidad de imaginar y pensar.
Le gustaba hacer a sus alumnos la siguiente pregunta: si tuvierais un perro que pudiese hablar, un perro que fuera tan hablador y ocurrente como Robin Williams, ¿seguiríais tratándolo como si fuera un perro o lo trataríais como si fuera un ser humano?
A veces, para recalcar la importancia del lenguaje humano o a la hora de definir qué significa ser humano, mencionaba a sus alumnos algunos casos de niños salvajes o niños lobo, niños que nunca habían aprendido a hablar y que se comunicaban mediante un reducido número de símbolos. Y entonces les preguntaba si tratarían a aquellos niños como si fueran humanos o más bien como si fueran perros.
Sin lenguaje, les decía, no habría conciencia; y el lenguaje no es más que el medio susceptible de ser transportado y más accesible del que disponía el hombre primitivo para trasladar una cultura de un lugar a otro en los períodos de cambios climáticos; hubo una explosión de la población homínida en el corazón de África en el Pleistoceno superior, desde el año 70000 hasta el 80000 a. J.C.
La mayor ambición de Swift había sido hallar un fósil que le aportase un indicio de la existencia de la capacidad lingüística en los albores de los tiempos y, por tanto, de la aparición del nacimiento de la conciencia humana.
Los albores del hombre.
Pero en aquel momento se dijo que quizá estuviera en posesión de algo más valioso que un simple hueso. Los huesos siempre son materia de disputa. Tenía la sensación de que aquello acabaría por manifestarse como algo procedente de un pasado que no había desaparecido, algo perdido pero no irrecuperable.