VEINTE

Hay mundos demoníacos cubiertos por ciegas tinieblas.

Los Upanisad


Jack Furness, tumbado en el suelo del bosque de rododendros, iba recobrando poco a poco el conocimiento. Estaba muy cansado y lo único que quería era dormir. Cambió de posición y sintió un dolor tan intenso en el hombro izquierdo, donde le habían mordido, que le faltó poco para volver a desmayarse. Le dolía todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los dedos de los pies, como si uno de esos luchadores que salen por la televisión le hubiera arrojado al suelo. Arrojado, apaleado, pisoteado, retorcido, aplastado y medio estrangulado. El pulso le martilleaba en la cabeza causándole tantísimo dolor que le provocó náuseas. Dentro del traje climatizado, con todo, la temperatura era todavía agradable. Lo bastante agradable como para desear volver a dejarse vencer por el sueño y olvidar el padecimiento atroz. Olvidar a la criatura extraordinaria que le había causado aquel padecimiento.

Intentó apoyarse en un codo, abrió los ojos, gimió y se dio la vuelta, hasta quedarse de espaldas, muy lentamente, por si a aquel hombre salvaje que vivía en aquel bosque del Himalaya se le ocurría pensar que él seguía representando una amenaza y decidía volver a agredirle, si es que estaba todavía por allí. Jack echó una mirada a su alrededor, haciendo un esfuerzo por orientarse y preguntándose qué debían de estar pensando los del campamento II. Debían de haber oído la embestida desde el corredor de hielo.

– Hola, campamento II, soy Jack, ¿me oís? Cambio.

Estaba tumbado en una pendiente suave de arbustos bajos y espinosos. Por encima de él se alzaban las copas de los árboles y de los rododendros gigantes, y, aunque estaba oscureciendo con rapidez, pudo distinguir que el bosque ocultaba una profunda depresión y que el valle era, casi con toda seguridad, el cráter de un volcán extinguido. Eso explicaría la fertilidad del suelo. Y también por qué el bosque estaba tan extraordinariamente protegido.

– Hola, Swift, soy Jack. ¿Me oyes? Cambio.

Se incorporó, volvió a sentir náuseas y dejó caer la cabeza entre las rodillas. Notó una punzada de dolor en el costado izquierdo al intentar respirar hondo y se dijo que tenía al menos una costilla rota o fisurada. Esto, junto con la herida del hombro izquierdo, hacía que la única posición cómoda que podía adoptar era la de mantener el brazo izquierdo pegado al costado. Y así, con la capacidad de movimiento limitada, levantó la cabeza y dio unos golpecitos suaves en el casco con la esperanza de poder restablecer la comunicación, que había perdido cuando arremetieron contra él. Notó el conducto del agua que le apretaba la mejilla; giró la cabeza y bebió un buen chorro de agua fresca.

– ¿Me oye alguien? Cambio.

Nada. Intentó imaginar los pensamientos de sus compañeros. ¿Creerían que se había muerto? ¿Intentarían rescatarle? Era urgente restablecer la comunicación por radio con ellos. En cuanto pudiese andar, subiría la pendiente y se adentraría en la grieta, donde estaría relativamente a salvo, se quitaría el traje y revisaría todas las conexiones. Oyó el trino de un pájaro y el ruido del viento que agitaba los arbustos, por lo que supo que el micrófono externo funcionaba.

Al principio únicamente vio el frondoso follaje, pero luego, aquí y allá, entre las gruesas y correosas hojas perennes del tamaño de un guante de béisbol, distinguió manchas de otro color. Un color marrón rojizo oscuro.

Eran manchas de color que se movían.

Clavó los ojos en ellas, fascinado y aterrorizado a la par.

Qué curioso; ellos le devolvieron la mirada atenta.

Había unos quince o veinte. Estaban sentados en la pendiente, un poco más abajo, a menos de quince metros de distancia; comían hojas de rododendro y un hongo que era de un tamaño gigantesco y que crecía en abundancia en la corteza de un árbol.

– Joder -exclamó Jack.

Se comportaban como simios y, sin embargo, había también algo más. Sus frentes eran de simio pero la similitud terminaba allí, pues los yetis apenas tenían pelo en el rostro, que era color carne, como el de los jóvenes chimpancés; la nariz no era grande pero sí muy bien definida. Las bocas eran también diferentes: más pequeñas que las de un gorila y, al mismo tiempo, más articuladas. La mayoría eructaban, visiblemente satisfechos, o gruñían como cerdos, o emitían unos sonidos ásperos que parecían risas. Pero de vez en cuando, uno de ellos se inclinaba hacia otro, sin dejar de mirar fijamente a Jack, y de su boca salía una serie más complicada de vocalizaciones, que sonaban como eructos, y que parecían exigir una destreza labial considerable: eran sonidos que recordaban la forma de hablar, gutural y entrecortada, de una persona a la que le han extraído la laringe. Jack sintió que le ardían las orejas. Quizá se lo imaginó, pero daba toda la impresión de que los yetis estuvieran hablando de él.

– ¿Swift? ¿Cody? Me gustaría que vierais esto. Es fantástico.

La admiración mezclada con temor ante lo que presenciaba no le cegó, pues Jack era muy consciente de la gravedad de la situación. La posibilidad de que los yetis le mataran existía, y al cabo de unas pocas horas se iba a quedar sin energía y sin calefacción. La temperatura en el exterior descendía con la llegada del crepúsculo, y el aire, por encima de las copas de los árboles, se iba cargando de nieve; probablemente se moriría congelado. Tenía que irse de allí como fuera.

Con extrema cautela, Jack hundió los talones en la tierra blanda y volcánica de color negro y subió medio metro por la cuesta, arrastrándose.

Su movimiento provocó diversidad de reacciones en el grupo de yetis.

Algunos estiraron el cuello para verle mejor; otros, en cambio, parlotearon entre ellos y se levantaron. Una hembra que sostenía a un recién nacido en brazos se volvió para protegerlo. El que estaba más cerca de él, un macho adulto, fácilmente reconocible por su enorme talla y su torso blanquirrojizo, miró a Jack intensamente un momento y luego emitió un bramido ensordecedor.

Jack se quedó inmóvil y esperó a que se calmaran. Cuando pensó que ya no había peligro, repitió la maniobra. Debajo del follaje había la oscuridad suficiente como para que la luz que llevaba sobre el casco se encendiera automáticamente. Deslumbrado momentáneamente por la luz de carburo, el macho de cuerpo impresionante se levantó; tenía las piernas arqueadas y muy largas, mucho más que las de un gorila. Respiró hondo y se inclinó hacia Jack rugiendo con mayor ferocidad.

– ¡Uraaaag!

Jack jamás había presenciado parecida exhibición de poder y de agresión hominoide desplegada con el fin de intimidar; en aquel momento comprendió por qué a Hurké se le había aflojado el vientre.

– Muy bien, te has explicado perfectamente. No te gusta la luz. No pasa nada.

Jack apagó la luz rápidamente y se quedó quieto.

Pero ahora que estaba de pie, aquel yeti macho estaba, al parecer, muy decidido a hacer prevalecer su poder sobre Jack y el resto del grupo y, alzando los brazos largos y velludos, volvió a rugir.

– ¡Uraaaag!

– Vale, vale, ya te oigo. Tú mandas. Eres el jefe.

Cuando se acercó a Jack, éste advirtió que el yeti andaba de una forma que no tenía nada que ver con la forma en que andaban los simios que él había visto; no caminaba con la parte superior de la mole de su cuerpo, que no se apoyaba en los nudillos de sus manos enormes, sino que andaba derecho, como un hombre, con todo el peso de su cuerpo repartido en las dos piernas y con la cabeza erguida arrostrando el viento frío de la montaña. Jack pensó que el Jefe debía de pesar por lo menos ciento ochenta kilos y que el pelo que le crecía como un penacho en la cabeza era igual de alto que un casco normando. Era el animal, si es que era un animal, más magnífico que había visto jamás.

Jack era consciente de que el Jefe quizá iba a ser también lo último que vería en su vida. Presionó la cabeza contra las rodillas para protegerse del fortísimo golpe que estaba seguro que le iba a asestar. En el mejor de los casos, un golpe que volvería a dejarle sin sentido.

Pero el yeti se limitó a imponerle su presencia como si fuera un antiguo titán griego decidido a asaltar el cielo; rugió otra vez y volvió a adoptar la postura en la que estaba en un primer momento: sentado sobre sus inmensas posaderas. Jack aprovechó el rato que el Jefe de espalda blanquirrojiza volvía la cabeza para subir un trecho más por la cuesta.

Volvió la cabeza por el lado bueno y aun así sintió dolor; sólo le faltaban tres metros para llegar al final del bosque, donde se hallaba la entrada a la caverna de hielo. Aunque el hombro y el costado le dolían, las piernas las tenía bien y pensó que, si hubiera osado darles la espalda a los yetis, habría podido quizá levantarse y subir a pie la cuesta del cráter. Pero volvió a clavar los talones en la tierra y en los arbustos y siguió arrastrándose hacia arriba.

Con la mano tocó algo plano que emitía reflejos. No era ninguna piedra, como había creído en un primer momento, sino un trozo de plástico, una rejilla de varias capas de alguna cosa que semejaba unas células fotovoltaicas. Jack se tocó el casco para ver si se le había caído alguna pieza, aunque aquel objeto parecía demasiado grande para haber…

Esta segunda vez le embistieron directamente por la espalda.

Jack lanzó un grito de terror cuando dos manos enormes le cogieron por el casco como si fuera una pelota de baloncesto y le levantaron completamente. Sin que él lo hubiera advertido, desde el inicio de aquella escena debió de haber otro macho grande con el pelo de la espalda blanco agazapado en lo alto del cráter, posiblemente el mismo yeti que lo había atacado la primera vez. Jack se quedó un momento suspendido luchando en vano por liberarse de las manos que lo tenían fuertemente agarrado. De repente, el yeti, sin dejar de rugir, giró bruscamente el casco, como si quisiera romperle el cuello, y por unos segundos absolutamente terroríficos Jack vio de cerca la boca cavernosa del yeti y sus dientes enormes llenos de sarro. Los dientes del cráneo que le había dado a Swift le habían parecido del todo inofensivos, aunque eran sin duda alguna del mismo tamaño que aquellos que ahora iban a desgarrarle la garganta.

Un instante después, Jack cayó al suelo sin el casco, que se quedó en las manos del yeti. Su agresor rugió de satisfacción, imaginando tal vez que había decapitado a su víctima, y luego arrojó el casco a la cueva de hielo.

Jack se dijo que tenía que hacerse el muerto. Era la única posibilidad que tenía de que la criatura no le rematara. Había oído hablar de los osos de Alaska que te dejan en paz si creen que estás muerto, pero era muy consciente que eso requeriría una capacidad de dominio de su cuerpo y su dolor que ya no poseía.

Solamente tenía una oportunidad de adquirir la apariencia de un cadáver realmente convincente.

Jack desenfundó la pistola hipodérmica de Jameson.

Por una milésima de segundo pensó en disparar contra el yeti, pero algo le dijo que los dos o tres minutos que tardara la droga en hacer efecto en una criatura tan grande como aquélla bastarían para que ella le matara a él. Esto suponiendo que hubiera droga en la jeringa. Y si no la había, lo único que conseguiría sería enfurecer más a aquella bestia. Pero era la mejor posibilidad, y lo sabía. Apuntó la pistola a la parte interior del muslo y apretó el gatillo.

El dardo hipodérmico alcanzó el objetivo, que estaba a escasos milímetros, como si fuera la picadura fría de una gran serpiente. Jack soltó una maldición y pugnó por dominar el instinto automático de arrancarse el dardo.

– Eres un cabrón, Miles -pensó.

El dardo era doloroso; dijera lo que dijera Jameson de la anestesia indolora, el dardo era doloroso.

Al cabo de media hora anochecería. Al cabo de otra media hora, si la droga hacía efecto, podría alejarse de allí arrastrándose sin ser visto.

El gran macho de espalda blanca, que era seguramente más grande incluso que el Jefe, apartó un arbusto de rododendro que le impedía el paso y se acercó a Jack, que esperaba con impaciencia que el hidrocloruro de ketamina produjera su misericordioso efecto analgésico.


El sirdar, al ser un antiguo naik gurkha, o sargento, y miembro de una tribu que vive en una zona del Nepal que desde siempre ha recibido una fuerte influencia india, era hindú. Pero muchos sherpas, incluido Ang Tsering, eran budistas de origen tibetano. Al igual que la mayoría de nepaleses, Hurké Gurung era escrupulosamente tolerante con los budistas, como ellos lo eran también con los hindúes, y de hecho los hindúes del Nepal eran muy budistas en su interpretación laxa del sistema de castas. Así, antes de emprender la misión de rescate, el sirdar aceptó gozoso la bendición de Pertemba, un sherpa que, según se decía, en su previa encarnación había sido un lama tibetano. Hurké aceptó asimismo el préstamo de una pequeña imagen de Tara Verde, que ocupaba un lugar prioritario entre todas las reinas de la mitología tibetana y que, según le prometieron, le protegería de todo mal. Otro hombre le ató un trozo de hilo amarillo al cuello que le daría buena suerte.

Hurké Gurung se emocionó por la devoción que mostraron sus compañeros y decidió que lo que ocurría era que estaban agradecidos porque les había representado bien ante los bideshis. Pero prefería depositar su fe en Ganesa, el dios de la sabiduría con cabeza de elefante que elimina los obstáculos; y si la ocasión así lo exigía, en Pasupati, una forma benévola de Siva y señor de las bestias.

Mientras dirigía sus plegarias en silencio a estas dos divinidades hindúes, pensando con cariño en su mujer y su hijo, el sirdar bajó a la grieta hasta llegar a la cornisa que conducía a lo que los demás sherpas denominaban el pabitra ban, el bosque sagrado.


Jack había imaginado erróneamente que el hidrocloruro de ketamina le dejaría inconsciente. Experimentó el efecto de la droga bien despierto; le alivió el dolor del hombro y del costado y después sintió que los principales músculos del cuerpo se le iban paralizando. Había olvidado completamente que la droga tenía únicamente un efecto inmovilizador, que perdería toda sensibilidad a los estímulos externos, que sus párpados permanecerían abiertos, como los de un muerto, pero que se mantendría plenamente consciente. Así pues, cuando el yeti, aplastando la maleza bajo sus pies hasta llegar a él, cogió un tronco tan grande como un archivador y lo levantó con la intención, aparentemente, de descargarlo sobre él, Jack no pudo ni siquiera parpadear.

Visiblemente afectado por la completa inmovilidad de Jack, la criatura se sentó sobre sus posaderas a escasa distancia de la cabeza del intruso y dejó que el tronco le rodara inofensivamente por los inmensos hombros hasta caer al suelo. El yeti se inclinó hacia adelante y escudriñó la expresión fija de los ojos de Jack buscando en ella alguna señal de vida.

Lo único que pudo hacer Jack fue mirar a su vez aquellos ojos color ámbar que le observaban atentamente. Esta criatura, se dijo, no es ningún simio normal y corriente. Era sumamente inteligente y poseía una conciencia del mundo que no tenía ningún animal.

Inmediatamente tuvo ocasión de ser testigo de una prueba de su inteligencia; con una comprensión de la situación del todo enigmática, el yeti hurgó en las costillas maltrechas de Jack con su larguísimo dedo índice, que parecía un tubo donde se guardan los puros. Había sido una bendición inyectarse aquella droga que le había dejado inmóvil, se dijo. De no ser por el efecto anestésico de la ketamina, hubiera chillado de dolor y eso le hubiera acarreado, con toda seguridad, la muerte.

Poco a poco, el yeti empezó a calmarse y les lanzó una mirada a sus compañeros. A Jack le pareció incluso que la criatura se reía, aunque pensó que muy probablemente eso cabía achacarlo al efecto de la droga. Era una risa que procedía de muy adentro, desagradable, que no guardaba ninguna relación con la risa de los gigantes en los que había pensado antes, Cronos o Hyperión. Una risa de desprecio que surgía de las entrañas de aquella mole inmensa y fuerte, como la que debió de proferir el mismísimo Polifemo antes de comerse a los seis miembros de la tripulación de Ulises.

Pero Jack se dio cuenta de cómo se había equivocado al suponer que el yeti iba a dejarle en paz, pues, por el contrario, le cogió de los tobillos y le arrastró por la pendiente hasta donde estaba el resto del grupo como si fuera un trofeo, como si deseara poner de manifiesto su poder sobre sus congéneres al haber vencido a aquel extraño intruso.

Los demás dieron golpes de pies en el suelo con evidente deleite y le lanzaron gritos y rugidos de admiración al yeti que Jack había tomado por el verdadero Número Uno, porque hasta el Jefe parecía amansarse cuando Número Uno aparecía en escena.

Número Uno aulló, hizo una señal con sus dedos largos y gruesos, como si arrancara una flor, y después se metió los dedos en la boca; repitió esta acción varias veces, como si aquel gesto tuviera algún sentido determinado, y provocó en el resto del grupo muchos gruñidos de aprobación.

Los demás yetis le contestaron haciendo más señales. Aquello parecía un lenguaje de signos.

Los conocimientos de lingüística de Jack se limitaban a lo que había visto en la PBS y a lo que había leído en el New Yorker. Sabía que algunos chimpancés, como por ejemplo Washoe, han aprendido una forma rudimentaria de comunicación. También sabía que la cuestión de si semejante comunicación implica o no pensamientos y emociones suscitaba una gran polémica. Pero aquello era mucho más tangible. Un lenguaje de signos que habían creado ellos mismos y que nadie les había enseñado. ¿O era sólo otra alucinación? Si éste era el caso, se trataba de una alucinación muy general, pues la impresión que tenía era de que todos los yetis se comunicaban entre ellos, y muy hábilmente, además.

Oyó un chillido.

No provenía del recién nacido, como pensó en un primer momento, sino de un animal más pequeño que un yeti, que tenía aproximadamente medio metro de largo, un espeso pelaje y una complexión obesa muy característica. Era una marmota del Himalaya. Una de las hembras del yeti, a la que le colgaban lo pechos, la tenía en brazos.

Tuvo que descartar inmediatamente la idea absurda de que la marmota podía ser una especie de animal doméstico cuando la hembra cogió a la marmota por una pata y la estrelló con violencia contra un árbol y la mató al instante. Por un momento pareció que examinaba el estómago de la marmota hasta que Jack vio que tenía los dedos impregnados de sangre y advirtió que le había arrancado las entrañas y que se disponía a comérselas. Cuando acabó su banquete, la hembra del yeti lanzó lejos los huesos cubiertos de pelaje como si fuera el papel de un caramelo.

Acudió a su mente un vago recuerdo de la marmota que vio en el riñón, a la que le habían vaciado las entrañas, y un artículo del National Geographic dedicado a un grupo de chimpancés carnívoros; y entonces le invadió el pánico al pensar en lo que debían de haber estado diciéndose unos a otros mediante aquel lenguaje de signos.

El pánico dio paso al más atroz de los horrores cuando Número Uno le arrancó el panel de control del traje climatizado y empezó a masticarlo como si lo estuviera catando.

Los yetis eran carnívoros.

Y querían comérselo. Comérselo vivo.

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