NUEVE

El fin máximo de la vida no es el conocimiento sino la acción.

T. H. Huxley


Es un mundo aparte, extraño, como un cuerpo que navega a la deriva en el espacio, un asteroide o un cometa, un lugar hostil, separado del resto de la tierra, helado, un mundo de nieve y roca, perdido, abstracto, en el que el tiempo y el espacio tienen significados diferentes y a veces no tienen ningún significado en absoluto. Diez minutos o diez kilómetros no son nada, una forma vacía, sin contenido, de medir el tiempo y el espacio. En el Himalaya, el reloj avanza más lentamente que en el resto del mundo, y lo único que cuenta es la distancia que se puede recorrer o la altura a la que se puede escalar, o desde la que se puede descender, desde las primeras luces del día hasta el anochecer. Las montañas hacen que todo sea muy relativo.

Swift percibía por todos sus poros su presencia arcana e inquietante, como si sintiera la presencia de hombres venerables de tiempos muy remotos, cuyos cuerpos estuvieran amortajados, desde sus puntiagudas cabezas hasta los enormes dedos de los pies, con largas vestiduras blancas de nieve, porque quién sabía si sus rostros eran demasiado viejos, demasiado arrugados y terribles para ser contemplados.

Al igual que sus compañeros de equipo, después de una caminata de seis días que iniciaron en Chomrong, Swift apenas hablaba y, en medio del silencio de las montañas que sentía como algo antinatural, empezó a redescubrir la intimidad callada de su propia mente. Era como entrar en un jardín rodeado de muros, abandonado desde hacía mucho tiempo y cubierto de maleza.

No era de extrañar, pensó, que el Himalaya fuera considerado un lugar sagrado, donde, en medio de un silencio helado, glacial, hostil, no se oía otra cosa que el ruido apagado de los propios pasos hundiéndose en la nieve compacta; en un lugar como aquél era fácil confundir la voz queda y delgada de la conciencia con las palabras reales pronunciadas por un ser inmanente.

Mientras caminaba lentamente por el sendero empinado que llevaba al Santuario del Annapurna, Swift meditaba sobre lo fuerte que debió de sonarle al hombre de épocas remotas aquella voz callada. ¿Era así como habían sucedido las cosas? ¿En qué otra parte si no en las montañas podían los dioses hablarles a los hombres? En el Himalaya, la cordillera formada por montañas muchísimo más altas que las más altas montañas que poblaban el mundo de las religiones y de los mitos, reinaba un silencio mucho más profundo, de voces mucho más claras y de un sentido de la epifanía mucho más sagrado. Para un científico de finales del siglo xx esta percepción de lo eterno y de lo numinoso es a un tiempo vivificante y aterradora.


El Santuario del Annapurna, el valle de un glaciar protegido y sagrado, tal como su nombre indica, es un anfiteatro natural formado por diez montañas cuyas cumbres son las más altas del mundo. Era la cuarta vez que Jack iba al santuario pero, al igual que en las restantes ocasiones, también esta vez, al ver ante él la vertiente noroeste del Machhapuchhare, una montaña de siete mil metros de altura que es un símbolo de Siva y que marca la entrada al Santuario, se sintió como un ladrón de tumbas al que pillan en el momento en que se dispone a profanar la pirámide de un antiguo rey y robar un objeto precioso.

El campamento base del Annapurna, o el CBA, como familiarmente era conocido, se extiende en el extremo superior de un valle cubierto de metros y metros de nieve. De allí partió la expedición que en 1970 escaló con éxito una de las grandes paredes del Himalaya, a pesar de que en aquel momento, al alzar la vista y mirar la masa compacta de roca, Jack vio reflejado en ella su fracaso por coronarla, y le pareció casi inconcebible que alguien hubiera podido hacerlo.

A fin de cuentas, tal vez fuera ésta la razón por la cual había fracasado. Una duda, la que sea, puede ser mortal en una montaña como el Annapurna.

Era como estar ante una ola de roca y nieve que amenazaba con avanzar y tragarle a uno en cualquier momento. Aunque al hallarse tan lejos del pie de la montaña, el campamento base del Annapurna era un sitio bastante seguro, salvo que se produjera un desprendimiento de nieve y hielo auténticamente catastrófico.

Allí, a una altura de cuatro mil cien metros, el aire estaba sensiblemente enrarecido. Por encima de los tres mil metros, la cantidad de oxígeno concentrado en el interior de los pulmones humanos empieza a descender. Con el objeto de asegurarse de que todos los integrantes de la expedición se aclimataran sin problemas, Jack insistió mucho en que tenían que efectuar la caminata desde Chomrong hasta el Santuario.

Los últimos cuatrocientos metros, desde el campamento base del Machhapuchhare (CBM), fueron los más duros de todos y algunos de los miembros del equipo se resintieron ya de la extrema dificultad de la caminata. Llegaron cincuenta minutos después que Jack y el sirdar (el jefe de los sherpas), extenuados, sin aliento y mareados, preguntándose, irritados, qué se había hecho de las chozas de piedra que, en teoría, debían estar allí y que en las guías se las describía como simples refugios para los turistas que se dejaban ver por aquella zona en la temporada de trekking. Ninguno de los integrantes de aquel equipo mixto de científicos y escaladores se consideraba a sí mismo un turista, pero, después de andar seis días seguidos en las condiciones meteorológicas más diversas, todos anhelaban hasta la más básica de las comodidades ofrecidas a los turistas. Pero el misterio de los refugios desaparecidos quedó en seguida resuelto: Jack, que no había dudado ni un instante de que estaban allí, ordenó a los porteadores que empezaran a excavar en la nieve.

Había preferido montar el campamento en el CBA, en lugar de hacerlo en el CBM, que estaba más cerca del Machhapuchhare, la montaña prohibida a la que Swift quería limitar su rastreo por varias razones: los refugios del CBA eran, para empezar, mejores; por otro lado, esperaba que el equipo se aclimatara a una altitud ligeramente superior; y, lo más importante de todo, deseaba mantener en secreto el hecho de que la zona que de verdad iban a explorar era el Machhapuchhare, pues debían ocultárselo a las autoridades todo el tiempo que les fuera posible. En cuanto éstas sospecharan que el objetivo de la expedición era infringir lo estipulado en el permiso, su oficial de enlace en Khat obligaría a los sherpas a abandonarlos.

Boyd localizó algunos de los suministros más pesados, incluida la tienda principal, que un helicóptero del ejército procedente de Pokhara había arrojado cerca de allí. Mientras el meteorólogo montaba la tienda, Jack descendió por un pozo vertical de nieve, que tenía varios metros de profundidad, y horadó el techo de bambú de uno de los habitáculos enterrados, el llamado refugio Jardín del Paraíso, hasta caer en su interior, que estaba perfectamente seco. Descendió por otro pozo, perforó otro techo, y pronto estuvieron excavados dos túneles horizontales que comunicaban las dos puertas de entrada de los dos refugios. Al cabo de unas horas, Jack y los sherpas nepalíes habían localizado los cuatro refugios y los habían comunicado unos con otros a través de un laberinto helado de túneles excavados en la nieve. Colocaron escaleras de aluminio en dos de los pozos verticales para poder entrar y salir de ellos, e instalaron un sistema de luces halógenas a fin de que los ocho miembros del equipo, los sherpas y los porteadores, que por lo menos eran doce, pudieran alojarse sin problemas en aquellos refugios que se hallaban bajo una espesa capa de nieve y cuyo mobiliario era muy simple: unas literas, unas mesas y unas sillas sencillas.

La tienda principal, suministrada por la compañía de Boyd y construida para poder ser utilizada en la Antártida, iba a ser el laboratorio de la expedición, el centro de comunicaciones y el lugar en el que pasarían la mayor parte del tiempo. Jack, que se tenía a sí mismo por un experto en tiendas a prueba de tempestades, se quedó impresionado por la estructura de aquélla, porque no parecía una tienda en absoluto, sino más bien un edificio hinchable, de un tipo similar a los que usó el ejército de Estados Unidos en la operación Tormenta del Desierto durante la guerra del Golfo.

La estructura circular, de un diámetro de veinte metros, en forma de iglú, que Boyd llamaba «la concha», estaba hecha de kevlar, un material que se utiliza comúnmente en la fabricación de chalecos antibalas, y tenía un armazón de tubos, «vigas de aire», que eran casi tan gruesos como una lata de cerveza y que se hinchaban a una presión unas trescientas veces superior a la presión a la que se hincha una lancha de dimensiones normales. Estos tubos hacían de soporte y eran casi tan resistentes como unas vigas de aluminio de idéntico grosor. Pero además de ser resistente, la concha, de unos tres metros de altura, se mantenía a una temperatura cálida. Mientras que los edificios hinchables utilizados en la guerra del Golfo disponían de un circuito de aire refrigerado, en el Himalaya el aire del interior de la concha era caliente, de modo que ésta, fuera cual fuera la temperatura exterior, estaba siempre lo bastante caldeada como para que los miembros del equipo pudieran estar en ella sin necesidad de ponerse la ropa de abrigo que utilizaban para salir. Hasta había una compuerta hermética que evitaba que la nieve entrara en el interior de la concha. La estructura estaba fijada a la nieve y el hielo del valle del glaciar mediante estaquillas de titanio «inteligentes» que contenían cables con memoria de la forma y de la condición, que se expandían y se quedaban rígidos cuando eran sometidos a presión. Boyd dijo que en la Antártida la concha había soportado vientos de hasta doscientos cuarenta kilómetros por hora.

El mismo helicóptero que había arrojado la concha había dejado también la cabina de combustible Semath Johnson-Mathey. De la misma medida, aproximadamente, que el motor de un coche pequeño, la cabina de combustible era esencialmente una batería que no podía agotarse nunca, que generaba unos cinco kilovatios y que suministraría a la expedición toda la energía que iba a necesitar para mantener la climatización, la luz y varias piezas del equipo eléctrico que eran demasiado delicadas para ser arrojadas desde un helicóptero, por lo que los porteadores habían tenido que cargar con ellas desde Chomrong. Entre ellas había cuatro ordenadores portátiles Toshiba Portégé reforzados, un sistema Gel Documentation para un PC, un horno microondas Toshiba para calentar los alimentos que venían listos para comer, una cámara de presurización para casos graves de mal de altura y una diminuta estación meteorológica digital.

Las comunicaciones se efectuarían mediante unidades de GPS portátiles, mientras que del contacto regular entre el campamento base del Annapurna y el despacho de la expedición situado en Pokhara se encargarían unos transceptores Satcom, dotados de una potencia de emisión de dieciocho vatios. Éstos eran lo bastante potentes como para que las tarjetas de fax-módem 14400 PCMCIA de US-Robotics que había en el interior de cada uno de los ordenadores portátiles pudieran funcionar, facilitando a la expedición la comunicación, a través del correo electrónico, con despachos que se hallaban en zonas horarias muy alejadas.

– En mi vida había participado en una expedición tan bien equipada -le confesó Jack a Boyd.

– No has visto nada todavía -aseguró Boyd-. Ya verás cuando te pruebes uno de los trajes capaces de mantener su propio sistema de calefacción. Mi instituto le encargó la fabricación de estos trajes a la Corporación Internacional de Látex, de Delaware, con el objetivo de que pudieran ser utilizados en las exploraciones efectuadas en la Antártida. Son parecidos a los trajes que se fabricaron para los astronautas que participaron en el programa de la lanzadera espacial.

– ¿Te refieres a que es como un vestido espacial? -se rió Jack-. Venga, tío, menos bromas.

– Lo digo muy en serio. Ya te lo dije cuando nos conocimos, Jack. Sólo hay un sitio más frío que estas cumbres heladas: el espacio. Cero absoluto. ¿Qué es ese traje? Pues muy sencillo. Es como ir en Rolls-Royce. Cuando lo has probado una vez, ya no te conformas con ningún otro coche. Créeme, Jack, cuando tengas que salir de la concha con un tiempo de perros, no comprenderás cómo has podido pasarte sin él todo este tiempo.


Bajo la mirada atenta de Jack, el equipo empezó a trabajar bajo la concha instalando los ordenadores, comprobando el buen funcionamiento de las comunicaciones, ordenando el material, revisando los equipos y planeando las futuras exploraciones. Mientras, los porteadores almacenaron gran parte de las provisiones en uno de los refugios recién excavados.

El sirdar era Hurké Gurung, un cuarentón delgado pero muy fuerte y agraciado, y un sherpa, según la opinión de Jack, de los de antes. Aunque no sabía leer ni escribir, su rostro expresaba una serena confianza y una sólida experiencia, adquiridas con los años de escalar con algunos de los mejores alpinistas del mundo. Había coronado dos veces el Everest (una de ellas con Jack) y participó en una desafortunada expedición japonesa que se propuso escalar el Chanbang o K2, nombre por el que es más conocido en Occidente, y en la que perecieron diez personas. Hurké Gurung fue uno de los pocos supervivientes que llegaron a la cumbre de la montaña que, por altitud, es la segunda del mundo por su vertiente oriental «imposible». Además de ser un extraordinario escalador, el sirdar era también un soldado experimentado. Antes de trabajar de sherpa, sirvió con los Fusileros Gurka y alcanzó el grado de naik o sargento. También era un rastreador muy hábil. Pero Gurung aportaba, además, un requisito especial, que hacía indispensable su presencia en aquella expedición. Y es que, al igual que Jack, había visto un yeti.


El sirdar ayudante, Ang Tsering, que era más joven, carecía de la experiencia de Gurung, pero, como había estudiado en la Sir Edmund Hillary School, sabía leer y escribir e incluso había estado en Estados Unidos. Hablaba, al igual que Gurung, un dialecto del tibetano, tibetano propiamente dicho y nepalés. Su inglés era mejor que el del sirdar, aunque lo hablaba con una formalidad tan arcaica que parecía a veces un personaje extraído de una novela de Henry James. Asimismo, hablaba un poco de alemán, el cual Jutta Henze, la doctora de la expedición, estaba resuelta a ayudarle a perfeccionarlo. De elevada estatura, esbelto, de pelo como el de un erizo de mar, de ojos que casi no tenían párpados, de nariz ancha y sonrisa incierta, Tsering era un hombre de aspecto cauteloso. Con la ropa de invierno nueva y elegante que le habían dado y con el sempiterno cigarrillo Yak entre los labios, a Swift le parecía más que nada un engreído monitor francés de esquí. Jack le dijo a su amiga que no iba muy desencaminada, puesto que Tsering no había participado en ninguna expedición de alpinistas ni tampoco en ninguna expedición científica, y su experiencia se limitaba a haber ejercido de guía turístico de excursionistas, y que las mujeres occidentales que iban al Himalaya muchas veces acababan liándose con los guías.

Jack creía que Jutta Henze era el tipo de mujer que escogía a los hombres con los que quería enrollarse. De complexión robusta, pelo rubio pajizo y pecosa, era una guerrera de terracota, la encarnación del ideal neoclásico de heroína a una escala desmesurada. Jutta, que había enviudado hacía dieciocho meses de Gunther Genze, el famoso alpinista alemán que se mató en el Matterhorn, era también, por derecho propio, una excelente escaladora de mirada acerada y ojos azules verdosos en los que se hallaban inscritas la tragedia superada, la devoción por el montañismo y la libertad que éste le proporcionaba, todo a la vez. A Swift, aquella alemana maciza le parecía despiadada, como si, cual la Libertad guiando al Pueblo, no le importara avanzar por encima de los cuerpos de los muertos y de los moribundos. A Swift le parecía también que Jutta no tenía aspecto de médico, pero Jack le aseguró que, en cuanto la conociera mejor, comprendería que era justamente esa determinación lo que la convertía en la candidata ideal al puesto de médico de la expedición. Todos los miembros del equipo tenían una personalidad fuerte, con tendencia a restar importancia a cualquier dolencia, y había que ser todavía más fuerte para dar las órdenes que daba el médico y que se obedecían siempre sin rechistar. Byron Cody, el zoólogo especializado en primates, y Lincoln Warner, un antropólogo nuclear, eran un buen ejemplo de ello. Nada más llegar a Katmandu, los dos contrajeron una disentería grave y Jutta les dio la orden de internarse en la clínica CIWEC de Baluwatar y permanecer allí hasta restablecerse del todo, cosa que implicaba que iban a llevar un día de retraso respecto al resto del equipo que partió de Chomrong en dirección al Santuario del Annapurna.


Dougal MacDougall era el cámara de la expedición. Escocés nacido en Edimburgo, MacDougall abandonó los estudios a los dieciséis años para ponerse a trabajar de ebanista hasta que, movido por el deseo de hacer carrera en el mundo del cine, consiguió, contra todo pronóstico, entrar en la Escuela Cinematográfica de Londres. A pesar de que jamás había escalado, el primer trabajo que le encargó la BBC fue unirse a una expedición que iba a escalar la pirámide Carstenz de Nueva Guinea; desde entonces MacDougall se hizo un nombre entre los mejores fotógrafos alpinistas y gozaba de una reputación internacional.

Al parecer de Swift, al escocés le interesaba más el dinero que la fama profesional. A sus ojos encarnaba al escocés típico: groseramente tatuado, bebedor empedernido, malhablado, amante de las disputas y falto de los modales más elementales de paciencia y de voluntad para establecer lo que podría llamarse una conversación agradable. No obstante, Jack, que había escalado con él el Everest y la cresta norte del Kangchenjunga, le admiraba mucho y le dijo a Swift que esperaba que ni ella ni el resto del equipo en ningún momento se vieran metidos en apuros por su culpa porque MacDougall sacaría, sin lugar a dudas, su peor parte de él y lo haría, además, sin contemplaciones.


Miles Jameson entró a formar parte del equipo gracias a Byron Cody, aunque por ser director del Parque Nacional de Chitwan, que se halla en la región de Tarai, en la tierra baja del sur del Nepal, y veterinario, era natural que lo llamaran a él para unirse a la expedición. Jameson fue el jefe de veterinaria del zoo de Los Ángeles y allí conoció a Cody cuando se publicó el libro de éste sobre los gorilas. Con anterioridad, este hombre blanco natural de Zimbabwe trabajó con Richard Leaky en el Servicio de Fauna Silvestre de Kenia. Al igual que Leaky, Jameson procedía también de una distinguida familia del este de África. Su padre, Max, era director de Parques y Fauna Silvestre de Zimbabwe, mientras que su hermana Sally era muy famosa por su lucha en defensa de los elefantes en el Parque Nacional de Whange, de Zimbabwe. Los grandes felinos eran la especialidad de Jameson y más concretamente la colección de koalas y tigres blancos de Los Ángeles. Los tigres son la principal atracción del parque de Chitwan, que es visitado por quince mil personas al año, y se cuenta que el príncipe Gyanendra del Nepal quedó tan impresionado por la labor de Jameson en Los Ángeles que quiso conocer inmediatamente al joven veterinario de Zimbabwe y le propuso tomar las riendas de la administración del Chitwan y, además, ponerse al frente de un ejército de mil cuatrocientos soldados cuya misión era proteger de los cazadores furtivos a los tigres y rinocerontes del parque. Chitwan, desde el inicio de las hostilidades entre la India y Pakistán, había recibido un escaso número de visitantes y Jameson, cuando se enteró del auténtico objetivo de la expedición, se apresuró a unirse al equipo expedicionario. De elevada estatura, tez blanca, pelo negro y ojos azules, Jameson tenía los modales exquisitos de un diplomático; por eso dejó a todos perplejos que él y MacDougall se entendieran tan bien. Se contaban chistes, se reían, hablaban con infinito entusiasmo de la pesca de la trucha y se instalaron juntos en el refugio Jardín del Paraíso, donde sus sonoras carcajadas y el humo incesante de sus cigarrillos no molestaban a nadie.


El último en llegar al CBA, sesenta minutos después de que lo hiciera Byron Cody, era también el más distinguido desde el punto de vista académico. Lincoln Warner era catedrático de antropología molecular de la Universidad de Georgetown de Washington e investigador científico adjunto del Museo Smithsonian de Antropología. Parecía extenuado, y es que él, a diferencia de Cody, había transportado sus pertenencias desde Chomrong.

– ¿Por qué demonios ha querido cargar con todo? -le preguntó Jack a Warner-. Tenía que haberle pedido a un porteador que le llevara sus cosas, profesor, que para eso están.

– Yo ya se lo he dicho -le respondió Cody encogiéndose de hombros.

Warner, un negro de elevada estatura, meneó la cabeza y dejó la mochila en la nieve. Estaban fuera, junto a la concha.

– Ni hablar -dijo Warner-. Un porteador no es otra cosa que un esclavo, aunque se le llame de distinta manera.

– A los esclavos no se les paga diez dólares al día -señaló Cody.

Lincoln Warner le lanzó una mirada llena de animadversión, y se puso así de manifiesto que ambos habían discutido ya sobre aquel tema.

– Creo que un hombre debe cargar él solo con sus cosas mientras viva -opinó Warner-. ¿Entienden lo que les digo?

– Ah, supongo que su ordenador vino hasta aquí andando sólito -intervino Jack-. Todos utilizamos ordenadores portátiles ligeros, menos usted. Usted necesitaba traerse un PC.

– Yo no puedo trabajar sin un UVP. Si hubiera un portátil lo bastante potente, lo habría traído. Pero no lo hay. Lo que quiero decir, de todos modos, es que no veo por qué no habría de llevar yo una carga cuando los demás la llevan.

– Bueno, profesor, supongo que es cosa suya -concluyó Jack-. Pero lo que yo quiero decir es que ha dejado a una persona sin trabajo. Esta gente necesita dinero desesperadamente y la única manera que tienen de conseguirlo es cargándose a la espalda bultos pesados, cosa que están muy acostumbrados a hacer y que saben hacer muy bien. No hay razón, pues, para sentirse culpable de nada. Muchos occidentales vienen aquí y cometen este mismo error. Lo cierto es que los nepaleses no entienden que un hombre de medios, y que puede pagarles, cargue él mismo con sus cosas. No lo consideran por ello una buena persona, ni un buen demócrata, ni nada por el estilo. Lo consideran sólo un agarrado. ¿No es cierto, Hurké?

El sirdar hizo un gesto afirmativo con solemnidad.

– Es muy cierto, Jack sahib. Para los porteadores llevar pesos representa un montón de dinero. Especialmente ahora que no hay mucho turista. Para un hombre con familia quizá sea la mejor oportunidad de todo el año de hacer mucho dinero, sahib. Diez dólares al día son sesenta de Chomrong.

– No recuerdo haber dicho que tuviera un problema con la aritmética mental -refunfuñó Warner-. Mire, ha dejado usted muy claro lo que quería decir. Y yo estoy demasiado cansado para discutir. Estoy demasiado cansado y tengo demasiado frío -añadió haciéndole una mueca a Jack.

Jack le dio una palmada en el hombro.

– Yo creía que era usted de Chicago -dijo-. Hace mucho frío y mucho viento en Chicago, ¿no es cierto, profesor?

– Lincoln, llámeme Lincoln. O Link. Que me llamen profesor me hace sentir viejo, que es lo que soy. En realidad nací en un pueblo de la costa del lago, al norte de Chicago. Un pueblo llamado Kenosha. Kenosha está en Wisconsin. En Kenosha sólo se han hecho tres cosas buenas. La primera es la carretera que va hacia el sur, hasta Chicago. La segunda, Orson Welles. Y la tercera, yo, Lincoln Orson Warner. Como la mayoría de los habitantes de Kenosha, mi madre, bueno, pues siempre sintió algo especial por aquel viejo gordo.

El científico, de cuarenta años, se parecía algo a aquel hombre más grande que la vida, Welles. Alto, tirando a gordo, con un fino bigote, Warner recordaba a Welles cuando interpretaba Otelo. Su físico era impactante, pues era el de un hombre al que nada ni nadie podían someter. Y, al igual que en el caso del niño prodigio del cine, no había en la niñez y adolescencia de Warner nada que anunciara su talento científico precoz: antes de los treinta era un eminente antropólogo molecular, entre los más brillantes de su generación. Warner había publicado libros importantes sobre las consecuencias genéticas que se derivaban de los fósiles humanos y sobre la naturaleza biológica de la raza humana. En el momento en que se organizó la expedición, estaba embarcado en la elaboración de una teoría que explicaba la razón por la cual había personas de piel oscura y personas de piel blanca. Pero era por su investigación sobre las secuencias del ADN de los aborígenes australianos y de los orangutanes por lo que Swift creyó que su participación en la expedición sería de incalculable valor, si eran lo bastante afortunados como para capturar un espécimen vivo. Warner sostenía que el ADN mitocondrial indicaba que los aborígenes y los orangutanes se habían bifurcado en una época distinta que la del hombre africano y los simios africanos. En este descubrimiento se basó para postular que los animales antropoides habían evolucionado separadamente en distintas partes del mundo y que sólo con posterioridad se habían fusionado. Era la teoría más radical que se había formulado en el mundo de la paleoantropología en toda la década anterior.


Con la llegada de Cody y Warner se reunió el equipo al completo, que estaba formado por diez miembros, sin contar el sirdar y su ayudante, que supervisaban a los encargados de la cocina, los mensajeros que iban a transportar películas y los diez o quince porteadores, que iban y venían del CBA, Chomrong y Pokhara.

En Pokhara, un pueblecito que era el lugar de acceso a los recorridos más populares del Nepal, el teniente Surjabahandur Tuhte era el responsable de atender a la expedición y suministrarle el material, y al igual que Hurké Gurung, también él había servido en el cuerpo de Fusileros Gurka. A más de ciento cincuenta kilómetros de distancia, en Katmandu, Helen O'Connor, una corresponsal de la Reuters, dirigía el despacho de la expedición, un piso muy elegante que daba a la plaza Durbar. Helen, que hablaba de corrido nepalés e indostanés, mantenía buenas relaciones con el gobierno y además, como Jack pudo comprobar en múltiples ocasiones, conocía a la perfección cómo funcionaba la burocracia del país y en particular el Departamento de Aduanas y Aranceles. Tendrían que confiar en el buen oficio de Helen si las autoridades nepalesas llegaban a enterarse del objetivo real de la expedición y del lugar prohibido en el que pensaban llevar a cabo sus investigaciones.


Estaban conectados. La revolución digital había supuesto un cambio radical no sólo para los fanáticos de la informática sino también para la comunidad del espionaje. Bryan Perrins podía ponerse directamente en contacto con cualquier agente con tan sólo pulsar el botón del ratón nada más levantarse. Solamente unos años atrás había departamentos enteros compuestos de personas que se dedicaban a manejar receptores de radio, leer mensajes radiados, analizar transmisiones y procesar la información. En la actualidad, la mayoría de esos mismos departamentos había reducido el número de trabajadores drásticamente, pues a Perrins le bastaba con abrir su correo electrónico para leer los informes de mayor relevancia de cualquier agente. En aquel momento lo que más le interesaba era recibir el correo electrónico dirigido a Hustler [2] que le mandaban directamente desde el Nepal. Podía incluso contestar automáticamente a través de una simple función «por favor, conteste» y así se ahorraba tener que utilizar el nombre en clave del agente, que en aquel caso era Castorp, o el número de su correo electrónico. Desde los tiempos en que el ministro de Guerra se había acostado con Mata Hari, nadie había gozado de una relación tan íntima y directa con un agente.

Normalmente Perrins no aprobaba que el personal en activo incluyera bromas en sus informes, pero cuando leyó el primer mensaje que le mandaron desde el Santuario del Annapurna, casi no pudo contenerse; el sarcasmo de la frase de Castorp, «todavía sin yeticias de su paradero», le arrancó una carcajada.

– Menuda pandilla, están todos zumbados -exclamó Perrins.

Titubeó un momento, preguntándose si no sería desafortunado contestar con la misma frivolidad, porque después de todo Castorp estaba arriesgando la vida. Pero acababa de llegar y le quedaban muchos días por delante. Así que ¿por qué no? Un poco de humor quizá le infundiera los ánimos que necesitaba. Perrins escribió, pues, el siguiente mensaje:


Su informe es de un mal gusto abominable. En el futuro por favor utilice el término persona de las nieves. Hustler.


Sería la última vez que Castorp haría reír a Perrins.


A Jack no le cabía ninguna duda de que era la CIA quien había decidido aprovecharse de la expedición para efectuar sus operaciones. En cuanto a qué era lo que se proponían, estaba casi totalmente seguro de que, fuera lo que fuera, guardaba relación con el conflicto indopakistaní. A pesar del período de reflexión impuesto, no dejaba de ser una situación crítica. Había pocas personas bien informadas que no pensaran que, en cuanto terminara el período de reflexión de tres meses impuesto, los dos bandos reanudarían las hostilidades. Pero, como el Santuario del Annapurna estaba mucho más cerca de la frontera nepalesa-tibetana que de la frontera con la India, no se explicaba qué perseguía exactamente la CIA. Aunque por otro lado, el Tibet, un país controlado por la China comunista, justificaba también, a su juicio, el interés de la CIA. Los chinos lo habían invadido y ocupado en 1950 y desde entonces era imposible conseguir un permiso para escalar cualquier montaña del Himalaya por la vertiente tibetana. Las autoridades ni siquiera se molestaban en dar explicaciones, pero desde su primer viaje al Himalaya, Jack había oído insistentes rumores de que los chinos utilizaban el Tibet con el fin de construir fábricas secretas de armas nucleares, y también bases de misiles, estaciones de radar y vertederos para residuos radiactivos. ¿Tendría algo que ver el interés de la CIA por el Santuario con el arsenal nuclear chino?

La tercera y última posibilidad que se le ocurrió a Jack también tenía en cuenta a los chinos, y era la más inquietante de todas: los chinos tenían intención de sacar partido de las hostilidades entre la India y Pakistán e invadir el Nepal cruzando el Tibet, al igual que hizo la Unión Soviética cuando invadió Afganistán en 1979.

Jack hubiera intervenido gustoso en cualquier operación que tuviera como fin evitar una guerra en la India o abortar las ambiciones militares de los chinos en la zona. Pero le exasperaba que les hubieran utilizado a él y a sus colegas de la expedición.

No desconfiaba de Mac ni de Jutta ni del sirdar, puesto que habían sido compañeros suyos en anteriores expediciones. De Swift ni que decir tiene que no podía sospechar ni por asomo. Así pues, a Jack sólo le cabía vigilar atentamente a Tsering, Jameson, Cody, Warner y Boyd, porque estaba convencido de que tarde o temprano uno de ellos iba a decir algo que lo delataría.

Y cuando esto ocurriera, Jack estaría preparado para desenmascararlo.

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