Aquellas huellas me impresionaron y me dejaron harto confuso. Pero mis sherpas las miraron y no les cupo ninguna duda. Sonam Tensing, una persona sumamente juiciosa a la que conocía desde hacía mucho tiempo, dijo: «Son de yeti.» Yo poseo una mente abierta, no tengo ideas preconcebidas. Pero mis sherpas miraron aquellas huellas y no les cupo ninguna duda.
Sir Eric Shipton
El día amaneció radiante después de la noche de tormenta; el cielo era de un azul tan intenso como los ojos de Buda y el sol convertía la nieve y la roca en oro resplandeciente. Pero la sensación de calor era puramente estética, pues seguía soplando el viento en ráfagas cortas como puñetazos, y tan frías que te cortaban el aliento y el habla, si hablabas, y te obligaban a cerrar los ojos llorosos o dar la espalda a quien estuviera a tu lado. El viento mantenía la temperatura exterior muy por debajo de los cero grados.
Jack fue uno de los primeros en salir de los refugios para inspeccionar el campamento temiendo que la tempestad hubiera causado destrozos. El extremo norte de la concha estaba sepultado bajo la nieve, y también lo estaban varias cajas en las que se guardaban las provisiones y que pesaban demasiado para bajarlas a los refugios; por lo demás, sin embargo, todo parecía haber sobrevivido intacto. Jack inspiró hondo, eufórico, llenándose los pulmones de aquel aire helado, como si allí, en el valle de uno de los glaciares más increíbles del mundo, el hálito vital estuviera cargado de una especial dulzura.
A su izquierda, formando el pórtico sur del Santuario, se veía el Hiunchuli, que, con seis mil cuatrocientos metros, es una de las cumbres más bajas de las que forman el Annapurna. Es una montaña, pensó, bien recortada. Le recordaba la cabeza y el pico de un ave rapaz: el viento levantaba la nieve, que subía hacia el cielo como una rociada y que semejaba una cresta de plumas blancas; si miraba el picacho de hielo, le parecía ver un ala afilada que ascendía ondeante hacia el pico Modi, llamado también Annapurna Sur.
Jack estaba todavía saboreando el placer gozoso que le causaba el aire y el paisaje cuando oyó un grito que procedía de más arriba del valle, al pie de la cresta del Hiunchuli. Protegiéndose los ojos del destello cegador de la nieve, puesto que no llevaba gafas de sol, vio una figura que le hacía señas con la mano. Cogió los pequeños prismáticos Leica que llevaba colgados, se los acercó a los ojos y vio el trípode de una cámara; en seguida se dio cuenta de que era MacDougall.
Jack le devolvió el saludo y fue a su encuentro.
A medio camino se encontró con un Mac extremadamente entusiasmado y para entonces el norteamericano sabía ya cuál era la causa del nerviosismo del que era presa el escocés. En la ladera, por lo demás prístina e inmaculada, más allá de donde estaba Mac hacía un momento, se veía en la nieve una hilera de pisadas que, semejantes a una larga cremallera negra, partían de los alrededores del campamento en dirección este, hacia la salida del Santuario.
– ¿Ha salido alguien más esta mañana? Quizá uno de los sherpas.
– No, he sido el primero en salir -dijo Mac-. Quería fotografiar la salida del sol por encima de las montañas. Y ya estaban aquí.
Ambos se dirigieron hacia el rastro de pisadas dibujado en la nieve.
– Por un momento he pensado que eran mis propias huellas, pero luego, cuando he visto lo mucho que subían, me he dado cuenta de que no podían ser las mías.
Se detuvieron justo antes de las pisadas. Jack se arrodilló para examinarlas de cerca y Mac quitó la tapa de la lente de la Nikon y empezó a disparar.
– ¿Qué opinas, Jack? Lo parecen, ¿verdad?
– Podría ser, Mac.
– ¿A que es genial? Quiero decir que acabamos de llegar y nos encontramos con esto. Es como ganar la lotería a la primera. -Echó un vistazo al diafragma de la Nikon y después a Jack-. Sea lo que sea, ha bajado por la arista de la montaña hasta casi el campamento.
– A lo mejor es verdad que Cody oyó algo anoche.
– Sí, claro, lo había olvidado. -Mac hizo más fotografías-. Hay que dar gracias a Dios por toda esta nieve. Todo el santuario es como hormigón fresco. Mira estas huellas, son perfectas. No habría obtenido un resultado mejor aunque yo mismo hubiera sido el director de estilismo y el director de arte.
Jack cogió la radio GPS que llevaba asegurada al pecho y acercó los labios al micrófono. Le contestó el sirdar.
– ¿Hurké? ¿Qué están haciendo en este momento?
– Están desayunando, sahib.
– Pues diles que se terminen los cereales de una vez, que muevan el culo y que salgan. Y si alguien puede traer una cinta métrica, mejor. Hemos encontrado unas huellas. Por lo visto, anoche por poco tenemos una visita.
Miles Jameson extendió la cinta métrica sobre una de las huellas que se percibían en la nieve y pareció que hubiera tendido un diminuto puente metálico sobre una fisura en forma de pera.
– Mide treinta y cinco centímetros y medio -le dijo a Swift, que estaba tomando notas.
Sin mover la cinta métrica, Miles se echó hacia atrás para que Mac pudiera hacer fotografías detalladas que mostraran la escala de la pisada.
– Genial -soltó el escocés.
– Ninguno de los porteadores ha querido venir a verlas -les hizo saber Jutta-. ¿Acaso tienen miedo, Tsering?
– Ciertamente, memsahib -respondió el sirdar ayudante-. Me temo que son todos bastante supersticiosos y creen que ver un yeti o hasta escuchar un grito de yeti es un mal augurio. No se sorprendan de que ahora estén celebrando alguna ceremonia estúpida para alejar la mala suerte. -Se encogió de hombros como pidiendo disculpas-. Éste es el carácter de mi gente.
– Si ahora se comportan así -reflexionó Swift-, ¿qué va a ocurrir cuando, con un poco de suerte, capturemos un espécimen vivo?
– Los dólares americanos pueden alejar toda futura mala suerte por grande que sea -repuso Tsering.
– Ahora sí has dicho una gran verdad -intervino Boyd.
Jameson introdujo el extremo de la cinta métrica en la huella.
– Mide entre treinta y treinta y ocho centímetros de hondo.
Examinó la parte interna de la huella como un jugador de golf mesura el golpe que debe dar a la pelota para que entre en el hoyo, haciendo un esfuerzo por determinar el contorno. Cuando hubo terminado, hizo lo mismo con la siguiente pisada.
– Es difícil ver con claridad -dijo.
Swift volvió a tomar notas.
– La nieve se ha depositado en cada uno de los hoyos. Pero, en términos generales, se trata de una pisada considerablemente larga. Es un pie cuyos dedos son cortos, excepto el dedo gordo, que es muy alargado. No es lo ancha que yo hubiera esperado, pero se puede descartar que sean las huellas de una garra. Estoy totalmente seguro de que no son huellas de un oso. No puedo concretar más, pero de lo que no cabe duda es de que tienen todo el aspecto de ser las pisadas de un antropoide superior.
Se oyeron varios gritos de alegría. Mac dio un puñetazo al aire en señal de triunfo y Jutta abrazó a Lincoln Warner.
– No podíamos haber empezado mejor -reconoció Swift-. Esto supera nuestras expectativas más optimistas.
– Son exactamente iguales que las huellas que fotografió Shipton en el glaciar Menlung del Everest -observó Mac-. Y el caso es que también son idénticas a las que fotografió Don Whillans en el Annapurna -dijo riendo, encantado-. Señor, ¡pero si acabamos de llegar!
El sirdar se agachó y escudriñó atentamente las pisadas, mientras fumaba, meditabundo.
– Por favor, sahib -dijo arrojando el cigarrillo y alargándole la mano a Miles Jameson-. ¿Tiene la bondad de prestarme el metro Stanley?
Jameson, que advirtió que Hurké Gurung le estaba pidiendo la cinta métrica, se la dio y lo observó, mientras éste medía la distancia entre las huellas. Finalmente, el sirdar se puso en pie y hundió su bota Berghaus en una de las pisadas y luego en otra.
– El rey Wenceslao el bueno -bromeó Warner.
Gurung sacudió la cabeza de hombro a hombro, como si dudara de algo.
– Casi dos metros, tal vez. Y no son muy pesadas -dijo-. Creo que es un yeti bien pequeño. Tal vez muy joven o una hembra quizá.
– ¿Has oído? -dijo Mac, triunfante, dirigiéndose a Jon Boyd, que contemplaba el examen forense con un interés entre divertido y distante-. Ha dicho «un yeti». No ha dicho nada de monos de la India, ni ha hablado para nada del dichoso monstruo del lago Ness. Ha dicho «un yeti».
– Si tú lo dices, Mac -repuso Boyd-. Pero como tú comentaste, todavía es pronto.
– Uno joven o una hembra -repitió Swift.
– Hajur, memsahib. Podría ser.
– No lo sabremos hasta que no demos con él -apuntó Jack.
– Lo que me gustaría saber es qué dirección seguiremos -comentó Jameson.
– ¿Qué quieres decir?
– Las huellas provienen de un punto de partida. ¿Vamos a seguir al animal o vamos a seguir las huellas hasta el punto de origen?
Jack miró hacia donde miraba Jameson: la arista de hielo que unía el Hiunchuli con el Annapurna Sur, que era de donde procedían las pisadas. El cielo estaba todavía sereno, pero las ráfagas de viento levantaban nieve polvo con tanta furia que parecían presagiar un empeoramiento del tiempo.
– Normalmente se siguen las huellas hasta el punto de origen -dijo Jameson.
– Yo tenía planeado que nos quedásemos todos aquí, en el CBA, un par de días hasta que nos hubiésemos aclimatado del todo a la altura de cuatro mil metros, y empezar a ascender después -explicó Jack-. Hay entre mil doscientos y mil quinientos metros hasta la cima de aquella cresta. Será difícil llegar sin estar perfectamente adaptados a la altitud. -Sacudió la cabeza-. Además, las huellas llevan al Machhapuchhare, que es donde vamos a centrar principalmente nuestro rastreo. Así que creo que ya está todo dicho. En este caso me parece preferible seguir al animal. Swift, Hurké, Miles, mejor será que os marchéis antes de que se ponga a nevar otra vez y perdáis el rastro.
– ¿No vas a venir? -le preguntó Swift.
– No podemos ir todos. Además, hay cantidad de cosas que hacer aquí.
El sirdar hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Jack tiene razón, memsahib. Se caza mejor si el grupo es pequeño.
Jameson adoptó una actitud altiva y se dirigió al sirdar en nepalés.
– Huncha. Kahile jaane?
– Turantai, Jameson sahib. Ahora mismo.
– Muy bien -dijo el zimbabwés, y después le dedicó una sonrisa a Swift-. Estupendo. Mejor será que vaya a recoger mis cosas.
Se encaminaron todos hacia el campamento; Jameson, Swift y Hurké se adelantaron a los demás, ansiosos de ponerse en camino, dejando a Mac solo haciendo fotos. Jack andaba despacio, junto con Warner, Boyd y Cody.
– Has dicho que había mucho que hacer -comentó Boyd-. ¿Puedo ayudar en algo?
– Pues si la tela metálica llega hoy, creo que podríamos empezar a colocar una cerca para contener los aludes. Gracias por prestarte a colaborar, pero ya me ayudarán los sherpas. Tú podrías empezar a recoger muestras de sondaje.
– Gracias, creo que es lo que voy a hacer.
– Fue un alud lo que os arrastró a ti y a tu compañero, ¿verdad, Jack? -le preguntó Warner-. Vino una noticia en el National Geographic.
– Sí.
– Debió de ser espantoso. No me puedo figurar lo que debe de sentir uno cuando le pilla un alud allí arriba. Aunque a mí nunca va a pillarme ninguno. -El norteamericano negro movió la cabeza, cauteloso. Con sus gafas de sol de colores brillantes sujetadas con una cinta y su parka de buena calidad parecía un cantante de rap-. A mí me gusta tener los pies en tierra firme.
– Aunque es imposible decir con seguridad lo que ocurrió, siempre he tenido la impresión de que fue un meteorito lo que causó la avalancha.
– Un meteorito, ¿eh? -dijo Boyd-. Qué interesante.
– Siempre me he preguntado si no fue así cómo empezó la vida en este planeta -intervino Warner-. Unas cuantas moléculas en un pedazo de roca intergaláctica. ¿Sabíais que unos papiros egipcios de hacia el año 2000 antes de Cristo contienen las noticias más antiguas sobre meteoritos?
Warner le dirigió una mirada a Boyd.
– No ha sido mi intención ofender a nadie -aclaró.
– No me has ofendido -repuso Boyd-. En realidad, a mí el tema de los meteoritos siempre me ha interesado.
– Si fue un meteorito, Jack, tuviste suerte -comentó Warner-. El que hay en el Planetario Hayden de Nueva York pesa treinta toneladas. ¿Tienes idea de dónde pudo haber caído?
– ¿Qué es lo que quieres, buscar un souvenir? -rió Boyd-. Llevarte treinta toneladas de roca a Estados Unidos sería un exceso de equipaje que no te admitirían.
– Lo he preguntado sólo por curiosidad.
– Es difícil decirlo con precisión -admitió Jack-. Lo que sé es que cayó a nuestras espaldas, en un lugar imposible de precisar del glaciar que teníamos al sur. -Indicó con el dedo un punto en la entrada del Santuario, más allá de la hilera de las extrañas huellas recién descubiertas, y más allá del CBA-. Hacia allí. Hacia el Machhapuchhare.
– El pico Cola de Pez, ¿eh? -musitó Cody-. Sí, lo parece, ¿verdad? ¿Cuántos metros de altitud tendrá? Unos seis mil o seis mil quinientos, ¿no?
– Seis mil novecientos noventa y dos -dijo Jack.
– Sea como sea, una caminata de miedo -se rió Boyd.
– Desde un punto de vista técnico, no es una escalada especialmente difícil.
– ¿Creen de veras que es una montaña sagrada? -preguntó Warner-. ¿Que es un lugar sagrado donde moran los dioses y todas esas historias?
– Sí, lo creen de verdad -afirmó Jack.
– Parece imposible que en nuestra época se crea todavía en esas cosas.
– Cuanto más tiempo llevas aquí -respondió Jack-, menos imposible te parece.
Miles Jameson estaba habituado a usar drogas para anestesiar e inmovilizar a los animales salvajes. Durante el tiempo que estuvo trabajando en el zoológico de Los Ángeles, drogó a todo tipo de animales, desde un elefante indio hasta un ajolote. Había empleado varios de los agentes químicos de su arsenal a lo largo de dos décadas, casi desde el momento en que habían salido a la venta. Pero su medio predilecto de administrar narcóticos para anestesiar a los animales era una cerbatana, que se utilizaba desde épocas remotas. Cuando trabajaba en el zoológico, empleaba muy a menudo una cerbatana que le habían regalado unos indios ecuatorianos en uno de los múltiples viajes que efectuó a Centroamérica en busca de nuevos especímenes. Era una caña hueca de bambú de dos metros de largo que ofrecía la posibilidad de inyectar anestesia desde una distancia de entre quince y veinte metros lanzando de forma silenciosa y efectiva bolitas o flechas cuyo impacto, además, causaba una lesión insignificante. Jameson se había llevado la cerbatana al Parque Nacional de Chitwan. Pero si en el Himalaya, donde soplaban siempre vientos muy fuertes, se veía obligado a inmovilizar a un animal no le quedaría más remedio que utilizar un rifle.
Además de una selección de pistolas de aire modificadas para el uso general de los miembros de la expedición, se había traído consigo un par de armas proyecturas Palmer Cap-Chur de Chitwan. El primer par eran dos rifles de largo alcance propulsados por dióxido de carbono comprimido, con una línea de tiro de treinta y dos metros. Pero era en el segundo par de armas en el que Jameson confiaba más; se trataba de dos rifles Zuluarms de una línea de tiro larguísima. Cada uno de ellos estaba constituido por una combinación modificada superior e inferior de un rifle del calibre 22 y una escopeta del veintiocho, propulsada con casquetes de percusión, que era efectiva desde una distancia de setenta y cinco metros. El rifle Zuluarms disparaba una jeringa especial de aluminio Cap-Chur que era semejante a las que Jameson disparaba con la cerbatana ecuatoriana.
Escoger el producto químico para dejar inconscientes a los animales presentaba más problemas. Si la presión a la que se inyectaba un líquido era excesiva, se corría el riesgo de desgarrar el músculo. Lo peor era que hasta que el animal quedaba completamente inmovilizado transcurrían entre quince y veinte minutos, o tal vez más, dadas las bajísimas temperaturas propias del Himalaya, tiempo suficiente para que el animal se perdiera y, desamparado, muriera por disminución de temperatura y fallo respiratorio. Lo más complicado de todo era calcular la dosis, segura y efectiva a la vez, que necesitaría un animal que Jameson no había visto en la vida y del que no sabía nada.
La dosis de ketamina que había que administrar a los grandes simios era de dos a tres miligramos por kilogramo de peso corporal. A Miles no le quedaba más alternativa que imaginar el peso de la criatura; por las descripciones que Jack y el sirdar habían dado del yeti, del que habían dicho que era una tercera parte más grande que un gorila de espalda de pelo blanco adulto, debía de pesar entre doscientos y doscientos veinticinco kilos. Pero teniendo en cuenta el examen de las pisadas efectuado por el sirdar y su propia opinión, según la cual estaban persiguiendo a un yeti joven, había preparado también una jeringa Cap-Chur que contenía una dosis mucho más pequeña.
Antes de abandonar el CBA, Jameson examinó la enorme jaula que él y unos sherpas habían montado el día anterior. Si tenían la suerte de capturar un espécimen vivo, lo encerrarían en ella. Transportarlo sobre una litera en aquella jaula sería bastante menos fácil, y se dijo que, si el tiempo lo permitía, a lo mejor tendrían que pedir un helicóptero.
Jameson cogió un Zuluarms, insertó un casquete de percusión en el cañón del rifle y una jeringa Cap-Chur, que contenía una droga menos fuerte, en el cañón de la escopeta. Después pasó el fiador, se metió en el bolsillo un par de jeringas más, cuyas puntas protegió bien, cogió los prismáticos, se echó el rifle al hombro y subió la escalera del refugio para reunirse con Swift y el sirdar.