QUINCE

¡Y aún hay quien habla de misterios! Si basta con pensar en nuestra vida en medio de la naturaleza: diariamente somos testigos de la materia y de nuestro contacto con ella, ¡las rocas, los árboles, el viento que nos acaricia o nos latiga la cara!, ¡la tierra sólida!, ¡el mundo real!, ¡el sentido común! ¡Contacto! ¡Contacto! ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos?

Henry Thoreau


Jack encendió un cigarrillo y lo puso entre los labios azulados y temblorosos del sirdar. Luego inspeccionó la radio rota que los dos yetis le habían arrancado a Hurké del anorak.

– Estos individuos te estrechan la mano y te la machacan. Me parece, Hurké, que te has librado de una buena.

El sirdar asintió en silencio; en su rostro había una expresión de enfado y de perplejidad; tenía la frente arrugada como pidiendo disculpas. A Jack le sorprendió ver que se le saltaban las lágrimas y se preguntó si eran lágrimas de gratitud por haber sobrevivido a la experiencia que acababa de relatarles o si lloraba por los hombres que habían hallado la muerte en el extenso banco de hielo flotante.

Hurké Gurung dio una ruidosa chupada al cigarrillo y dejó que el humo flotara alrededor de su boca abierta como si fuera el humo de un arma de fuego; al cabo de unos instantes esbozó una sonrisa forzada, a pesar de que le seguían castañeteando los dientes.

– Has sufrido un shock muy fuerte -le dijo Jameson-. Deberías volver al CBA.

– Han muerto cinco hombres -dijo Jack-. Quizá deberíamos volver todos.

– De eso nada -intervino Swift señalando la ladera del riñón y la montaña prohibida y sagrada que se veía detrás-. Mirad el rastro de estas pisadas. Tal vez nunca más volvamos a encontrar un rastro tan perfecto. Venga, Jack, esta vez sabemos de verdad que son yetis, que no son ninguna invención nuestra.

– Sí, no son ningún Maharishi de las montañas -intervino Jameson-. Jack, Swift tiene razón.

Jack le lanzó una mirada a Mac, que le estaba haciendo una fotografía al sirdar.

– ¿Mac? ¿Qué dices tú?

El escocés se encogió de hombros.

– Tendríamos que hacer lo que teníamos planeado: subimos todo este material al riñón, dos de nosotros instalamos el campamento I y los otros dos siguen el rastro. El pronóstico dice que el tiempo se mantendrá. Y quedan aún muchas horas de sol. Jack, ella tiene razón. Quizá nunca más tengamos una ocasión tan buena como ésta. Y además, caray, hemos venido hasta aquí para eso.

Jack le preguntó al sirdar si se veía con ánimos de regresar solo al CBA.

– Creo que sí.

– ¿Y las familias de los sherpas que han muerto? -preguntó Swift-. Alguien tendrá que decírselo.

– Yo lo haré -contestó el sirdar.

Jack miró los ojos de Hurké Gurung y se azoró.

– Será mejor que te asegures de que comprendan bien que se mataron al intentar huir. Que no fueron los yetis -recalcó-. Y diles también que recibirán la indemnización que les corresponde.

– Comprendo, sahib. Y no debe reprocharse nada. No fue culpa de usted, Jack sahib. Como tampoco vez anterior. Es como usted dice. Sherpas no tenían que haber huido. Pero instintivamente se desea hacerlo. Yeti es terrorífico. Y lo que es más, su olor es abominable, como Boyd sahib nos dice.

Mac husmeó el aire con desconfianza. Flotaba todavía un vago olor a bestia.

– Así olía en Nuptse -dijo-. ¿Y dices que se comían sus propios excrementos? -preguntó Jameson.

El sirdar hizo una mueca.

– Yeti es muy sucio. Come su propia mierda, sí. Como banquete muy raagako maasu.

– Esto sin duda explica por qué nadie ha hallado jamás excrementos de yeti -observó Swift.

– La mayoría de los grandes simios son coprófagos -aclaró Jameson-. Así absorben nutrientes adicionales. Es una cuestión pura y simple de extraer todos los minerales y todas las vitaminas posibles de lo que comen. Si es que me entendéis.

– Lo tendré en cuenta -comentó Jack- la próxima vez que tenga hambre.

– Lo cierto es que si se cagó, probablemente estaba tan asustado como el pobre Hurké.

El sirdar se movió, incómodo, como si algo le molestara dentro de los pantalones.

– No pienso así, Jameson sahib. Además, yo no creo que yeti es un animal. Parece mucho más un hombre. Quizá conducta de mono, sí. Pero los dientes no tan afilados. Tampoco grandes dientes de perro. Y la cara no tan plana como un mono. Antes lo he visto muy cerca, cara a cara. Es, como dice la gente, un hombre de las nieves. Y ahora pienso que algunos sherpas lo llaman yeti, pero es nombre distinto para lo mismo. Teh es el nombre de criatura, sahibs. Yeh significa sitio de rocas. Yeti significa criatura de rocas. Pero algunos sherpas lo llaman Maai-teh. Miti. Maai significa hombre. Así que no Yet-teh, sino Maai-teh. Creo que éste es un nombre mejor para lo que he visto. Miti. Pues era como un hombre muy grande, sahibs. Una criatura como un hombre muy grande.

El sirdar apuró el pitillo y arrojó la colilla en la grieta. Jack le encendió otro y le dio su radio. Dirigiéndose a los demás, dijo:

– Muy bien, vosotros lo habéis querido. Para llegar a la cima del riñón faltan unos trescientos metros. Si estuviéramos al nivel del mar, sería como subir a una colina. Pero a casi cinco mil metros será una caminata muchísimo más dura, creedme.

Jack le pidió al sirdar que le ayudase a cargarse al hombro una caja grande que había dejado abandonada uno de los sherpas que habían muerto.

– ¿Y con una carga de veintidós kilos y medio a la espalda? -Hizo una mueca cruel-. Bueno, digamos que vais a recibir una lección práctica de lo crudo que lo tienen Hurké y sus compañeros todos los días. Vamos, chicos. Vais a enteraros de lo que significa ser sherpa.


Cuando llevaban andada la mitad de la pendiente cubierta de azúcar glaseado, Swift se detuvo e intentó pensar en algo que no fuera el esfuerzo infinito que le representaba subir al riñón del Machhapuchhare. Nunca se había imaginado que fuera posible sentirse tan extenuado y al mismo tiempo con tantas fuerzas para seguir adelante. Lo que más deseaba era desprenderse de aquel peso, porque la espalda le dolía mucho, pero sabía que, si lo hacía, jamás tendría fuerzas para volver a cargar con él.

La única cosa que la mantenía en pie era la certeza de que estaba a punto de encontrar su santo grial particular: Esaú. El hallazgo zoológico del siglo. Y que era ella quien iba a realizarlo. Saldría en todas las revistas científicas del mundo y en todos los periódicos. De no haber caído en la cuenta de que esto le supondría un esfuerzo con el que no contaba y que podía provocarle un ataque al corazón, hubiera sonreído. Era sólo cuestión de seguir la ruta que Jack había trazado en la nieve. Hasta lo alto del riñón. Hasta la cima.

¿Cómo eran capaces los sherpas de realizar aquel trabajo? ¿Cómo podía ser que personas más menudas que ella fueran capaces de cargar con tanto peso y a pesar de ello avanzar con más rapidez que cualquier occidental sin carga alguna que le entorpeciera la marcha? Jack tenía razón. Había que tenerles mucho respeto a aquellos hombres vigorosos y de corta estatura; en su pecho, en sus muslos, en sus hombros, en su espalda, cada vez que daba un nuevo paso, sentía nacer una nueva admiración por ellos. Tenía la sensación de que sus músculos estaban saturados de ácido láctico.

– ¿Estás bien?

Jack y MacDougall hacía mucho que habían desaparecido por la cresta del riñón. El que habló fue Miles Jameson, que le llevaba una ventaja de unos cincuenta metros.

– Sí -dijo sin resuello-. Estoy tan cansada que no puedo respirar, sólo es eso.

Esperó a que el martilleo en la cabeza disminuyera algo y luego, despacio, siguió andando. Era tanto el esfuerzo que debía hacer para caminar con toda aquella carga a su espalda hasta el riñón que pronto desterró de su cabeza hasta los pensamientos referentes al yeti. Hacía ya mucho que había dejado de fijarse en el rastro que habían dejado las dos criaturas al subir y al bajar del riñón. Ahora pensaba sólo en una cosa: en el trabajo desesperadamente lento y tedioso de subir la vertiente inferior del Machhapuchhare.

Cuando al fin alcanzó la cima, empapada de sudor, con los pulmones que le ardían como si se hubiera enjuagado la boca con un ácido, vio que Mac y Jack ya habían montado una de las tiendas Stormhaven. Jameson había instalado un fogón de parafina y había puesto agua a hervir para preparar un poco de té. Swift se dejó caer en la nieve y Jack le quitó aquel peso inmenso de la espalda. Liberada de la carga, se quedó tumbada de lado como un cadáver.

– Estoy orgulloso de ti -le dijo Jack-. Has hecho un esfuerzo impresionante y has llegado hasta el final.

Muda por la fatiga, Swift hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y se tumbó de espaldas en la nieve con la vista fija en el Machhapuchhare que, mucho más cerca ahora, se alzaba por encima del riñón como las murallas de un enorme castillo blanco. Una obra construida por Ludwig de Baviera, el rey aquel que había perdido la razón. Había algo en aquella montaña que le confería, en efecto, el aspecto de un edificio de cuento de hadas. Las paredes de la cima eran tan verticales que únicamente el pico propiamente dicho estaba cubierto de nieve, como el logotipo de la Paramount Pictures. ¿O era el de la Columbia? No lo recordaba. El viento cortante del Himalaya había dispersado la nieve con tanta delicadeza que parecía que la cumbre estuviera luchando por desprenderse de la gran masa que había a sus pies, pero no lo conseguía porque ésta era como una membrana blanca pegada con cola de impacto. El monte de Siva era muchísimo más impresionante visto desde la cima del riñón que visto a cinco kilómetros de distancia y seiscientos metros más abajo, desde el glaciar en el que estaba el CBA. Cerró los ojos e intentó imaginarse en Berkeley, en su casa, metida en la cama o en la bañera llena de agua caliente, pero fue un breve ensueño que Jack, que ya estaba dando órdenes, interrumpió.

– ¿Mac? Tú y Miles os quedáis aquí y acabáis de montar el campamento. En cuanto nos hayamos terminado el té, Swift y yo continuaremos buscando a los yetis. Seguiremos el rastro y volveremos antes de que anochezca.

Algo que había en la nieve, cerca de ella, la hizo apartarse, asqueada. Era el cadáver de un animalito peludo, de unos cuarenta y cinco centímetros de largo, al que habían dejado sin vísceras.

– ¡Uf! ¿Qué es? -preguntó.

Jameson lo miró por encima.

– Una marmota muerta. Probablemente un águila le comió las entrañas. Tuvo suerte, porque es difícil encontrar carne por estas montañas.

Swift se incorporó despacio y cogió la taza de té humeante que Miles le ofrecía. Quería decir que no se veía con fuerzas de ir, que estaba acabada, que ya no podía dar ni un paso más, y lo hubiera dicho de no ser porque no tenía ni idea de cómo se montaba una tienda. Además, la idea de seguir el rastro de los yetis había sido suya, y de nadie más. Así que se lo pensó mejor.

– ¿Vamos a pasar la noche aquí, Jack?

– En principio, sí.

Swift lanzó una mirada a la tienda y frunció el entrecejo. Después del lujo de los refugios sepultados bajo la nieve y la concha climatizada, la tienda Stormhaven parecía tan frágil como un farolillo de papel. Sorbió el té ruidosamente y fijó la vista en el valle que se extendía a sus espaldas hacia el macizo en forma de pulpo que es el Annapurna. Se dio cuenta de que Jack tenía razón, podía haber estado a treinta kilómetros. Era imposible seguir el rastro de los yetis y regresar al CBA antes de la caída de la noche.

Se terminó el té e inspeccionó la depresión llana que había en la cima del riñón por si veía pisadas de los yetis. En aquel momento advirtió que el banco de hielo flotante se extendía también entre el riñón y el pie de la montaña y que las pisadas llevaban a él.

– A partir de ahora necesitaremos crampones y piolets -dijo Jack, que le estiró las piernas a Swift y le fijó unas puntas amarillas, de aspecto letal, en las suelas de las botas. Cuando acabó, la ayudó a levantarse.

– ¿Qué tal?

– ¿Qué? ¿Las piernas? Es como si no fuesen mías, como si fueran las piernas de otra persona. De una persona vieja y lisiada.

– Me refería a los crampones.

Swift levantó un pie y luego el otro.

– Supongo que bien.

– Si se te aflojan, dímelo y te los ajustaré.

Jack le puso la empuñadura recubierta de goma antideslizante de un piolet DMM en la mano enguantada. Swift lo levantó experimentalmente y asintió, pero al ver que Jack se ponía un arnés de pecho y que luego recogía del suelo una cuerda enroscada no pudo reprimir un ataque repentino de ansiedad.

– ¿Qué es esto? ¿Tienes intención de remolcarme? -preguntó esperanzada al pasarle él la cuerda por la cintura.

– Sólo si no me queda más remedio.

Con sus manos expertas hizo un nudo en forma de ocho a un metro del extremo de la cuerda y medio nudo de pescador en la cuerda principal. Después la enganchó al mosquetón que colgaba del arnés de pecho.

– El ocho es un nudo que sirve de freno -explicó-. Por si ocurre que tienes que pararte de golpe.

– Jack, no necesito ayuda para pararme, la necesito para ponerme en marcha. Átame un nudo que me haga mover las piernas. -Sacudió la cabeza, exasperada-. ¿Por qué habría de querer pararme de golpe?

Mac soltó una sonora carcajada.

– No hay forma de que lo entienda, Jack.

– ¿Qué tengo que entender?

– Que puedes caerte por una grieta, querida. -Mac volvió a reírse-. Por eso puede que quieras pararte de golpe. ¡Para no precipitarte hasta el fondo!

– Fantástico. -Swift se tragó una mezcla de terror y de amor propio herido.

Para gran desconsuelo suyo, Mac sacó de improviso una cámara compacta y, sin dejar de reírse, le hizo una fotografía.

– Ésta para el álbum. Anda, querida, ten un poco de fe. ¿No sabías que la fe mueve montañas?

– ¿Ah, sí? -Esbozó una breve sonrisa-. ¿Y para qué?

Jack se colgó al hombro el rifle Zuluarms de Jameson.

– Tú primera, Swift. Así, si te caes, podré salvarte.

– Qué tranquilizador.

Se cargó la mochila a la espalda y le dio a Swift una cuerda enroscada.

– Toma -dijo-. Cógela. Y ahora tómatelo con calma. No pierdas de vista las huellas de los yetis. Lo más probable es que sepan mucho mejor que nosotros dónde están escondidos los peligros.

Swift se ajustó las gafas de sol, se subió del todo la cremallera del anorak y lanzó un suspiro, incómoda.

– ¿Por qué tengo la sensación de que me ponen a prueba, de que me tienden una trampa? -refunfuñó.

A continuación se puso en marcha en dirección al corredor de hielo que se extendía a lo largo de la parte superior del glaciar y que terminaba en un punto donde un picacho que se hallaba enmarcado por el centro de la pared escarpada lo dividía en dos.


El segundo grupo de exploradores recorría un valle que quedaba al noreste del CBA y que conducía al Annapurna III cuando Lincoln Warner les dio por radio la noticia de la muerte de los cinco sherpas y de que habían visto dos yetis.

– Me imagino que no hay ninguna posibilidad de que alguno de estos hombres esté con vida, ¿verdad? -dijo Cody.

Jutta meneó la cabeza.

– Las personas que caen en una grieta por lo general no sobreviven. Es como caer por un precipicio.

– Qué desgracia que haya ocurrido esto. ¿Qué es lo que se hace habitualmente en estos casos, Tsering? ¿Debemos de volver e intentar rescatar los cuerpos?

El joven sirdar ayudante negó con la cabeza lentamente.

– Dudo que semejante cosa sea posible. De hecho, podría costar la vida a muchos más hombres. Pero ¿qué mejor sepultura para un sherpa que la nieve y el hielo donde ha caído? Ya habrá tiempo para las ceremonias. Pero éste no es el momento, Cody sahib, y usted verá cómo los supervivientes se comportarán con dignidad y no mostrarán en exceso su dolor.

Cody asintió educadamente, pero pensó que Ang Tsering era un tonto del culo, pomposo y creído. Sentía animadversión por el sirdar ayudante, porque creía que era engreído y no podía comprender que Jutta estuviera tan deseosa de ayudarle a perfeccionar su alemán. O tal vez ocurría sólo que, al igual que muchos otros de su raza, pensaba que los que hablaban alemán tenían que asestarles un azote en la cara a los que hablaban inglés. Fuera como fuera, Cody estaba cansado de oír cómo se pedía en alemán un plato en un restaurante, o cómo se contaba o cómo reservaba uno una habitación en un hotel. Hasta Tsering, sospechaba Cody, mostraba ya señales de hastío por todo lo teutónico.

Tsering anduvo un corto trecho y subió hasta lo alto de la pendiente en la que estaban. El mensaje de Warner los había interrumpido cuando estaban buscando en un mapa aquella vertiente llamada Gandharba Chuli, una larga cresta que ascendía suavemente hacia las alturas más escarpadas del Machhapuchhare, adonde se había dirigido el otro equipo.

Cody lanzó un suspiro.

– Es un hijo de puta caprichoso y malhumorado.

Al momento se arrepintió de haberlo dicho, pues imaginó que Jutta saltaría en defensa del sirdar y que le recordaría que cinco compañeros suyos habían muerto. Pero en lugar de ello se encontró con que le daba la razón.

– Yo hago un esfuerzo por ser amable con él, pero entiendo perfectamente lo que quieres decir.

– No tenía que haberlo dicho. Acaban de morir cinco de sus compañeros.

Jutta se encogió de hombros.

– Pero antes de enterarse de la noticia su humor era el mismo -dijo-. Está siempre de un humor de perros.

– Me parece que prefiero la compañía de los monos que la de una persona como Ang Tsering -dijo Cody-. No es que sea racista ni nada por el estilo. Es sólo que…

Jutta sonrió.

– No te disculpes. Te entiendo perfectamente. ¿Has trabajado siempre con monos?

– He hecho todo lo que se puede hacer con ellos. Todo menos emparejarme con una hembra, y no creas que me faltaron ofertas. Las hembras del gorila pueden ser muy insistentes. En los años setenta, unos amigos míos de la CIA trataron incluso de que les ayudara a elaborar un programa con el objeto de utilizar a los grandes primates para el ejército. Querían que los chimpancés aprendieran a conducir coches bomba, adiestrar gorilas para librar combates en la selva y otras cosas por el estilo. -Advirtió la expresión de horror en el rostro de Jutta y en seguida se apresuró a añadir-: Yo, por supuesto, no me presté a ello.

Jutta hizo un gesto afirmativo con la cabeza expresando su aprobación.

– Bueno, ¿qué hacemos ahora? -preguntó Cody-. Supongo que si han visto dos yetis no hay ninguna necesidad de que sigamos dando paseos por esta zona del Santuario.

Tsering les estaba haciendo una señal con la mano para que subieran.

– ¿Qué querrá ahora? -gruñó Cody.

Se pusieron los dos en marcha, y al llegar arriba vieron que el sirdar miraba con unos viejos prismáticos el valle que había a sus pies. En silencio les indicaba un punto, a lo lejos. Sus ojos avezados habían reparado en algo: una figura diminuta que se encaminaba hacia el valle, hacia Tarke Kang, la cúpula del glaciar.

Tanto Cody como Jutta cogieron sus propios prismáticos y los apuntaron hacia la figura. Por un instante ambos pensaron que el Santuario estaba poblado de yetis, pero en seguida vieron que un poco más al norte había unos triangulitos negros. Eran tiendas.

Era otro campamento.


El corredor, que se extendía entre los dos brazos del glaciar, tenía a la derecha paredes de nieve y, a la izquierda, cascajos de hielo. La ruta les acercó a la pendiente escarpada que había impedido la constante acción erosiva del hielo. Intimidada por la proximidad de la montaña y el silencio sobrenatural, Swift andaba sobre las huellas de los dos yetis, tal y como le habían aconsejado que hiciera, con la precaución propia de alguien que medio esperaba la súbita aparición de las dos criaturas de detrás de un montón de nieve, dispuestas a atacarla con toda la ferocidad de un tigre que defiende su territorio.

Pero sentía también otra cosa. La sensación extraña de que les observaban, de que en realidad era a ellos a quienes les seguían el rastro. En aquel lugar alejado del CBA, remoto, inhóspito y que te aplastaba como una losa, Swift advirtió que tenía miedo. Tuvo que detenerse un par de veces y echar una mirada a su alrededor para cerciorarse de que seguía atada a Jack con la cuerda, pues el glaciar y la montaña y la naturaleza de su búsqueda les habían dejado mudos a los dos.

Cuando al cabo de una hora se detuvo por tercera vez, no fue por miedo de descubrir que estaba sola y abandonada en aquel lugar imponente, sino porque las pisadas de pronto se desviaban del corredor principal y subían tres metros por la pared del glaciar que había a su izquierda.

Jack la alcanzó y fijó la mirada en la pared helada; instintivamente trazó en su cabeza una ruta y subió con rapidez hasta la cima.

– Tal vez han creído que les estábamos siguiendo -dijo Swift medio en broma.

Jack soltó un gruñido y buscó el rastro. Al volver a encontrarlo, y al ver adónde llevaba, le dijo:

– Puede que tengas razón. Mejor será que subas y lo contemples con tus propios ojos.

Preocupado no tanto por la posibilidad de caerse él como porque se desmoronara la pared de hielo y cayera sobre Swift, se sentó e, intentando repartir el peso de su cuerpo por el rellano de hielo, mantuvo la cuerda bien tensa hasta que tuvo a su amiga sentada a su lado. La ayudó a ponerse en pie y le dijo:

– Ahora mira bien donde pones los pies. Aquí arriba, el glaciar está muy resquebrajado y, si das un paso en falso, te puedes…

– Ya lo sé, ya lo sé -repuso ella con irritación, que ya no podía con su alma-. Soy historia.

– Exacto. Pura teoría. Nada de fósiles.

Se volvió con cuidado y la guió por una corta pendiente que era un revoltijo de hielo y nieve hasta el lugar donde se esfumaban las pisadas, en el arrugado labio azul y blanco de una enorme grieta.

Llegaron, extremando las precauciones, al borde de la grieta y, llenos de un creciente desconcierto, clavaron sus ojos en la otra orilla de aquel abismo negro, y después en la resonancia helada de las profundidades escondidas.

– No lo entiendo -dijo Swift mirando alrededor de sus pies-. Las huellas terminan aquí, justo en el borde de la grieta. ¿Crees que habrán saltado? Debe de tener seis metros.

– Siete y medio -especificó Jack.

Cogió los prismáticos y contempló la orilla opuesta de la grieta. No vio huellas en la nieve reciente, tanto que parecía que acabaran de elaborarla para un anuncio de una revista. Jack movió la cabeza.

– ¿Estaremos en una dimensión desconocida o qué? No se ve ni siquiera una huella digital.

– Podría ser que algo hubiera tapado las huellas. Quizá la nieve.

– ¿Sólo en un lado de la grieta? Esto que dices es demasiado extraño, incluso en el Himalaya. -Miró a su alrededor como si buscara alguna pista-. Han desaparecido. Simplemente se han esfumado.

– Los dos sabemos que eso es imposible.

– Cuando uno se pone a perseguir un mito y una leyenda, quién sabe lo que es posible o lo que no lo es.

– A mi entender hay dos posibilidades. Una, han saltado a la grieta.

– Como los lemmings, quieres decir -dijo Jack encogiéndose de hombros-. Se han suicidado.

– Dos, son más listos de lo que creíamos. Quizá se han dado cuenta de que los seguíamos y se han puesto a andar de espaldas, como los indios, poniendo los pies sobre sus propias huellas. -Ahora fue ella quien se encogió de hombros-. No lo sé. Pero tiene que haber una explicación lógica.

Jack asintió.

– Sea como sea, nos hemos quedado sin nada -dijo-. Sería mejor volver. -Intentó coger la radio que llevaba colgada al anorak, pero advirtió que estaba atrapada debajo de la correa del arnés de pecho. Jack levantó la correa y logró coger la radio-. Les voy a decir que volvemos.

Swift no se opuso. Seguía con dolor de cabeza, pero no quería tomar más acetazolamida, pues prefería aguantarlo y aguantarse. Deseosa de regresar al campamento I y bajar a una altura inferior, donde la cabeza ya no le dolería tanto, se apartó del borde de la grieta y se volvió demasiado bruscamente clavando un crampón en las correas del otro.

– Deja que te lo arregle -le dijo Jack.

Interrumpiendo su intento de volver a ajustarse el arnés, se inclinó hacia adelante para separar las puntas de un crampón de las correas del otro, pero automáticamente Swift ya había levantado el pie y, como estaba muy cansada, perdió el equilibrio. Un instante después ya no tenía pies en los que apoyarse y cayó pesadamente de culo en el hielo.

No sintió dolor y las pocas molestias que le ocasionó la caída desaparecieron al instante. Swift advirtió que seguía deslizándose y, sin oír lo que Jack le gritaba, se giró instintivamente, quedándose boca abajo, cosa que únicamente aceleró la velocidad a la que se precipitaba. Al darse cuenta de que iba a caerse por la grieta, sintió que el corazón le saltaba en el pecho hacia arriba, como si con aquel movimiento pudiera ayudarla a arrastrar su cuerpo hacia arriba.

El grito que salió de sus labios agrietados se amplificó instantáneamente, mientras el gran vacío azul y negro de hielo y nieve se la tragaba.


De camino hacia el campamento mal equipado y reducido, a Cody, Jutta y Ang Tsering les salió al encuentro un perro. No era la clase de perro cruzado que Cody había visto tantas veces en el Nepal, sino un animal muy normal y corriente, que incluso llevaba un collar. Al oír que el perro empezaba a ladrar, un asiático oriental robusto y fuerte salió de una de las tiendas más bien sucias. Ang Tsering juntó las manos en un gesto de cortesía, inclinó ligeramente la cabeza y le dirigió la palabra.

– Namaste, aaraamai hunuhunchha?

El hombre no contestó.

– Tapaai nepaali hunuhunchha? -preguntó Tsering haciendo otra ligera reverencia. Al ver que su interlocutor sacudía la cabeza, añadió-: Tapaaiko ghar kahaa chha? ¿Tiene usted la amabilidad de decirme de dónde es?

El hombre soltó un gruñido.

– Chin.

– Achchha.

Tsering se volvió hacia Jutta y Cody.

– Es chino -dijo negando con la cabeza, y agregó-: Yo no hablo chino.

– Yo lo hablo un poco -dijo Cody, que dio unos pasos adelante e intentó decir algunas palabras en mandarín.

– Nin hao -soltó con una sonrisa en la boca-. Nin hao Byron. Wo Xing Cody. Nin gui xing?

– Wo xing Chen -gruñó el chino con su tono de voz de malos amigos.

– Wo shi meigno -dijo Cody-. Ni zuò shénme göngzuò? ¿Qué hace usted aquí?

El chino frunció el entrecejo y se quedó un momento pensativo.

– Wo bu dong -dijo al fin (no lo entiendo)-. Qing ni zài shuo yíbiàn? -¿Puede repetirme la pregunta, por favor?

– Keyi -contestó Cody (por supuesto).

En aquel momento salieron otros hombres. Cody contó cuatro. Tres de ellos miraban a Tsering y a los dos occidentales con visible desconfianza, pero el cuarto se adelantó y los saludó educadamente.

– Nin hao -dijo el cuarto hombre-. Sí, hablo inglés. Bienvenidos.

– Estupendo -exclamó Cody-. Somos científicos. Nuestro campamento base está en el glaciar, más arriba, cerca del Annapurna.

– También nosotros somos científicos -dijo el chino-. Nos ocupamos de los pronósticos del tiempo. -Se encogió de hombros y añadió-: Somos meteorólogos.

– ¿De veras? -preguntó Cody-. Uno de los miembros de nuestro equipo es también meteorólogo. Le presento a la doctora Henze.

Jutta sonrió y dijo:

– ¿Quieren cigarrillos americanos? -se desabrochó el anorak y les ofreció una cajetilla de Marlboro.

– Xiangyan -repuso muy agradecido el chino que hablaba inglés-. Sí, por favor. Nos hemos quedado sin tabaco.

– Pues claro -intervino Cody-. Xiangyan.

– Quédense con el paquete.

– Es usted muy amable -dijo el chino que hablaba inglés.

Los otros tres se acercaron y aceptaron tímidamente los cigarrillos; Jutta les ofreció también fuego con un mechero a prueba de tempestad.

– Nosotros creíamos que éramos los únicos que estábamos aquí arriba -comentó Cody-. ¿Cuántos son ustedes?

– Somos un equipo reducido. Sólo seis. ¿Les gusta el cha?

– Cha -repitió Jutta-. Nos apetecería mucho un poco de cha.

Se quedaron media hora, más o menos, tomando té y después improvisaron unas disculpas y prometieron volver algún día con whisky y más cigarrillos y acompañados del meteorólogo de su equipo.

– Es agradable saber que no estamos solos -les dijo Cody al despedirse.

– ¿Qué crees tú que hacen éstos aquí? -le preguntó Cody a Tsering de camino al CBM y al lugar en el que girarían hacia el oeste en dirección al campamento.

– No tienen sherpas -observó Tsering.

– Sí, a mí eso me ha extrañado mucho -confesó Jutta.

– Si hubieran contratado los servicios de unos sherpas, yo me habría enterado. En este caso quizá hayan entrado en el país sin ningún permiso. La frontera con el Tibet está a menos de cuarenta kilómetros al norte. En mi opinión son soldados del ejército chino.

– ¿Serán desertores? -Jutta se encogió de hombros-. Yo no he visto ningún arma.

– Los desertores normalmente no tienen antenas parabólicas -concluyó Cody.

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