VEINTITRÉS

Los antepasados son excepcionales, los descendientes son corrientes.

Richard Dawkins


El helicóptero dejó a los cinco pasajeros: Swift, Cody, Mac, Hurké Gurung y Ang Tsering. En el Allouette no había espacio para el resto de los sherpas, que bajaron a pie desde el corredor de hielo del Machhapuchhare, donde habían montado el campamento II. En cuanto los pasajeros se hubieron alejado lo suficiente del helicóptero, las aspas del rotor empezaron a girar a gran velocidad azotando el aire hipnóticamente. El Allouette en seguida enfiló la cola hacia arriba, como si fuera una gran libélula, y en el momento en que Swift y los demás llegaron a la concha, era sólo un lejano zumbido en el horizonte.

Mac fue el primero en entrar en la concha por la compuerta hermética. El escocés de talla menuda, que iba tan cargado de cámaras que parecía un erizo cubierto de púas, empezó inmediatamente a montar la cámara de vídeo en un trípode muy cerca de la mesa de parto, desde donde esperaba poder conseguir los mejores encuadres. Swift y Cody entraron casi después de él. Swift lanzó una mirada de reojo a la yeti, se acercó volando al saco en el que estaba Jack y se arrodilló junto a él. Estaba muy pálido y desencajado.

– ¿Cómo estás? -le preguntó-. Nos has tenido muy preocupados.

Le levantó la máscara de oxígeno unos centímetros para poder oírle.

– A ver si le convences de que tiene que ir al hospital -le dijo Jutta por encima del hombro.

– ¿Qué te parece, Jack? -le preguntó Swift-. Jutta cree que tienes que internarte.

– Tengo un poquitín de sueño -susurró a punto de caer dormido-. Y me duele todo un poco, pero estoy bien, de veras. -Sonrió débilmente-. ¿Qué harías tú en mi lugar? ¿Irte ahora que tenemos un espécimen vivo en las narices?

– Me figuro que no -admitió ella-. Dios mío, Jack, lo hemos conseguido. Hemos capturado un yeti.

– Pues entonces no pierdas el tiempo -le dijo él cada vez más adormilado-. Vete a…

Swift se levantó y se fue junto a Jutta.

– Le he dado algo para que se duerma -le dijo ésta-. Estaría más tranquila si le hicieran unas radiografías. Le han molido las costillas. Y la mordedura no tiene buena pinta. Si no presenta síntomas de mejoría cuando se despierte, pediré el helicóptero; me da totalmente igual lo que diga él.

Swift asintió en silencio. Dio una vuelta alrededor de la mesa abrazándose los costados sumida en sus pensamientos y sin apenas dar crédito a lo que veía. Era la primera vez que veía un yeti de cerca y lo que le llamó de modo inmediato la atención fue su nobleza, visible en su cabeza y en su cara, que eran totalmente distintas a las diversas descripciones que había leído, hechas por personas que habían visto la criatura y que ella tenía guardadas en un extensísimo archivo de su ordenador. Recordó las primeras ilustraciones de neandertales, que los presentaban como seres subhumanos de cuerpo inmenso y corta inteligencia, y las más recientes reconstrucciones computerizadas que habían sobrepuesto imágenes de seres humanos vivos a cráneos de neandertales y habían obtenido rostros tan atractivos e inteligentes como los que puede ver uno en el metro de cualquier ciudad. Le cogió una de las manos, examinando su palma grande y correosa como si esperara poder deducir el carácter y el temperamento de la criatura y adivinarle el futuro. La yeti llevaba el anillo de Didier en el dedo meñique, justo donde éste empieza.

– Ahora ya sabemos qué pasó con el anillo de Didier -comentó con una sonrisa en la boca; después añadió-: Pero no creo que a él le importara. Es guapísima.

Cody estuvo de acuerdo y se acercó.

– ¿Verdad que sí? Es el somatotipo clásico de simio… un poco como un orangután del tamaño de un gorila. Aunque más grande que un gorila, claro. Pero esta cara… tiene una fisonomía muchísimo más humana. Este simio tiene una nariz como Dios manda, nada que ver con las enormes depresiones nasales características de los gorilas…

Cody titubeó al darse cuenta de que estaba delante de la cámara de Mac.

– Sigue hablando, Byron -dijo Mac-. Estoy grabando todo en una cinta de vídeo.

Jutta miró por encima del hombro hacia Mac y la cámara de vídeo y le dijo:

– Yo, en tu lugar, saldría de ahí, Mac.

– ¿Y por qué caray no puedo quedarme aquí? -Mac frunció el ceño-. Lo que voy a grabar será un documento valiosísimo. Las primeras impresiones de Byron sobre el hombre de las nieves pueden ser importantes. Yo no te molesto para nada.

– No, pero…

– Todavía no…

Jameson iba a decirle a Jutta que creía que la cabeza de la cría todavía no estaba encajada en la pelvis de la hembra de yeti cuando, de repente, de la vagina del animal aún anestesiado salió expulsada una gran cantidad de líquido amniótico, las llamadas aguas, salpicando a Jameson, a Jutta y a Mac y su cámara.

Jutta, que ya había previsto algún tipo de ruptura de membranas, sin asustarse por lo ocurrido, se puso inmediatamente a examinar el cuello del útero, que estaba totalmente dilatado. Pero Mac, empapado desde los pies hasta la cabeza, estaba fuera de sí y muerto de asco, cosa que divirtió mucho a todos.

– ¡Fantástico! -vociferó-. ¡Jo! ¿No veis lo perdido que me ha puesto esta guarra?

– Ya te dije que te apartaras de ahí -murmuró Jutta entre las risotadas generales, y le lanzó una mirada a Jameson.

– ¿Puedes ver si el líquido contiene meconio?

Jameson asintió.

– Sí, un poco -dijo y, colocándose los extremos del estetoscopio en los oídos, volvió a auscultarlo para ver si oía el latido del corazón del feto-. Los latidos son más lentos que antes.

– … esto parece una escena de Aliens -gruñó Mac limpiando la cámara.

– Has tenido suerte de que ha ocurrido aquí dentro -dijo Swift-. Fuera, te habrías congelado.

La hembra de yeti movió la cabeza, y Jameson se apresuró a ponerle otra inyección, con una dosis menor de anestesia.

– Va a entrar en la segunda fase del parto -anunció-. Lo que menos nos conviene es que se despierte.

– O que mueva los brazos -dijo Cody-. Lo más seguro es que nos matara a nosotros y a su hijo.

– ¿Cómo respira? -le preguntó Jameson a Jutta.

La alemana observó el respirador.

– Normal.

Jameson volvió a comprobar el latido del corazón de la cría que iba a nacer.

– Todavía más débil -dijo-. Tienes razón, Jutta, tendremos que echar mano de esas cucharas.


Al igual que Boyd, Swift nunca había visto ningún parto, salvo en la televisión, y eso no contaba. Al observar cómo Miles Jameson y Jutta Henze asistían a la hembra de yeti, pensó que no debía de ser muy distinto de un parto humano. Había incluso un chico con una cámara de vídeo que grababa todo en una cinta para la posteridad, como un padre orgulloso. Pero Swift no se esperaba que aquel espectáculo llegaría a afectarla emocionalmente con tanta intensidad. Se preguntó si todos sentían lo mismo.

Lincoln Warner andaba de un lado a otro de la concha, exactamente igual que un padre presa del nerviosismo. Hurké Gurung y Ang Tsering fumaban sin parar en la compuerta hermética guardando las distancias. El parto de la hembra de yeti les parecía perfectamente humano y por consiguiente algo de lo cual las mujeres, por lo general, les excluían a ellos, los varones. Byron Cody estaba a escasa distancia de la mesa con los brazos cruzados y muy apretados sobre el pecho, como si temiera perder el control de sus manos. Hasta Boyd, cuyo escepticismo los hechos habían acallado para gran contento de todos, se mordía las uñas, nerviosísimo.

Un parto con fórceps. Swift sabía que aquello suponía un gran peligro para la cría y también, aunque menor, para la madre. Mientras Jameson confirmaba la posición de la cabeza del feto con sus dedos y se disponía a insertar la primera pieza del fórceps improvisado, Swift descubrió que no soportaba mirar.


Miles Jameson no había utilizado nunca unos fórceps, y menos aún unos fórceps improvisados en una cocina del Himalaya. En el zoológico de Los Ángeles había asistido a partos de muchísimos animales, hasta había practicado un par de cesáreas a unos especímenes valiosísimos, pero lo que ahora hacía le parecía que guardaba, de una forma que le inquietaba, demasiadas similitudes con el alumbramiento de un ser humano. Deseaba sin cesar poder dejarlo todo en manos de Jutta, pero ella le dijo que su actuación era impecable y que haría de él una comadrona.

Introdujo con mucha delicadeza la primera cuchara y con los dedos comprobó que pasaba con suavidad entre la cabeza del feto y la pared de la vagina de la yeti. Introdujo a continuación la segunda cuchara y sólo cuando se aseguró de que las dos cucharas estaban en una posición correcta, cogió los dos mangos.

– Empecemos -dijo-. ¿Tienes las tijeras a punto?

– Sí -respondió Jutta, que cortó el aire atentamente.

Jameson empezó a tirar despacio durante treinta segundos; después descansó y volvió a hacer fuerza otra vez. Cada vez que tiraba de la cabeza del feto, éste iba bajando por la pelvis de la madre hasta que el perineo quedó distendido y Jameson le ordenó a Jutta que practicara una episiotomía. Jutta se acercó a la mesa y empezó a cortar.

Los músculos del perineo de la yeti estaban tan fuertes que casi estaban rígidos y Jutta tuvo que hacer mucha fuerza con el antebrazo para cerrar las tijeras. No obstante, efectuó la operación con rapidez y el corte del perineo fue un corte limpio. En cuanto ella terminó, Jameson pudo tirar de la cabeza del feto de modo que su cara pequeña y arrugada pasó a través de la vagina y del perineo hasta salir.

– Ya se ve la cabeza -dijo él.

Inmediatamente, Jameson sacó los fórceps y, después de limpiarle la nariz, la boca y los ojos al recién nacido con una gasa estéril, se dispuso a aspirar la garganta y la boca con un pequeño tubo de plástico que había improvisado con una pieza del traje climatizado y roto de Jack.

Boyd observó cómo escupía varias veces al suelo e hizo una mueca.

– No sé cómo puedes hacer lo que haces. Señor, se me revuelven las tripas de verte -dijo.

– Ya casi hemos terminado -dijo Jameson, que casi ni oyó lo que había dicho Boyd.

– Nadie te pide que mires -soltó Swift, irritada, pues de pronto se sentía estrechamente unida a aquella hembra parturienta por un sentimiento fraternal y no soportó esa cara estúpida de asco masculino-. Tú fuiste quien dijo que no eran más que alucinaciones, ¿te acuerdas?

– Tienes razón -contestó Boyd-. Reconozco que estaba totalmente equivocado. -Sonrió afablemente-. ¡Eh! ¡Me alegro de que no sea una madre soltera!

Swift puso cara de desconcierto.

– Mira, lleva una sortija de oro -explicó Boyd-. ¿Cómo es eso?

Swift le contó lo que le había sucedido a Didier Lauren y cómo la yeti debió de coger el anillo del dedo del cuerpo sin vida del escalador.

– Los objetos brillantes fascinan a los primates -añadió Cody-. En esto se parecen a los niños.

– ¿De veras?

El resto del parto no presentó dificultades y al cabo de unos minutos Jameson colocó a la cría en el abdomen de su madre, que seguía anestesiada. El recién nacido, que respiraba ya con normalidad, tuvo unas leves convulsiones; tenía la cabeza visiblemente puntiaguda y el vernix le aplastaba el pelo espeso. Poco a poco, a medida que el color azulado iba desapareciendo de la piel, la cría se agarró al pelaje de su madre con sus puños menudos y, haciendo una mueca de rabia, soltó un grito corto.

– ¡Vaya! -murmuró Boyd-. Eraserhead.

– Maravilloso -exclamó Mac, que se apresuró a poner otro carrete en la cámara.

– Es un macho -dijo Jameson mientras apretaba el cordón umbilical con unas pinzas.

Swift se acercó para mirar al recién nacido.

– ¿Verdad que es una monada…? -dijo con una sonrisa en la boca.

Jameson cortó el cordón umbilical y tiró del extremo que había en el cuerpo de la madre para extraer la placenta del útero.

– ¿Qué nombre vamos a ponerle? -gruñó.

– Tú lo has traído al mundo -dijo Swift-. Tú eres quien tiene que escoger el nombre.

– Exacto -declaró Jutta-. Te toca a ti decidirlo.

– Por cierto -intervino Cody-. Felicidades. Creo que has hecho un buen trabajo.

Jameson se quedó callado un momento hasta que tuvo en sus manos la placenta. Jutta se apresuró a coser la episiotomía; con mucho esmero dio unos puntos en la pared de la vagina de la yeti.

– Ten, Link -dijo Jameson-. Me imagino que querrás guardarlo.

– Ya lo creo -contestó Warner, quien, con un cubo de plástico en la mano, se hizo con la placenta de la yeti.

Para Lincoln Warner éste fue el momento más emocionante de todos, el momento que había estado esperando: poder por fin trabajar con una muestra de sangre del recién nacido. Bastaba quitar las pinzas, pues del cordón unido a la placenta chorreaba sangre, que era fácil de recoger. Le enseñó el contenido del cubo a Swift con extrema satisfacción.

– Ahora sí puedo ponerme manos a la obra -dijo-. Por fin.

Y en seguida se sentó a su mesa de laboratorio improvisada y empezó a preparar los portaobjetos.

– He estado dándole vueltas a una cosa -le confesó Boyd a Cody-. ¿Qué crees tú que les sucede a la placenta y al cordón en estado natural? Me refiero a los de una yeti salvaje, que no recibe la ayuda de Miles y de Jutta. ¿Cómo consigue la cría separarse del cordón?

– Pues la madre se lo come -repuso Cody-. Comerse el cordón aporta beneficios alimenticios, y posiblemente también aporta antibióticos.

Boyd hizo una mueca, simulando repugnancia, y se alejó.

– Ya tengo decidido el nombre -anunció Jameson-. Esaú. Voto porque lo llamemos Esaú. Éste es el nombre que le pusiste al cráneo que encontró Jack, ¿verdad, Swift? Y fue entonces cuando empezaste a pensar en esta expedición, ¿no?

– Esaú -repitió ella-. Me gusta.

– Pues entonces ya tenemos un nombre para la madre -dijo Jameson-. Esaú era el hijo de Rebeca y de Isaac.

– Espero que a Isaac no se le ocurra venir a buscarlos -comentó Mac-. Puede que no le hiciera ni pizca de gracia.

– Nos guste o no -dijo Jameson-, tenemos que quedárnosla un par de días. No podemos dejar que se marche hasta que le quitemos los puntos. En cuanto empiece a recobrar la conciencia, tendremos que darle anestesia local, no vaya a ser que intente arrancárselos ella.

– ¿Has terminado, Miles? -preguntó Cody.

– Sí, creo que sí.

– Me gustaría examinarla con más detalle antes de que se despierte. ¿Qué opinas, Swift?

– Intenta impedírmelo.


Hustler. ¡Eh! ¿Qué te parece? Han encontrado un yeti. En serio, han encontrado un yeti, vaya si lo han encontrado. Se parece al Doctor Jekyll después de tomarse aquel brebaje de nada de suma importancia, ¿entiendes? Salvo que es una hembra. Le han puesto un nombre: Rebeca. Y por si esto no fuera lo bastante increíble, puede que el yeti ayude a tío Sam. Todavía tengo que hacerle una pruebecita para estar seguro, pero me parece que no ando desencaminado si digo que puede que estemos a punto de conseguirlo. Hasta entonces, calma. Castorp.


Cuando Perrins leyó el último mensaje de Castorp, soltó un gruñido y cogió el teléfono.

– ¿Chaz? Soy Bryan. Mira la bandeja y lee el mensaje de Castorp. Me parece que nuestro hombre está totalmente zumbado.

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