¿… sería demasiado temerario imaginar que todos los animales de sangre caliente proceden de un único filamento vivo al que la Gran Causa Primera dotó de animalidad…?
Erasmus Darwin
Uno de los axiomas preferidos de Mac era que hacer predicciones en el Himalaya se convertía en una ciencia imprevisible, sobre todo cuando lo que uno quería pronosticar era el tiempo. Cuando Jameson y los sherpas llegaron, después del resto del equipo, al campamento I, situado en lo alto del riñón del Machhapuchhare, la tormenta amenazadora que les había obligado a salir del corredor de hielo había amainado con una rapidez propia del capricho de una diosa de la montaña. Jameson se arrastró a gatas hasta el interior de la tienda más grande y encontró a Swift, que estaba preparando un caldo de ternera en el fogón.
– ¿Quieres un poco? Le he echado jerez.
– ¡Jerez! Santo cielo, por fin he vuelto a la civilización. Me muero de ganas.
Cody, que llevaba un visor nocturno Petzl y parecía un minero, ya estaba metido en su saco de dormir leyendo Los siete pilares de la sabiduría.
– Me parece extraño que te hayas traído ese libro aquí arriba, estas lecturas no son apropiadas para un lugar como éste -apuntó Jameson.
– Ninguno de los libros que me he traído tiene nada que ver con montañas, nieve o simios -explicó el zoólogo especializado en primates-. Sobre todo, el tema de los simios lo descarto. Leer sobre el desierto me ayuda a recuperar el calor corporal.
– Sí -convino Jameson-. Este alojamiento no tiene la categoría de la concha, ¿verdad?
– Boyd está haciendo de nosotros personas débiles -gruñó Mac que, con la radio en la mano, intentaba establecer la comunicación con el sirdar para estar al tanto de su avance por la grieta.
– ¿Dónde está Jutta? -preguntó Jameson, aunque su pregunta no iba dirigida a nadie en concreto.
– En una de las tiendas -respondió Swift-. Durmiendo. -Le dio a Jameson una taza humeante llena hasta arriba de caldo-. En cuanto me termine la sopa, yo también voy a acostarme.
Jameson asintió con entusiasmo.
– ¡Es delicioso!
– ¿Queda más? -preguntó Mac.
Swift abrió otra lata, vació su contenido en un cazo y le añadió un poco de jerez. Volvió a poner el cazo en el fuego, sin dejar de remover, meditabunda. Todos habían oído la conversación de Jameson con el sirdar. Swift admiraba su tesón. Jameson, como todos, estaba preocupado por Jack, de eso estaba segura. Pero esto no le impedía dejar de lado el principal objetivo de la expedición. Su empeño y su obstinación eran lo único que les podría reportar éxito.
– ¿Crees que funcionará? -le preguntó ella-. Me refiero a la trampa que has colocado.
– Nunca se puede decir con certeza -contestó-. Lo mejor que se puede hacer es intentar olvidarse de ella. -Jameson se encogió de hombros-. Vamos a esperar a ver qué pasa, ¿de acuerdo?
Cuando Swift se hubo terminado el caldo y comido una barra entera de chocolate sin el más mínimo sentimiento de culpa (algo que no hubiera podido hacer en California), se fue a la tienda donde dormía Jutta y se metió en el saco que había a su lado. En la tercera tienda, los sherpas hablaban en voz baja, y notó el olor desagradable y fuerte de sus cigarrillos y del cha que bebían. Con la cabeza apoyada en la mochila y habiéndose colocado el visor nocturno, encontró un ejemplar de La pequeña Dorrit, e intentó leer unas cuantas páginas antes de dormirse. La prisión de Márshalsea, el patio de las violas y la oficina de circunlocución formaban los principales aspectos de un paisaje que era completamente distinto del que ella habitaba en aquel momento. Hizo todo cuanto pudo por adentrarse en el mundo de prisiones de Dickens, tanto reales como metafísicas, y notó que se le cerraban los ojos…
Se incorporó con un sobresalto; un ruido muy fuerte la había despertado. Vio que Jutta, igual de asustada que ella, ya se estaba abrochando las botas. El eco del ruido seguía planeando sobre el riñón del Machhapuchhare como el disparo de un cañón.
– ¿Qué demonios ha sido? -preguntó Swift.
– Parecía una bomba -dijo Jutta poniéndose el anorak.
Al salir a gatas de la tienda, quedó de inmediato iluminada por un resplandor rosa como si se estuviera abrasando.
Jutta miró al cielo; su cara bermeja era ahora un clavel rosa de admiración.
– Parece una especie de bengala de auxilio.
– ¿Y quién puede pedir auxilio? -preguntó Swift, que había salido afuera.
Sobre el riñón se cernía una luz de bengala rosa semejante a una estrella fugaz que teñía la nieve del color de un algodón de azúcar de los que venden en las ferias. La cara de pocos amigos de Mac parecía que hubiera pasado demasiadas horas tomando el sol en la playa. O quizá que hubiera bebido demasiado, cosa con más visos de realidad.
– ¿Qué caray ocurre? -exclamó, malhumorado.
Miles Jameson sonreía, entusiasmado.
– No me lo puedo creer -gritó con un acento más confuso que nunca-. Dios, lo hemos conseguido. Lo hemos conseguido, ya es nuestro.
Abrazó a Mac y después a Jutta y a Swift.
– Hemos capturado uno. Hemos capturado un yeti.
Jameson se quedó mirando fijamente el cielo como si contemplara una epifanía escarlata.
– ¿Estás seguro? -le preguntó Cody, con un humor de perros porque le habían despertado-. Me parece que hasta ahora en esta expedición hemos pillado de todo menos un resfriado.
– Muy cierto -insistió Jameson-. Ha tenido que ser un animal enorme para disparar este cohete. Más grande que un leopardo o que un oso, eso por descontado. Y no creo que haya muchos yaks a esta altitud. -Soltó una carcajada y abrazó a Cody-. Créeme, esta vez lo hemos capturado de verdad. Hemos capturado un yeti. Vamos a salir en los libros de historia, amigo mío. Vas a ser famoso, caray.
Hurké Gurung vio una lucecita amarilla en la cornisa, más adelante, y supo que había encontrado a Jack. Estaba tendido boca abajo al pie de una cuesta helada que se metía serpenteando en la negrura como el sombrero amarillo de un monje Gelugpa. Parecía haber perdido el conocimiento.
Hurké se arrodilló junto a su amigo y, al ver sangre en su hombro, le dio la vuelta con mucho cuidado y lo apoyó en su propio regazo. El dolor que le causó que le movieran y la luz brillante halógena del sirdar le hicieron recuperar la conciencia.
– Hurké Gurung llamando a campamento I. Por favor, contesten. Cambio.
– Te escucho, Hurké -dijo Mac.
– He encontrado a Jack sahib.
– ¿Está bien?
– Creo que sí. Está vivo, eso seguro.
– Miles cree que hemos capturado a un hombre de las nieves -explicó Mac-. Quiere pedir un helicóptero para que lo transporte al CBA. Si Jack está herido, podríamos pedir que vayan a rescataros ahora. Y así matamos dos pájaros de un tiro. ¿Qué opinas? Cambio.
– Huncha, huncha. Espere un momento, por favor.
Hurké le quitó el casco a Jack, que, moviendo la cabeza de un lado a otro y gimiendo, parpadeó varias veces como alguien que se despierta de un sueño profundo. El sirdar también parpadeó de lo fuerte que era el olor que desprendía el pelo de su amigo.
– Jack sahib, ¿cómo está, por favor?
– ¿Hurké? ¿Eres tú?
– Sí, sahib. Soy yo.
Al ver que el conducto para beber agua no estaba, el sirdar se inclinó sobre él y le colocó el suyo entre sus labios pálidos.
Jack bebió un poco de agua, tosió, lo que le provocó dolor, y tiritó.
– Tengo frío. Me parece que me he roto algunas costillas.
Los dientes empezaron a castañetearle, y en el interior de la grieta, que resonaba, el sirdar tuvo la sensación de que sonaba como cuando uno de los otros sahibs tecleaba en su ordenador portátil.
– Vamos a salir de aquí, Hurké, antes de que me muera congelado.
– ¿Puede andar, sahib?
– Seguramente. -Jack se sentó dando un respingo-. En cualquier caso, hace demasiado frío para no hacerlo. Tengo las puntas de los dedos duras, diría que empiezan a congelárseme, o que pueden congelarse dentro de nada. Pero no te preocupes, eso no va a detenerme. Ayúdame a levantarme.
El sirdar volvió a colocar los dos cascos y le ayudó a levantarse. La cornisa era demasiado angosta para andar uno junto a otro y era evidente que Jack tendría que caminar sin su ayuda, o bien tendría que cargárselo a la espalda. El sirdar conocía demasiado bien al norteamericano para saber que esta segunda alternativa no valía la pena ni mencionarla. Si Jack decía que seguramente podría andar, seguro que podía.
– Mac sahib, soy Hurké. Jack sahib anda, pero cree que ha roto costillas. Y congelación también es muy posible. Creo que debería llamar a un helicóptero de rescate.
– Muy bien, Hurké. Muchas gracias. Manténnos informados de cómo se desarrolla todo, ¿de acuerdo?
– Huncha.
Hurké desenroscó un largo de cuerda, la ató a la cintura de Jack, después se la ató a la suya y le indicó a Jack que tomara la delantera. Así sería más fácil cogerle si tropezaba y caía. Jack asintió y se volvió vacilante, dispuesto a emprender la larga ruta de regreso por la cornisa. Lentamente, con el cuerpo dolorido, empezó a caminar.
El equipo del campamento I empezó a oír ya, a un kilómetro de distancia de la grieta, los gritos y los aullidos de la criatura apresada en la trampa. Ni Jameson ni Cody habían oído jamás semejantes ruidos animales y eso les reafirmaba en su idea de que habían capturado un yeti y no un lobo ni ningún otro leopardo de las nieves. Los gritos eran agudos, emisiones prolongadas de sonidos que parecían expresar alarma; los aullidos, en cambio, aunque igualmente quejumbrosos, sugerían más bien algún tipo de comunicación.
– Señor -dijo Mac-. Parece que estoy oyendo a mi ex. No paraba de quejarse.
– ¡Uu-uuu-uuuu-uuuuu!
– Es un sonido extraordinario -comentó Cody mientras, jadeando ruidosamente, intentaba alcanzar al resto del equipo-. No puedo esperar a grabarlo y oírlo empleando un vibralizador.
– Esperemos que no se haya hecho daño -dijo Swift.
Amanecía cuando llegaron a la escalera que conducía a lo alto de la pared del corredor de hielo por el que se iba a la grieta. Un pálido resplandor naranja apareció por el extremo occidental del Santuario como un lejano incendio. Cerca de la masa gigantesca de montañas todo adquiría el color azul gris de un buque de guerra.
Jameson ató con cinta adhesiva una Maglite al cañón del rifle Zuluarms, que cargó con un casquillo y un dardo. A continuación se pasó una cuerda por la cintura, le dio el otro cabo a Tsering y a otro sherpa y se dispuso a subir la escalera.
– ¡Uu-uuu-uuuu-uuuuu!
La serie de aullidos empezaba con un tono grave que se hacía más agudo a medida que se prolongaba. A Swift le sonaba como el ruido que hacen las lechuzas muy grandes.
– Si es un grito de ayuda -comentó Cody-, puede que otro animal lo oiga y acuda a investigar qué ocurre. Lo que quiero decir es que Jack y el sirdar se pueden encontrar con que les siguen por la cornisa.
Swift negó con la cabeza.
– No lo creo -afirmó-. Piénsalo bien, Byron. Esto es sólo una entrada. Un yeti puede saltar dentro de la grieta, pero se requiere la habilidad de una pulga para saltar afuera. Tiene que haber otra salida del bosque alpino, que seguramente debe de estar al otro lado de la cresta de la montaña. O bien otra grieta u otro túnel que no hemos visto.
Mac, que seguía controlando los pasos del sirdar, se adelantó y le preguntó cuánto les quedaba para llegar.
– Hemos dejado atrás el cadáver del pobre Didier -informó Hurké-. Tal vez queda una hora o algo así de camino. Probablemente más. Jack va muy despacio. Cambio.
– Les queda por lo menos una hora -le gritó Mac a Jameson, que había llegado al final de la escalera. Se dirigió a uno de los sherpas y añadió-: Nyima, prepara unas cuantas bengalas. Cuando llegue el helicóptero, necesitaremos enviarle señales.
– ¡Uu-uuu-uuuu-uuuuu!
Jameson le hizo una señal con el pulgar a Mac. Después, descolgándose el rifle, se acercó al borde de la grieta. Se arrodilló y apuntó el cañón del arma y el haz de la linterna hacia abajo, hacia la negrura. Las cuerdas que mantenían fija la trampa se movieron violentamente cuando el haz de luz iluminó al animal cautivo de abundante pelaje rojizo, que soltó una serie casi interminable de aullidos. Jameson sintió un escalofrío de emoción al distinguir la parte blanca del globo de un ojo visiblemente aterrorizado.
Levantó el rifle hasta la altura del hombro y apuntando al cuerpo crispado del yeti intentó buscar una masa muscular en la que poder disparar, utilizando el ojo como punto de referencia. Vio con claridad el cuello del yeti, pero en él las posibilidades de que la droga se absorbiera eran escasas; bajó el cañón y, apretando el gatillo, disparó el dardo justo en lo que esperaba que fuese el hombro de la criatura. Después de disparar, estuvo enfocando el dardo un momento con la Maglite, que estaba bajo el cañón del arma, para cerciorarse de que el yeti no intentaba arrancárselo.
Poco a poco, los gritos fueron apagándose hasta que la criatura calló al fin. Jameson se levantó y volvió a subir la escalera con una sonrisa de oreja a oreja.
– Tenemos a uno vivo.
Se oyeron varios vítores. Incluso los sherpas, al principio nerviosos al oír los extraños ruidos del yeti, parecían contentos.
Que no le haya ocurrido nada grave a Jack y el triunfo de la expedición será total, pensó Swift.
Jameson echó una ojeada al reloj y después observó el cielo. Él, Mac y un par de sherpas, desde el otro lado de la grieta, miraban a Swift, Tsering y los demás.
– Será mejor que enciendas la bengala ahora -le dijo a Tsering-. Esperemos que el helicóptero llegue pronto. No me gustaría darle más droga al yeti hasta que pueda echarle un vistazo.
– Sí, sahib.
La bengala que encendió Tsering era amarilla, el color que indicaba una posición de rescate. El humo subió hacia el cielo crepuscular como el de un sacrificio hecho desde la cumbre de una montaña.
Los sherpas fueron los primeros en oírlo, pues sus oídos, aguzados, estaban mucho menos afectados por la altitud que los de los europeos y norteamericanos. Un ruido corto y explosivo a lo lejos. Al cabo de unos minutos un Allouette de fabricación francesa apareció como un garabato que ensuciara el blanco horizonte, un punto negro que iba convirtiéndose en una mancha. Diseñado especialmente para llevar a término tareas de rescate a grandes altitudes, el helicóptero de la Corporación Real de Líneas Aéreas del Nepal llegó procedente del sur, volando al límite de su techo de cinco mil metros. El piloto, un joven nepalés llamado Bishnu, que se había puesto ya en contacto por radio con los integrantes del equipo, dio la contraseña de la expedición y les preguntó si el humo amarillo era de ellos.
– Sí -le contestó Jameson-. Cambio.
– ¿Qué desean que haga? Cambio.
– ¿Tiene esquíes?
– Sí, tengo esquíes, pero no veo ningún sitio en el que aterrizar. Ningún lugar apto para el aterrizaje. ¿Desean que les bajemos un cable? Cambio.
– Negativo. Lo que deseo es que baje todo lo que pueda por encima de la grieta. Ataremos un animal a los esquíes. Es una red de carga muy grande, de modo que no creo que vaya a haber ningún problema. Después quiero que lo ice siguiendo mis instrucciones, porque tengo que verlo de cerca antes de marcharnos al campamento. En el Machhapuchhare hay un crestón de roca, al sur de aquí, una especie de riñón. Tal vez lo ha visto. Cambio.
– Sí, lo he visto.
– Puede aterrizar allí y esperar a que saquemos de la grieta a un hombre que está herido. Después, una vez le hayamos recogido, los transportaremos, a él y al animal, al campamento base del Annapurna. Yo iré también; yo, la médica de la expedición y quienquiera que quepa. Cambio.
– De acuerdo, usted manda y usted paga. Cambio.
Dado que la CRLAN nunca enviaba misiones sin una garantía escrita de pago y dado que este papeleo podía tardar varios días en tramitarse, el despacho de Katmandu en el momento de iniciarse la expedición había dejado una fianza de veinticinco mil dólares para cubrir los transportes y los rescates aéreos. Cada vuelo desde Pokhara costaba como mínimo mil dólares.
El Allouette dio unas cuantas vueltas descendiendo con rapidez y empezó a bajar hacia la grieta; el disco plateado de las aspas del rotor de anchura extra, que parecía casi compacto, refulgía a la luz del sol, que salía como una aureola gigantesca. Las tiendas del corredor empezaron a moverse por el viento y la nieve empezó a alzarse debajo del carburador de aspiración invertida de refuerzo. Siguiendo las órdenes expertas de Jameson, el Allouette descendió hacia la grieta dejándose caer y parando alternativamente hasta que estuvo a tres metros de la misma. Entretanto, Mac, Tsering y los sherpas habían cogido la red e izaban a la criatura capturada. Jameson cogió una parte de la red de carga, se quedó un momento quieto con la radio en la mano dándole instrucciones al piloto para que bajara unos cuantos centímetros y después colgó la red de uno de los esquíes del helicóptero. Volvió a repetir la maniobra y luego subió él sobre los esquíes para guiar al piloto hasta el otro margen de la grieta, donde él y Tsering colgaron el resto de la red del otro esquí.
El helicóptero volvió poco a poco a tomar altura y entonces pudo verse al yeti por encima del borde de la grieta, con su pelaje rojizo y abundante que se agitaba al viento que entraba por los intersticios de la red. Sólo cuando Jameson hubo comprobado que la criatura no había hecho ningún agujero por el que podría caer del helicóptero, se cogió a la mano del copiloto y subió a la cabina.
El interior del Allouette reveló que el helicóptero era antiguo; parecía un autobús muy viejo, en el que había sólo un asiento, el del piloto, y el suelo era de tableros de acero sin recubrimiento. En cuanto Jameson subió a él, el copiloto le gritó:
– Bhitra.
El piloto contestó levantando el pulgar y volvió a concentrarse en el reducido campo de visión que le permitía la burbuja de perspex en la que estaba sentado y que estaba rota por tantos sitios que a Jameson le pareció casi opaca. El helicóptero empezó a subir, más de prisa ahora, y Jameson lanzó una mirada, intranquilo, por la puerta abierta para vigilar al yeti cuando se alejaban de la grieta en dirección al corredor de hielo.
– ¿Es lo que yo creo que es? -preguntó el copiloto.
– Sí -contestó Jameson.
– Hajur? Hudaina…
– Chha, hernuhos.
El copiloto volvió a mirar por la puerta abierta.
– Aoho -dijo con los ojos como dos naranjas de perplejidad y riéndose después sin parar.
– Ke bhayo? -preguntó Jameson.
– Señor, el yeti -dijo el copiloto entre risas- está casado.
Jameson frunció el entrecejo y miró afuera. Por uno de los agujeros de la red asomaba una mano extraña. Era más grande que la de un gorila, y más fuerte, y sus dedos eran más largos; advirtió que en el extremo de uno de ellos llevaba el anillo de oro de Didier Lauren.
Pasó media hora. Entonces el sirdar comunicó por radio que él y Jack habían llegado a la cuerda. Jutta Henze descendió inmediatamente a la grieta con un saco para el herido y con la camilla Bell. Puesto que el helicóptero ya regresaba del riñón, no tenía tiempo de examinar a Jack exhaustivamente, pero saltaba a la vista que padecía los efectos de la hipotermia.
– Te llevaremos a la concha del CBA en seguida -dijo subiendo la cremallera del saco en el que se metió Jack-. Tendrías que estar contento. Tenemos en nuestras manos lo que hemos venido a buscar. Hemos capturado un yeti.
Jack sonrió débilmente.
– Son buenas noticias. Espero que sea más amable que aquel con el que me he tropezado hace unas horas.
– De momento es muy dócil -dijo atándole a la camilla con una cinta de nailon evitando hacer presión sobre las heridas.
– Estupendo -dijo Jack-. Porque hoy no estoy para más luchas.
Esta vez el Allouette soltó un cable. Jutta emprendió la tarea, con mucha experiencia, de atarse ella misma y a su paciente al cable.
Unos minutos más tarde, ella y Jack volaban en dirección al campamento I.
Miles Jameson, que estaba solo en la cima del riñón con el yeti anestesiado, le extrajo el dardo del hombro y empezó a examinarlo antes de inyectarle más droga. La criatura, de casi dos metros de largo, semejaba una enorme alfombra de piel desplegada encima de la nieve. Sacó el estetoscopio de la bolsa de instrumentos y material médicos que llevaba en la mochila y auscultó el inmenso torso del yeti buscando el latido del corazón. Satisfecho con lo que oyó, se quitó el estetoscopio y se inclinó sobre la cabeza de la criatura. Parecía respirar regularmente, pero Jameson quiso observarlo con el laringoscopio para cerciorarse de que durante el proceso de inmovilización no había regurgitado nada que luego pudiera aspirar. Los animales que había tratado en los zoos eran raros, y muy caros, y había aprendido a no hacer algo que pudiera poner sus vidas en peligro. Pero ningún animal era tan único como el que estaba examinando en aquel momento.
Los reflejos de deglución del yeti no estaban aparentemente afectados. Pero ahora el sol brillaba con estridencia y, como el yeti tenía los párpados abiertos, corría el peligro de padecer una ulceración de la córnea debido a la exposición prolongada de los ojos al reflejo de la luz en la nieve, por lo que Jameson le aplicó un ungüento oftálmico en los sacos conjuntivales. Cuando terminó, el yeti empezó a sufrir convulsiones y Jameson le inyectó rápidamente 0,25 miligramos de diazepam por vía endovenosa antes de volver a administrarle otra dosis de ketamina.
Oyó el ruido lejano, como de segadora de césped, del helicóptero que volvía y se puso en pie, ansioso. El yeti volvió a padecer convulsiones. No era exactamente un ataque, pero de todas formas Jameson se quedó intranquilo, pues el diazepam tenía que haber disminuido la respuesta del animal a los estímulos convulsivos. Soltó en voz alta una maldición. Ése era el problema de administrar medicamentos a animales que no había visto nunca. Eso iba contra las prácticas veterinarias. De repente le dio un vuelco el corazón y se arrodilló porque vio que, debajo del yeti, la nieve estaba manchada de sangre.
El Allouette eclipsó el sol un breve instante al descender en espiral al riñón como una semilla de sicómoro. La puerta de una de las tiendas se abrió y se agitó violentamente; parecía un telégrafo óptico furioso que transmitiese mensajes sin sentido en medio de una tempestad de viento y de nieve. O tal vez no tan desprovistos de sentido; tal vez era una imagen certera de la angustia de Jameson.
Cuando el piloto le hizo una señal, echó a correr hacia el helicóptero para llamar a Jutta, que estaba sentada en el suelo metálico junto a la camilla en la que estaba tendido Jack.
– Tienes que venir y echarle un vistazo -le gritó para que pudiera oírle a pesar del ruido de los rotores-. Ha pasado algo que no me gusta…
– ¿Qué sucede?
– Yo diría que tenemos en nuestras manos a una hembra preñada -dijo Jameson-. Y peor todavía: está a punto de dar a luz. El hidrocloruro de ketamina no tiene, en principio, que atravesar la placenta. Que yo sepa, nunca ha provocado un aborto en hembras preñadas. Pero claro, yo jamás se lo había inyectado a ninguna hembra de yeti.
Jutta bajó de un salto del helicóptero y corrió en dirección al animal mientras se quitaba los guantes vigorosamente. Al ver la sangre, se arrodilló junto a la criatura y presionó con las manos desnudas su abdomen.
– Puede que sea el primer parto -dijo-. Eso explicaría por qué no lo advertiste antes. Pero tienes razón, tiene el vientre más tirante que un tambor. Y si el parto es prematuro y da a luz aquí, morirá, eso seguro.
– Entonces no hay tiempo que perder -repuso él recogiendo la red y asegurando las cuatro puntas a un mosquetón-. Tenemos que trasladarla al CBA ahora mismo.
De regreso al CBA, Jameson y Jutta hablaron por radio con Byron Cody, que seguía en el campamento II.
– ¿Qué puedes decirnos sobre el parto de los primates? -le preguntó Jameson.
– Estás de guasa.
– Ojalá lo estuviera. Tememos que pierda la cría.
– Señor. Bueno, en el caso de hembras de gorila con experiencia, por lo general no dura más de una noche. De algún modo saben cuándo llega el momento y se alejan para hacer una guarida. Sólo lo he visto una vez y fue en cautividad. Pero cuando ocurre, puedes estar seguro de que es rápido. Para serte sincero, no es muy distinto de los embarazos y partos de los seres humanos. Lo normal es que dure cuarenta semanas a partir del primer día del último período menstrual.
– Espero que sea así -dijo Jutta.
– Me gustaría estar con vosotros -comentó Cody.
– El problema es que en cuanto bajemos la yeti del helicóptero al CBA, Jutta cree que hay que trasladar a Jack al hospital americano de Khat. Está fastidiado.
Jack, que estaba metido dentro del saco, consciente todavía y mucho más descansado, dijo:
– Ni hablar, yo no voy a Khat. ¡Ahora que tenemos este animal! ¿Me he jugado la vida por encontrarlo y queréis llevarme a Khat ahora que se está poniendo todo tan interesante? Ni hablar.
– Tienes que ir a un hospital, Jack -protestó Jutta-, a un sitio que tenga las instalaciones y medios adecuados. Podría ser que tuvieras lesiones internas.
– Me arriesgaré -insistió Jack-. Si la yeti está a punto de dar a luz, no podéis prescindir de Cody. Tiene que estar presente en el CBA porque es el especialista en primates. Además, estoy mejor de lo que parece y dentro de unos días estaré estupendamente. Y si no, ya lo verás.
Jutta intercambió una mirada con Miles Jameson.
– Supongo que, llegado el caso, siempre podremos pedir el helicóptero para que venga a recogerte.
– No se hable más, pues -dijo Jack, y cerró los ojos.
– ¿Has oído? -le preguntó Jameson a Cody-. Me parece que al final va a ir a buscarte el helicóptero.
– ¡Increíble! -exclamó Boyd al ver lo que había en la red que colgaba del helicóptero.
Junto con Lincoln Warner y los sherpas que seguían en el CBA, Boyd ayudó a descolgar la red del esquí y se puso en cuclillas al lado de la bestia mientras el helicóptero aterrizaba a unos metros de allí. Miró al animal drogado un momento y acarició su pelaje espeso retorciendo sus pelos rojizos y grasientos con sus dedos. Al tacto su pelaje grasiento recordaba la lanolina del vellón de una oveja.
Jutta y Jameson saltaron del helicóptero y bajaron la camilla en la que estaba tendido Jack. En cuanto se alejaron lo suficiente, el helicóptero despegó con rumbo al glaciar para recoger al resto del equipo.
Boyd ayudó a Jameson a llevar a Jack a la concha.
– Si alguien quiere decir «ya te lo dije», que lo diga -soltó Boyd.
– Ya te lo dije -dijo Jack en voz ronca y apagada.
– Buen chico, Jack. ¿Cómo te encuentras?
– Cansado.
– ¿Fue éste el tipo que te molió a palos?
– Es su hermana pequeña. Y va a dar a luz.
– No jodas.
Lincoln Warner entró detrás de ellos y, siguiendo las instrucciones de Jutta, juntó dos mesas.
– ¿Qué es esto? ¿Una sala de partos? -preguntó Boyd.
– Eso parece -contestó Warner.
Jameson y Boyd, después de instalar a Jack en una cama de campaña, fueron a recoger al yeti con la camilla vacía y lo metieron en la concha. En cuanto lo tuvo tendido en las mesas, Jameson le auscultó el abdomen con el estetoscopio buscando un segundo latido de corazón.
– Nunca he asistido a ningún parto -reconoció Boyd.
– Yo tampoco -dijo Jack.
– Todo el mundo ha asistido por lo menos una vez en la vida a un parto -señaló Jutta cáusticamente.
Swift se encargó de introducir un tubo por la tráquea del animal y a continuación lo conectó a un cilindro de oxígeno.
– Eh, Boyd -dijo Jack-. ¿Me enciendes un pitillo?
– Pues claro. -Boyd encendió dos cigarrillos y puso uno entre los labios de Jack-. Aquí tienes. Jo, esto igual que «MASH».
Jutta lanzó una mirada enfurecida a su alrededor.
– Aquí no se fuma -gritó.
– Lo siento -dijo Boyd apagando el cigarrillo y encogiéndose de hombros como si pidiera excusas-. Lo había olvidado.
– Si quieres ayudar en algo, Jon, ayuda a Jack a desnudarse. Quiero examinarle las heridas en cuanto termine aquí. Y dale algo caliente de beber con whisky.
– Está hecho.
– El latido -dijo Jameson quitándose el estetoscopio-. Ya lo he oído.
– Estupendo -comentó Jutta, que presionó el abdomen del yeti con sus manos-. Muy bien, vamos a ver si podemos controlar las contracciones. ¿Estás listo?
Jameson asintió y levantó el brazo clavando los ojos en su reloj Breitling.
– Contracción -anunció Jutta.
– De acuerdo -repuso Jameson pulsando uno de los botones del reloj-. Está muy dilatada.
Jutta miró entre las piernas del animal.
– Tiene una hemorragia -manifestó-. Si fuera un bebé humano, probablemente me plantearía practicarle una episiotomía.
– Ignoramos absolutamente si es un parto prematuro o no. En cualquier caso, si lleva menos de treinta y dos semanas encinta, el feto no sobrevivirá, así que poco importa si se lesiona el cráneo o no. Además, nadie piensa en llevarse unos fórceps cuando se va de viaje al Himalaya.
– Pensaba que tal vez podríamos improvisar algo -apuntó Jutta-. Los cocineros tienen unas cucharas muy largas.
– Sí, quizá puedan servirnos. -Jameson echó una ojeada por la concha y él y Warner cruzaron una mirada.
Warner lo captó todo en seguida.
– Voy a ver qué encuentro -dijo saliendo precipitadamente de la tienda.
Hubo un largo silencio, que Jutta rompió para anunciar una segunda contracción.
– Cuatro minutos -dijo Jameson.
– Creo que todavía tenemos un poco de tiempo -dijo ella-. Voy a echarle un vistazo a Jack.
Jutta se lavó las manos y se puso unos guantes de polietileno. Boyd, que estaba dándole una bebida caliente a Jack, se levantó para dejar que Jutta se sentara y le examinara.
Jutta, como médico de montañeros, había visto muchas contusiones y sabía que los deportistas en plena forma física y en la flor de la edad se magullan con menos facilidad que los demás. Pero Jack tenía el cuerpo entero del color negro y azul de una mosca; Jutta no había visto jamás a ningún hombre tan magullado. Le hizo escupir en un pañuelo de papel para examinar si en su esputo aparecían síntomas de una hemorragia interna, pero al no detectar ninguno, le examinó con detenimiento las costillas pasando los dedos por ellas.
– Tienes suerte -dijo-. Seguramente no las tienes fracturadas, sólo hay esguinces. Preferiría, por supuesto, que te hicieran una radiografía, pero a primera vista no parece que haya ninguna lesión interna. Tendremos que vendarte; afortunadamente las lesiones de las costillas no suelen infectarse. -Concentrándose en la mordedura del hombro, añadió-: La herida del hombro ya es otra cosa. Voy a limpiártela y vendártela ahora mismo. Y habrá que ponerte una inyección antitetánica.
– Contracción -anunció Jameson.
Cuando Jutta le hubo vendado las costillas a Jack, Boyd la ayudó a darle la vuelta para que pudiera ponerle la inyección en la nalga. Después, mientras le curaba la herida de la mordedura, le interrogó sobre las lesiones provocadas por el frío con el fin de distinguir si padecía una congelación o bien otras dos afecciones menos graves, como son el principio de congelación y el entumecimiento. Concluyó que era demasiado pronto para decidir con certeza la naturaleza de su afección y le dio antibióticos con objeto de prevenir cualquier infección, subió la cremallera del saco para accidentados que mantenía el calor, y le colocó una máscara de oxígeno en la nariz y en la boca.
– ¿Servirá para algo?
Lincoln Warner volvió a la concha blandiendo dos cucharas de mango larguísimo que le entregó a Jutta, quien puso el puño en la pala de una de las cucharas y asintió con la cabeza.
– Yo diría que son más o menos del mismo tamaño que la cabeza de la cría. ¿Qué opinas, Miles?
Jameson cogió una de las cucharas y se encogió de hombros.
– Supongo que sí. Tú eres el médico.
– Sí, y por eso vas a ser tú quien va a asistir a la parturienta.
– ¿Yo?
– Tú eres el veterinario. Serás tú el experto en yetis, no yo.
– Si tú lo dices, será así.
– Yo te ayudaré.
En el exterior de la concha un lejano retumbar anunció la vuelta del Allouette en el que viajaban los restantes miembros de la expedición procedentes del campamento II.
– Sigo pensando que deberías subir al helicóptero, Jack.
Jack negó con la cabeza.
– Ya me encuentro mejor -dijo.