DIECINUEVE

Recordad vuestra naturaleza humana y olvidad todo lo demás.

Bertrand Russell y

Albert Einstein, Manifiesto


Sentados en el interior de la tienda que habían montado en el corredor, Cody, Swift, Jameson, Jutta, Mac y Tsering se miraron unos a otros llenos de angustia. Todos habían oído los horrísonos rugidos, mezclados con los gritos de terror y de dolor del propio Jack, justo antes de que su radio dejara de funcionar. Swift seguía intentando restablecer la comunicación.

– ¡Jack, por favor, contesta! ¿Estás bien?

– Debe de haberle atacado un yeti -dijo Cody retorciéndose la barba, nervioso.

– Eso parece -afirmó Mac.

– Le habrán vapuleado hasta tumbarle.

– ¿Me oyes?

Swift dejó de apretar el botón de emisión y esperó un momento, pero, aparte del viento, no se oía nada más. Arrojó la radio y se cubrió el rostro con las manos, pugnando por dominarse y reprimir un grito fiero de desesperación que amenazaba con escapársele.

– Una vez me atrapó un gorila de las montañas -comentó Cody-. Fue culpa mía, porque violé el protocolo normal de los gorilas. Ocurrió en el santuario de gorilas de Kigezei. Era uno de esos que tienen el pelaje de la espalda blanco y pesaba por lo menos ciento ochenta kilos, era muy grande. Me rompió la clavícula y me dio un mordisco muy cerca de la arteria femoral. Todavía tengo las cicatrices. Hay una…

– ¿Queréis decirme -le atajó Swift- cómo vamos a ayudar a Jack?

– Me parece que debería ir uno de nosotros a rescatarle -afirmó Mac.

– Sí, pero ¿quién? -preguntó Swift.

– Pues evidentemente tú no, cariño. No es cosa de mujeres.

Instintivamente Swift empezó a argumentar que ella era tan buena candidata como cualquiera de los demás, pero de pronto vio con claridad que probablemente era la que menos preparada estaba.

– A no ser que, aparte de mujer, sea además médico y alpinista -señaló Jutta-. No veo que haya nadie mejor preparado que yo para ir a rescatarle.

– Pero imagina que tienes que cargar con él -protestó Mac-. ¿Podrías?

– Quienquiera que vaya tiene que saber cómo hay que comportarse con los grandes primates -señaló Cody.

– ¿Cómo vas a ir si tienes la nariz congelada? -intervino Jutta-. Imposible.

– ¿Y por qué tiene que ir sólo una persona? -preguntó Jameson-. ¿Por qué no dos? Con la camilla Bell. Es mucho más sensato que vayan dos que sólo uno, ¿no?

– Aquí sólo tenemos un traje climatizado -dijo Mac-. Dentro de dos horas habrá anochecido y en el interior de la grieta hará muchísimo frío. Sin traje, ninguno de nosotros podrá resistirlo.

– Mac tiene razón -dijo Jutta-. Sólo puede ir una persona.

– Iré yo -decidió el escocés.

– ¿Tú? -exclamó Jutta-. Tú eres más menudo que yo.

– Pero soy más fuerte.

– ¿No estarás confundiendo la fuerza con la agresividad? -preguntó la alemana-. Yo soy tan fuerte como tú y soy mejor alpinista. Si está malherido, necesitará cuidados médicos. Y quizá con urgencia. No sabemos cuánto tiempo puede sobrevivir sin ser atendido.

– Suponiendo que el traje no haya sufrido desperfectos, puede sobrevivir toda la noche -dijo Mac.

– ¿Después de lo que hemos oído? -declaró Cody-. Eso es mucho suponer, teniendo en cuenta que la radio ya no funciona. Por los ruidos, parecía que le hubiera derribado un jugador de la línea delantera de los Fortyniners, incluido Joe Montana.

Se oyeron gritos fuera; llegaba un grupo de sherpas del CBA, con más provisiones y más material. Al frente de ellos iba el sirdar, que se agachó y entró en la tienda respirando agitadamente por el esfuerzo realizado. El cielo estaba gris y había empezado a nevar otra vez.

Jameson le contó lo que le había sucedido a Jack.

El sirdar escuchó atentamente, sin pestañear. Se quedó un momento pensativo, asintió y dijo:

– Me jaanchhu, Jameson sahib. Deseo ir a buscarle. Jack sahib es amigo de Hurké Gurung y una vez, hace dos, quizá tres años, él salva vida de Hurké. Así, sahib, por favor, no se puede discutir quién va y le ayuda. Si la situación fuese al revés, sería Jack sahib quien viene y me salva a mí. Es así. Además, éste es mi país y yo he estado más cerca de yeti que cualquiera de ustedes. También soy mejor escalador. Incluso sé de primeros auxilios. No se hable más. Yo voy. ¿Bujhina? En cuanto bebo té y pongo ropa espacial que pareces un astronauta, iré a buscar a mi amigo Jack sahib.

La cara adusta del sirdar tenía una expresión de torva obstinación tal que nadie osó llevarle la contraria. Jameson intercambió una mirada con Swift, que le hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

– De acuerdo -le dijo Jameson al sirdar-. Vas a ir tú.

– Hajur. Pugna kati samay laagcha?

– Creemos que te llevará, como mucho, unas tres horas. Deberás seguir la cornisa que hay en el interior de la grieta, que es más o menos recta.

Hurké echó una ojeada a su reloj deportivo Casio y después afuera. El tiempo había empeorado en los minutos que llevaban allí él y los sherpas que habían subido desde el riñón. El cielo estaba plomizo y caía nieve, aunque no mucha.

– Para entonces será de noche. Y quizá viene mal tiempo. En cuanto llego a la grieta, resto de equipo debe bajar a campamento I. No quedarse aquí.

– Tiene razón -dijo Mac-. Mejor será que vaya a organizar con los chicos los preparativos para marcharnos.

– Mac sahib. Antes de irse. Mero tasbir khichnukos? Laai ke bhaanchha? -Se encogió de hombros como pidiendo disculpas-. ¿Podría hacer mi fotografía, por favor?

– Pues claro -dijo Mac, quien cogió la Nikon, que llevaba colgada del cuello, y rápidamente le sacó una foto al sirdar.

– Gracias, sahib. Es para mujer e hijo. En caso ocurre algo feo, ¿puede encargar que la reciban?

– Desde luego. Pero no digas tonterías. No te va a pasar nada.

– Sí, sahib.

– Voy a buscar el traje -dijo Swift, que salió detrás de Mac.


Jameson fue a buscar a Ang Tsering.

– ¿Dónde está el material que acaban de subir el sirdar y los chicos? -preguntó.

Tsering señaló unos bultos de treinta kilos que aún estaban atados para ser transportados.

– Tenemos que volver a bajar. Lo ha dicho el sirdar.

Jameson examinó uno de los bultos y después otro. Al parecer, encontró lo que buscaba y chasqueó las manos, muy decidido.

– Sí, sí. Pero antes de irnos hay algo que quiero organizar.

– ¿Y qué es, sahib?

– Una sorpresa. -Jameson parecía entusiasmado-. No entiendo cómo no se me ha ocurrido antes. Parece la cosa más lógica del mundo. Pero qué se le va a hacer, no se puede ser siempre omnisciente. Dime, Tsering, ¿sabes clavar un tornillo en el hielo o un ancla de nieve?

Tsering negó con la cabeza.

– No importa. Te voy a enseñar cómo se hace.

– ¿Esto es un ancla de nieve? ¿Es para atar al amigo de Jack, Didier sahib? ¿Es ésta la sorpresa?

– Santo cielo, no. Es para que la sorpresa no se caiga.


Bryan Perrins le había pedido a Chaz Mustilli que fuera a su despacho. Mustilli era quien escogía al personal de campo para cada una de las misiones, y era él quien había recomendado a Castorp para la que deseaban desplegar en el Himalaya. Al igual que Perrins, Mustilli también había llegado a la conclusión de que Castorp había liquidado a los soldados chinos. Era un hombre corpulento, con la cabeza como la de Kojak, que fumaba en una pipa que tenía pinta de carísima, y a la que daba frecuentes y seguidas chupadas, aunque sólo cuando estaba en su despacho. Le entregó el informe y se sentó; parecía incómodo, deprimido, incluso.

Perrins, que advirtió la expresión de Mustilli, se temió lo peor. Pero le dejó hablar.

– Hice lo que pediste, Bryan. Investigué los antecedentes de Castorp. Al parecer… hum… no prestamos suficiente atención a su perfil psicológico más reciente. Por desgracia, la persona que efectuó el examen cayó enferma al terminarlo y el caso es que, dicho con pocas palabras, cuando recomendamos a Castorp para esta misión no teníamos conocimiento de dicho examen. Este informe acaba de aparecer. Me refiero a que parecía estar perfectamente cualificado. Naturalmente, si hubiéramos sabido lo que sabemos ahora, seguramente habríamos recomendado a otro.

Perrins asentía lentamente.

– ¿Y cuáles son las tardías conclusiones del examen psicológico del hombre que tenemos en el Himalaya? -Rió su propia gracia-. No son nada buenas, ¿verdad?

– Hay pruebas de que recientemente presentaba trastornos psicológicos.

– Chaz, eso ya lo puedo adivinar nada más viéndote. Dime algo que no sepa. Dime qué dijo el psiquiatra.

– Aparentemente sus pensamientos y sus actos ya no responden a las exigencias de la realidad. Probablemente sufre algún tipo de psicosis.

– Pues no podemos permitirnos el lujo de retirarle. Es la única carta que podemos jugar. No, la cuestión es cómo controlarle. -Perrins se levantó y se acercó a la ventana-. Tú has leído los mensajes, Chaz. ¿Crees que ha matado a los chinos?

– Sí. -Mustilli chupó ruidosamente la pipa vacía como si fuera un inhalador-. Pero esto no le va a impedir, necesariamente, cumplir su misión.

– Me parece que tienes razón, Chaz. No, es sólo que me preocupa lo que pueda pasar si cualquiera de esos científicos desgraciados de mierda que están ahí se entera de lo que se lleva entre manos nuestro psicópata. No podemos ni imaginar de lo que es capaz este hombre. Le mandaré un mensaje por correo electrónico. Intentaré ponerlo firme.


Al llegar al CBA, después de pasarse el día dando vueltas por el glaciar, Boyd sólo encontró a un par de sherpas holgazaneando en el refugio rodeado de nieve y en la concha vio a Lincoln Warner, que escribía un mensaje electrónico en su ordenador.

– Gracias a Dios que tenemos correo electrónico -refunfuñó el hombre de piel negra y estatura elevada-. Me parece que de no tenerlo me volvería loco.

– Tú más que nadie -murmuró Boyd-. ¿De quién es?

– ¿De quién es qué?

– El mensaje.

– Ah, de unos estudiantes -dijo con vaguedad-. De vez en cuando les mando información sobre la expedición a unos alumnos de Washington.

– Qué detalle.

Boyd se preguntó qué hacía Warner todo el santo día. Rara vez salía a caminar por el Santuario, salvo los paseos que daba regularmente hacia las tres de la tarde. Al parecer, el resto del tiempo lo pasaba sentado delante de la pantalla. La única vez que Warner le había permitido acercarse lo suficiente para ver lo que hacía, resultó que estaba jugando a una especie de juego interactivo con el ordenador.

– Oye, Link, ¿dónde demonios están todos? Esto parece una escuela en un día festivo.

Warner hizo clic con el ratón para mandar el mensaje vía satélite y se dio la vuelta.

– Están casi todos en el campamento I. Por lo visto, Jack ha dado con el sitio donde se esconden los yetis.

– Estás de coña.

– Te lo digo en serio.

– Pues ¿a qué viene esa cara de Bela Lugosi? Esto significa que os vais a hacer famosos, ¿no?

– Han perdido todo contacto con él. Se ha oído un ruido como si le agredieran y después se ha quedado sin radio. Puede que esté malherido.

– ¿Una agresión? ¿Que le ha embestido uno de esos monstruos?

Warner se sobresaltó.

– Sí, si quieres decirlo así -respondió; Boyd le recordaba muchísimo a Kent, el personaje del rey Lear, que cometía el error de confundir la mala educación con la agudeza.

– Qué desgracia. ¿Podemos hacer algo por él?

– No, al parecer no. El sirdar ha ido a rescatarle. Esperemos que lo consiga.

Boyd asintió juiciosamente.

– Es muy bueno. Si hay alguien que pueda salvarle la vida a Jack, ése es el sirdar.

Se quitó el anorak y lo dejó caer al suelo.

– Todo indica que estaba equivocado, ¿verdad? ¿Tú qué crees que es el… yeti? ¿Una especie de simio grande? ¿Eh?

– Sí, yo diría que eso es lo más probable.

Boyd se sirvió un café de un termo que había sobre la mesa y se sentó frente a Warner cogiendo la taza humeante con ambas manos para calentárselas.

– Sí señor, tú y algunos de estos científicos vais a ser famosos.

Warner se frotó la barbilla lampiña, pensativo. Se había afeitado la barba y echaba a faltar el consuelo táctil que le reportaba. Acariciarse la barba le ayudaba a relajarse. Era como ser uno mismo su propio perro.

– Si es que sobrevivimos.

– ¿Qué quieres decir?

– Acabo de oír la «Voice of America» por la radio hace un rato. Por lo visto, cabe la posibilidad de que el período de reflexión entre la India y Pakistán no dure el tiempo previsto. Varios países musulmanes han afirmado que declararán la guerra a la India si ataca Pakistán. Un acto de solidaridad religioso, según ellos. Ya han enviado tropas y armamento. Empiezo a pensar que puede que lo tengamos crudo para salir de aquí.

– ¡Ah! ¿Sólo es eso? -Boyd no parecía, ni por la expresión ni por la voz, nada impresionado.

– Parece que no creas que la posibilidad de que estalle una guerra sea real, Jon.

– Todavía no ha estallado, ¿no? Mira, si estalla la guerra, no será porque hayan desplegado tropas y armamento -dijo Boyd-. Será porque habrá fallado la disuasión; ocurrirá si uno de ellos cree que puede atacar impunemente, ¿no?

– Tal vez. Pero ¿qué repercusión tendrá exactamente en nosotros semejante acción? Eso es lo que me gustaría saber. La frontera india no está muy lejos de aquí.

Boyd apuró la taza de café y encendió un cigarrillo.

– Ya empieza a ponerte nervioso, ¿eh? -dijo-. La proximidad, quiero decir.

– No me importa reconocerlo.

– Quizá sabes algo que yo no sé. Escuchas tanto la radio… Seguramente estás muchísimo mejor informado de la situación que yo. Pero para serte franco, Link, yo no dejaría que esto me amargara.

– ¿Ah, no? Incluso en el caso de que no pasara de ser una contienda nuclear de poca envergadura, lo más probable es que tuviera repercusiones en el sistema climático de todo el planeta.

– No es mi especialidad -se excusó Boyd-. Las constantes emisiones de combustibles que se producen en nuestro país tienen muchas más posibilidades de echar todo a perder que las cuatro bombas nucleares que se lancen aquí.

– Pero Delhi, que es donde hicimos escala para ir a Khat, está a sólo seiscientos cincuenta kilómetros. Si bombardean Delhi…

– Si bombardean Delhi, tendremos que buscar otro camino para regresar a casa, no hay vuelta de hoja. Seguramente tendríamos que ir vía Calcuta. Es imposible que los misiles nucleares que lance Pakistán lleguen a Calcuta. Está demasiado lejos -rió Boyd-. Claro que si estamos en Delhi cuando haya un ataque nuclear, será distinto. Eso sí sería tener mala suerte. -Seguía riéndose mientras iba recreándose en dicha posibilidad-. Sobre todo si ocurriera que también tuvierais pruebas de que el abominable hombre de las nieves existe.

– Me parece recordar que dijiste que, en el caso de que hubiera una guerra nuclear, las consecuencias serían imprevisibles.

– Yo sólo… -Boyd esbozó una sonrisa llena de pesadumbre-. Yo, ¿sabes?, sólo hacía de abogado del diablo. ¿Cuál es mi sincera opinión? Es lo que dijo Swift. La situación internacional a nosotros nos supone una gran ventaja. El mundo entero está cagado de miedo por lo que está ocurriendo en el subcontinente indio. Tenemos toda esta zona para nosotros solos. ¿Qué más puede pedir un equipo de científicos?

– Dejando a un lado la presencia de los chinos cerca del CBM.

– Ha sucedido algo extraño, se han esfumado. He estado antes allí arriba y no había ni rastro de ellos. Me imagino que Ang Tsering dio en el clavo. Debían de ser desertores. Seguramente se largaron a toda prisa en cuanto Cody y Jutta se fueron de allí. En mi opinión, esos dos tienen mucha suerte de seguir vivos.

Boyd se sirvió otro café y se rió al ver la expresión lúgubre de Warner.

– ¡Eh! Anímate, anda. Cuando viniste aquí, ya sabías dónde te metías, ¿no?

– Me parece que no me lo tomé demasiado en serio.

– Esa Swift -rió Boyd-. Cuando quiere, sabe convencer muy fácilmente, sí señor.

– Eso es lo que pasó, más o menos.

– Me lo figuré. Está de buen ver. Si se empeñara, sería capaz de convencerme de lo que le diera la gana. Y si además de convencer con palabras me sedujera físicamente, entonces… -Boyd sacudió la cabeza luchando por desterrar de su mente la imagen de lo que él sabía que era capaz de hacer por poseer a Swift.

Warner le devolvió una sonrisa forzada. A él, que en general se sentía más a gusto con las mujeres que con los hombres, aquel tipo de conversaciones, las clásicas que mantienen estos últimos en los vestuarios, le azoraban.

– Jo, para poder pasar una noche con ella, sería capaz de escalar la vertiente suroeste -dijo Boyd.

A su interlocutor se le pusieron los músculos faciales tensos de furia, pero se las apañó para seguir sonriendo. Boyd tenía la capacidad de enojarle, a sabiendas además. Preguntándose si sería así con todo el mundo, Warner se volvió y clavó los ojos en el techo de la concha; en esta posición, como si no soportara mirar a Boyd, dijo:

– Es muy atractiva, ¿verdad?

– ¿Quieres un consejo? Quítatelo de la cabeza. Deja de escuchar la radio y atormentarte, porque te cagas de miedo. Y reza porque capturen uno de esos hombres-simio.

– Muy bien. Así lo haré.

– ¿Qué te parece si nos calentamos unos platos de esos preparados, abrimos una botella de whisky y cenamos como Dios manda? Tengo tanta hambre que me comería un caballo.

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