No te asombres del verdadero dragón.
Dogen Zenji
Swift se quedó petrificada. Era inútil correr, Boyd lo había demostrado. El gran yeti de espalda blanca se movía a una velocidad asombrosa en un animal tan grande. Debía de medir unos dos metros y medio de altura y pesar unos doscientos setenta kilos. Para atacar a Boyd había corrido como el ganador de la medalla de oro olímpica de los cien metros lisos tras el pistoletazo de salida. Más aún, caminaba en posición erguida sobre sus piernas gruesas como troncos de árbol, impulsándose con unos brazos tan increíblemente musculosos que, a su lado, incluso el culturista más fornido hubiera parecido insignificante. Rugiendo como un tigre y con el pelo que le caía en rojos mechones apelmazados, el yeti parecía un bomínido tan formidable como quizá nunca hubo otro sobre la faz de la tierra.
A Swift no le cabía la menor duda de que el más mínimo movimiento le incitaría a atacarla. El penacho de pelo de su cabeza estaba completamente erguido y mostraba los dientes. Aterida por el frío como estaba, Swift se preguntó cuánto tiempo podría obligarse a seguir allí tumbada antes de que el intenso frío le causase la muerte por congelación. Los dedos de sus manos y pies ya no tenían tacto y sólo la visión del anómalo número impar de dedos del brazo arrancado de Boyd le impedía gritar desaforadamente de terror y malestar.
El yeti se sentó en el suelo y, mientras la miraba, siguió comiéndose el brazo de Boyd y echando miradas de vez en cuando por encima de sus hombros, del tamaño del monte Rushmore, como si estuviera esperando al resto del grupo del cual tenía que ser el guía, Swift estaba segura.
Pero no fue el resto del grupo quien llegó.
El yeti se puso en pie y, para su sorpresa, Swift oyó voces humanas. Había alguien más que ella allí, en el valle escondido. Alguien que parecía hablar con el yeti. Swift había oído el nepalés lo suficiente como para reconocer que éste era otro idioma. Pero no parecía ninguno de los dialectos que hablaban los sherpas. Y estaba segura de que no era nadie del CBA el que hablaba.
Durante un segundo recordó el talento como imitadora de Rebeca, se preguntó si no podría tratarse del verdadero idioma yeti y casi inmediatamente descartó la idea: se le debía de estar congelando la sangre del cerebro.
Al cabo de otro segundo descubrió unos pies humanos, desnudos como los suyos. Oyó una fina voz chillona y después vio a un hombre barbudo que se arrodilló ante la entrada del túnel.
– Todo va bien -dijo el hombre con voz queda-. Ya puede salir. No hay peligro.
Era el sadhu. El hombre cuyo rastro habían seguido por error ella y Jameson cuando llegaron por primera vez al Santuario.
Swift notó que sonreía de alivio.
– Swami Chandare -dijo sin aliento.
– ¿Se está entrenando para ser un sadhu? -preguntó el hombre, riendo-. ¿Por qué está desnuda?
Swift sacudió la cabeza, demasiado aterida para responder. El swami se arrastró por el túnel hasta situarse a su lado, la obligó a apoyarse en la espalda y le impuso las manos en el estómago. También él la deseaba. La mujer le lanzó un débil puñetazo.
– Cálmese. Tengo que hacerla entrar en calor. Escúcheme, tiene que relajarse. Respire despacio y escúcheme. Debe respirar pausadamente y no sentir nada más que mis manos. Y no debe oír nada más que mi voz. Sienta el calor de mis manos. El calor que entra en su cuerpo. Respire profundamente y escuche mi voz…
Por un momento, Swift se sintió mareada, como si flotara en la nada. ¿La estaba hipnotizando? Si era así, no le daba miedo. Se dejó acariciar por el almibarado tono de voz del hombre y por el calor curativo de sus manos. El poder de esas manos parecía surgir de un gran manantial subterráneo de aguas termales, tan potente que podía haber sido la mismísima energía vital. Era como la anestesia que proporcionaban las drogas de uno de los dardos de Jameson, sólo que muchísimo más cálida que cualquier otra cosa que pudiera conseguirse a punta de jeringuilla. Cerró los ojos sintiéndose mucho más relajada. De alguna manera, el frío ya no le importaba, y durante unos segundos tuvo miedo al pensar que aquello podía ser la muerte, pero en seguida oyó de nuevo la voz masculina que la tranquilizaba diciéndole que no tenía frío, asegurándole que el calor que notaba en el estómago procedía de sus manos…
– El calor procede de mis manos. No hace frío. Sólo siente el calor de mis manos…
Sentía el calor. Un profundo calor que parecía brotar del hombre como una fuente de aguas termales calentando su vientre, su pecho y sus brazos. Un calor inexorable, estremecedor e indoloro que se extendía por sus miembros como si la hubieran enchufado a una corriente eléctrica. Volvía a tener tacto en las manos y los pies. Ni siquiera sintió dolor cuando la sangre medio congelada empezó a circular perezosamente por los dedos amoratados de sus pies y manos. Sólo notaba una maravillosa sensación de bienestar que parecía que no cesaría nunca.
– Escúcheme, despierte.
Swift abrió los ojos y miró fijamente el rostro barbudo del swami. Él le sonrió. Aún apoyaba las manos sobre el cuerpo desnudo de la mujer, pero ella no tenía conciencia de su desnudez. Sólo sentía la calidez. Una increíble calidez. La última vez que se había sentido así estaba tumbada en una playa de Santa Mónica. Veía su aliento condensarse ante su boca, pero sin el acompañamiento de dientes castañeteando. Hacía un frío mortal. Y, sin embargo, se sentía como si llevara puesto el traje climatizado. La nieve de debajo de su espalda desnuda le parecía la arena más fina y caliente.
Le devolvió la sonrisa con expresión soñolienta y se acomodó aún más en el suelo.
– Debo de estar soñando -dijo.
– Confíe en sus sueños -le aconsejó el swami-. En ellos verá el camino hacia la eternidad. Pero ahora debemos ir a buscar su ropa.
La ayudó a salir del túnel de maleza, se quitó su raída túnica y la envolvió con ella por simple pudor.
Swift miró con ansiedad al gran yeti de espalda blanca que se había sentado tranquilamente junto al cadáver desmembrado de Boyd, y se arrimó aún más al swami situándose detrás de él.
– Mi hermano no le hará daño mientras yo esté aquí. -El swami contempló con tristeza el cadáver de Boyd-. Sin embargo, su amigo… Lo siento mucho.
– No era amigo mío.
– Una hoja no se marchita y muere sin que el resto del árbol lo sepa.
El swami la condujo entre los árboles y cruzaron el claro hasta donde se encontraba el satélite. El yeti los siguió dócilmente a corta distancia, como una especie de guardaespaldas.
– Desde que eso cayó aquí, esperaba que viniera alguien -dijo el swami-. Así es como va el mundo. Debo confesar que temía este momento.
– Ése era Boyd, el muerto. Vino en busca del satélite. Yo he venido a informarme sobre el yeti.
– Y os ha llevado al mismo lugar.
– Sí -respondió ella-. Pero yo no pretendía hacer ningún daño. Sólo quería saber si el yeti existía.
Swift recogió su ropa interior protectora y se la puso sin apresurarse, pues todavía se sentía tan cálida como si acabara de salir de una sauna.
– Si tiene en él un interés intelectual, creo que mi hermano no es para usted mucho más que una abstracción. Pero para mi alma es un motivo de regocijo. Para el hombre esclarecido es un objeto de verdad y belleza, una ventana a través de la cual sólo podemos atisbar, asombrados, el universo.
El yeti se sentó a los pies del swami y dejó que el santo le acariciara con despreocupado afecto.
– No deja de llamarle hermano -le hizo notar Swift mientras volvía a ponerse el traje climatizado.
A pesar de todo lo que Lincoln Warner le había contado sobre la química de la sangre de yeti, seguía pensando que sabía muy poco de aquella extraordinaria criatura. Recordó algo que el swami había dicho al principio. Le había aconsejado que no buscara antepasados y árboles genealógicos. «Los frutos quizá caigan en tu regazo», había dicho. «Podría alimentarse de ellos. Pero no se sorprenda si la rama se le rompe en la mano.» Era evidente que el swami sabía más sobre el yeti de lo que decía. Tal vez sabía todo lo que había por saber.
– Somos las columnas de un templo. Permanecemos juntos, pero no demasiado cerca, o de lo contrario el templo se vendría abajo.
– ¿Hasta qué punto estamos cerca? Según el ADN, está muy próximo a nosotros.
– El mundo no es un conjunto de átomos -dijo el swami-. No se accede a la comprensión de este mundo y su creación estudiándolo desde la perspectiva de su destrucción. Los átomos no son importantes. Sólo en la unidad y en la integridad hay amor. Ésta es la mayor verdad de todas y la primera semilla del alma.
Swift le devolvió la túnica. El hombre se la colocó sobre sus huesudos hombros con una aparente indiferencia al frío, que ahora Swift podía entender tras haberla experimentado en propia carne, y la ayudó a colocarse la mochila del sistema de soporte vital como si estuviera acostumbrado a hacerlo.
– Pero ¿cuál es la verdad respecto al yeti? ¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Por qué?
– ¿Quién conoce la verdad? -Soltó una risita que a Swift le recordó un noticiario cinematográfico sobre el Maharishi que había visto en una ocasión-. ¿Quién sabe cómo y cuándo este mundo y nosotros mismos cobramos existencia? Pero lo que sí es seguro es que los dioses son posteriores al principio. De modo que ¿quién sabe de dónde venimos cualquiera de nosotros? Sólo el Dios del cielo supremo, tal vez. O tal vez no.
– Yo no creo en Dios -dijo Swift.
– No se puede conocer a Dios resolviendo acertijos.
– Entonces cuénteme lo que sabe sobre el yeti, no sobre Dios.
– Son una misma cosa. La vida misma es un templo y una religión. Lo que sé y lo que puedo contarle nacen del conocimiento de que si sólo se ve la diversidad de las cosas, con todas sus distinciones y divisiones, entonces sólo se tiene un conocimiento imperfecto. Grandes son las preguntas que usted plantea del mundo, pero como sólo sabe un poco, le contaré más.
»El yeti es más hombre que animal, pero el animal es su inocencia. La inocencia que el hombre ha perdido.
»Según uno de mis predecesores, el abuelo del abuelo de su abuelo le dijo, quienquiera que fuese, que los yetis fueron una vez abundantes en estas montañas. De hecho, había tantos yetis como hombres. Pero a medida que los hombres se volvían más inteligentes empezaron a sentir rencor contra el yeti, pues mientras ellos tenían que trabajar duramente, el yeti no hacía nada. Más aún, los yetis siempre estaban robando tsampa, que es harina de cebada amasada con agua y especias, y aún hoy sigue siendo el alimento básico en esta parte del mundo. A veces era lo único que tenía la gente para comer. Peor aún, a veces robaban carne, algo que en estas montañas es todavía más escaso que la cebada.
»Así fue como los hombres decidieron matar a todos los yetis. Primero dejaron tsampa envenenada en las montañas para que se la comieran, y murieron muchos yetis. Y, durante años después de aquello, los yetis fueron cazados y exterminados. La cabeza, las manos y los pies de muchos yetis fueron cortados para emplearlos en rituales religiosos. Varias religiones antiguas incluso veneraban estas reliquias como objetos sagrados, pues creían que en los yetis residía el alma de los hombres. Y en cierto modo, no están tan lejos de la verdad como le he dicho.
Dicho esto, el swami guardó silencio durante un rato y se negó a contestar a ninguna de las preguntas de Swift, excepto para confirmar que una hembra de yeti y su cría habían regresado sanas y salvas al valle escondido. La mención de la cebada envenenada le recordó a Swift por qué había seguido a Boyd, y se lo explicó al hombre.
– En el satélite hay un isótopo radiactivo -dijo-. Una especie de veneno. Boyd pretendía destruir el satélite con explosivos, lo cual habría esparcido el veneno por todo el valle. Todos los yetis habrían muerto. Por no hablar de usted, swami.
– ¿Qué es la muerte sino yacer desnudo al viento?
Sonrió y levantó las manos con vehemencia.
– Sólo con que los hombres pensaran en Dios tanto como piensan en sí mismos, ¿quién no accedería a la liberación? Existe una tradición en estas montañas, una gran tradición religiosa. Un acertijo, si lo prefiere. Hay quien llama a las personas como yo los Señores Ocultos y dicen que adoramos a los yetis. Unos dicen que somos budistas; otros, que ya vivíamos aquí antes de la llegada de los lamas. La verdad es, lamentablemente, mucho más prosaica. Simplemente, siempre ha habido personas como yo, la religión no importa, guardianes que comprenden a los yetis y tratan de protegerlos del mundo exterior. Pero últimamente eso resulta muy difícil. Cada año vienen más turistas a las montañas.
»Yo creía que los yetis podrían vivir sin ser molestados en esta montaña sagrada a la que nadie está autorizado a subir. Durante muchos años ha sido un lugar prohibido. Los sherpas lo han respetado. Pero las cosas se les han puesto difíciles. Se han quedado sin dinero y por eso la han traído a usted aquí, donde quería ir. Bueno, esperemos que el hombre se porte bien con el yeti, aunque no veo motivos para ser optimista, a la vista de lo mal que los hombres se portan unos con otros, además de con otros simios. El yeti sólo ataca al hombre porque ha aprendido a temerlo. En realidad es bastante pacífico.
El swami se sentó en el suelo y tiró afectuosamente de la oreja del yeti.
– Pero tiene que decirme lo que debo hacer para impedir que se esparza ese veneno del que me hablaba.
– Sería mejor que yo abandonara este lugar -dijo Swift-. Y que me llevara el isótopo radiactivo. Sin él, el satélite sólo es chatarra.
El swami frunció el entrecejo.
– Pero ¿se pueden manipular esas cosas sin riesgo? Hay un largo camino hasta donde la esperan sus amigos. Quizá sería mejor que dejáramos este veneno en un lugar donde no pueda hacer daño a nadie ni a nada hasta el fin de los tiempos. Tal lugar existe, es una grieta muy profunda. No es la que le permitió llegar hasta aquí, pero está muy cerca.
– Muéstreme dónde está -dijo Swift- y yo me ocuparé del isótopo.
Swift había pasado el tiempo suficiente con Joanna Giardino en el Departamento de Radiobiología del Centro Médico de la Universidad de California de San Francisco para saber que tenía pocas posibilidades de manipular el isótopo radiactivo sin exponerse si no utilizaba láminas, cajas de plomo y pinzas especiales, y mucho más equipo protector.
Incluso el isótopo del Departamento de Rayos X del Centro Médico se trataba como si formase parte del Proyecto Manhattan. Cualquier producto de fisión radiactiva, tanto si era inerte como activo bioquímicamente, podía provocar daños biológicos externos o internos en el cuerpo humano.
A pesar del traje climatizado y del casco que llevaba, y aunque sostuviera el tubo que contenía el isótopo del satélite con los brazos extendidos al frente y con dos piolets a modo de tenazas improvisadas, Swift era consciente de que la radiación atravesaría su cuerpo como la luz pasa a través de una ventana. Las lesiones que podía causarle por el camino serían irreversibles. Incluso unos pocos minutos de exposición resultarían fácilmente letales.
Se acordó de Roentgen, el descubridor de los rayos X, que murió de cáncer de huesos, y de los dos pioneros de su uso médico, madame Curie y su hija Irene, que murieron de anemia aplásica provocada por la radiación.
Swift no tenía intención de morir prematuramente de leucemia o alguna otra enfermedad relacionada con la radiación, pero no se le ocurría otra salida que extraer el isótopo del satélite y retirarlo de la circulación para garantizar eficazmente la seguridad permanente de los yetis en su valle escondido. Había bastante más en juego que su propio futuro: debía tener en cuenta también el futuro de una importante especie nueva de homínidos.
No hay discusión posible, se dijo, y deseó vivir lo suficiente para poder contar sus hallazgos en un libro.
Swift hizo que el swami le mostrase la grieta antes de hacer nada más. Después le dijo que cuando fuera a tirar el isótopo, iría sola. No tenía sentido que él también se expusiera a aquel riesgo.
Acompañado por el yeti, el swami la condujo hasta la otra punta del valle, a una estrecha fisura del suelo que rodeaba la cordillera protectora. La fisura estaba a unos cinco minutos largos andando desde el satélite.
– Aquí -dijo el hombre señalando la grieta-. Tiene unos novecientos metros de profundidad, estoy seguro.
Swift inspiró y asintió con un gesto.
– Debería ser lo bastante seguro.
Regresaron al satélite, junto a cuyo panel abierto había dejado Boyd su mochila. Swift examinó el interior. Había varios detonadores y una radio mayor y más potente que la que usaba ella. Por lo menos podría llamar a Pokhara y organizar la evacuación del CBA en helicóptero.
El isótopo fue fácil de localizar, pues estaba recubierto por el explosivo plástico de Boyd. Swift arrancó la tira de C4 y luego leyó la prohibición de manipular el generador termoeléctrico y su isótopo de cesio 137. El cesio tenía una vida media de treinta años. Pero ¿lo hacía eso menos letal a corto plazo que el plutonio? Lo cierto era que no tenía ni idea.
Antes de abrir el envoltorio del isótopo miró a su alrededor en busca del swami. El hombre la observaba atentamente mientras el yeti, sentado a poca distancia, lo miraba a su vez como si esperara órdenes.
– Será mejor que se vaya ahora, swami -dijo Swift en voz baja-. Esta sustancia es peligrosa en cuanto se saca de su envoltorio metálico. No tiene sentido que ambos suframos la exposición.
– Es tan pequeño -comentó el swami con una risita mirando por encima de su hombro con curiosidad-. ¿De verdad es tan peligroso?
– Mucho. Ahora váyase.
– ¿Usted arriesgará la vida por nosotros?
Swift recogió su casco y se dispuso a colocárselo en la cabeza, con la esperanza de que supusiera alguna protección contra el cesio. El swami alzó una mano por encima de su cabeza en un gesto que parecía una bendición.
– La verdad del amor es la verdad del universo -dijo el hombre-. Ésta es la luz del alma que pone al descubierto los secretos de la oscuridad. Esta luz es firme en usted. Arde en un refugio adonde no llegan los vientos. Su alma es en efecto grande, y habiendo demostrado que está dispuesta a contemplar el espíritu de la muerte, ha abierto su corazón al conjunto de la vida misma.
– Gracias -respondió ella sombríamente-. Procuraré no olvidarlo. Ahora váyase antes de que cambie de opinión.
– Esta acción tiene lugar en Dios, y por lo tanto su alma no está ligada a ella.
A aquellas alturas, Swift no sabía de qué estaba hablando el swami y ni le importaba. Su mente se concentraba en la mortífera labor en curso. No importaba mucho lo que él pensara de ella. No lo hacía por recibir una guirnalda de flores, una cesta de fruta, la opinión del dios del swami o una recompensa celestial.
Swift estaba a punto de insistirle más enérgicamente para que se marchara cuando el swami se volvió y le dijo algo al yeti. Ahora que estaba más cerca, la mujer comprobó que no era ningún idioma que hubiera oído antes. Tal vez se parecía al tibetano, pero algo más gutural, no había otra palabra para describirlo, era más simiesco de lo que le había parecido antes.
El gran yeti de espalda blanca se puso en pie. Pero en lugar de alejarse de la zona con el swami, como ella había ordenado, avanzó hacia Swift con los brazos extendidos y la evidente intención de sujetarla. Sin darle tiempo a reaccionar, la levantó suavemente con sus brazos gruesos como troncos de árbol y la mantuvo en alto.
– Eh, ¿a qué viene esto?
– No se preocupe, no le hará daño.
– Pues dígale que me deje en el suelo, por favor.
– Lo hará -dijo el swami-. Pero sólo cuando esté lejos de este lugar.
– Mire, no me habré explicado bien -replicó Swift mirando con inquietud la ancha cara del yeti-. Debo deshacerme del isótopo para que el satélite sea seguro y para que no contamine todo este valle.
– Sí, se ha explicado perfectamente. Pero quizá soy yo quien no se ha explicado. Yo soy el guardián de este lugar, no usted. Yo he prestado el juramento sagrado de proteger a estos hermanos y hermanas, no usted. No puedo permitir que arriesgue su vida cuando ése es mi destino. De modo que, si alguien va a deshacerse de ese isótopo, tengo que ser yo.
– No lo entiende -insistió Swift.
Forcejeó para librarse de los brazos del yeti pero aquellos músculos eran inamovibles. Lo mismo habría sido que estuviera atada con cables de acero.
– La radiactividad lo matará si manipula el isótopo. -Se esforzó por encontrar el modo de hacérselo entender-. Sería como sujetar el sol.
– ¿Qué dicha puede haber mayor que fundirse con el sol? Y usted estaba dispuesta a manipularlo, ¿verdad? -dijo el swami tendiéndole la mochila de Boyd.
– Esto es distinto, es mi responsabilidad.
– Y como ya le he explicado -dijo con otra risita-, es la mía.
El swami hizo el signo del namaste con las manos.
– Pero se agradece la idea. Aquel que ve a todos los seres en sí mismo, y a sí mismo en todas las cosas, no necesita tener miedo. Además, creí que a estas alturas ya sería evidente. Soy un tipo bastante duro. No es tan fácil matarme.
El swami habló con el yeti una vez más y éste empezó a alejarse del satélite sin vacilación llevándose a Swift.
– La llevará de vuelta a su campamento. Por una ruta distinta. Oh, sí. Hay muchos caminos que entran y salen de este lugar. -Sonrió, complacido-. Y usted dijo que quería estudiarlo. Bueno, ésta será su oportunidad. Una oportunidad única. Adiós.
Swift comprendió que sería inútil discutir con el asceta, pues sólo le respondería con otra enigmática frase. Pero callándose no evitó que el hombre prosiguiera.
– Y no sea tan dura con la religión -le gritó-. El propósito de Dios para la vida es como una gran alfombra. Vista desde un lado del telar es todo confusión. No tiene forma ni lógica. Sólo cientos de hilos de lana que cuelgan sueltos aquí y allí. Pero vista desde el otro lado, todo cobra sentido. El esquema queda claro. No hay cabos de lana sueltos. Sólo orden.
– Adiós -dijo ella.
El swami seguía riendo suavemente mientras se volvía hacia el satélite y metía la mano en el generador para extraer el isótopo con sus finas manos desnudas.
La ruta del yeti los condujo hasta y a través de los afilados pináculos que cerraban el valle escondido como las dos mitades de un cepo de caza. Mientras ascendían, Swift notó que se le taponaban los oídos y empezó a temer que el yeti la dejara en alguna ladera inaccesible donde moriría sin duda alguna.
Empequeñecida por las montañas y por el tamaño de la criatura que la llevaba en brazos, se sintió una insignificante figura horizontal en un inmenso paisaje vertical: ella y su King Kong personal, dos seres absolutamente distintos y aun así con proteínas y demás moléculas casi idénticas. Ella era Fay Wray transportada por la nieve teñida de azul por el azul más vivo del cielo ilimitado. Empezó a relajarse progresivamente y a comprender un poco de lo que el swami le había dicho. ¿Qué era seguro, excepto el gran techo azul que se extendía por encima de su cabeza en toda su maravillosa infinitud? Ocurriera lo que ocurriese en la Tierra, aquello siempre estaría allí. Swift pensó que quizá estaba aún bajo la influencia de la sugestión que el swami le había producido mientras estaba en trance. Sin duda se sentía igualmente cálida, a pesar de que aún no había activado la corriente de su traje climatizado. Incluso empezaba a creer que en aquel lugar mágico donde no había límites, ni fin, sólo vasto espacio, el swami nunca envejecería, quizá viviría eternamente. Por lo que ella sabía, era inmortal, alguien para quien no regían las leyes habituales de la naturaleza. Seguiría velando por los yetis a su silenciosa y pasiva manera hasta el fin de los tiempos.
Se quedó adormilada.
Cuando despertó estaban descendiendo por un talud muy escarpado, y pronto empezó a cerrar los ojos cuando el camino era demasiado alarmante. Pero el yeti no perdió pie ni una sola vez. Hasta que llegó el momento en que quedó claro que incluso los pies de yeti resultaban inadecuados para la imposible pendiente que tenían delante. Swift supuso que estarían a unos seis mil metros de altitud, en la ladera del Machhapuchhare. Por debajo de ellos se encontraba el Santuario. Al frente se alzaba el Annapurna hasta unos ocho mil metros, como una pirámide del Antiguo Egipto. No parecía haber ninguna manera de seguir bajando, aparte de clavar un pitón a martillazos en la cresta rocosa que tenían encima y descender en rápel por el abismo de un kilómetro y medio de altura.
Para sorpresa de Swift, el yeti se sentó en la alta nieve. Pensó que debía de tomarse un merecido descanso mientras buscaba una ruta alternativa.
– ¿Y ahora hacia dónde? -le preguntó ella-. Supongo que volviendo por donde hemos venido.
En su lugar, el yeti se acomodó de espaldas contra el risco al tiempo que mandaba una pequeña avalancha de nieve polvo hacia la garganta prácticamente vertical que se abría ante él. De pronto, Swift adivinó lo que se proponía el yeti y se quedó sin aliento por el horror.
– Oh, no -gritó a través del micrófono tras conectarlo-. No pensarás resbalar de culo, ¿verdad? Maldito orangután chiflado. -Golpeó varias veces al yeti en el pecho para dejar clara su posición.
El yeti gruñó antes de acercarse un poco más al borde del abismo.
– Dios mío, no. No lo hagas. Moriremos.
En el interior del casco sintió que su frente se perlaba de sudor. A un nivel más profundo de su entorno hermético, una sensación más desagradable se adueñó de su estómago mientras, lentamente, el yeti empezaba a deslizarse.
– No, por favor.
Swift soltó un alarido y cerró los ojos al notar que aceleraban bruscamente y empezaban a precipitarse por la empinada garganta rodeados por una blanca polvareda de nieve. El yeti rugía, entusiasmado, como si estuviera disfrutando de una atracción de feria en lugar del descenso de esquí más siniestro posible. Aun siendo ella misma una esquiadora excelente, Swift jamás se abría atrevido con una pendiente semejante. No dejó de gritar ni un momento mientras se deslizaban a toda velocidad, rebotando a un lado y al otro por la escarpada ladera. Una o dos veces notó que se separaban del suelo antes de que el enorme peso del yeti los devolviera a la pendiente. Swift enterró la cara en el hombro del yeti y rezó por el fin de su alocado viaje, pero seguían avanzando, cada vez más de prisa, hasta que se convenció de que el animal que la sujetaba había perdido el control y ya no estaban resbalando, sino cayendo en medio de una avalancha provocada por ellos mismos que los enterraría vivos.
Al instante siguiente le pareció que se elevaban por los aires y se preparó para el batacazo mortal que sin duda vendría a continuación. Pero en su lugar siguieron volando, y cuando Swift entreabrió un ojo se dio cuenta de que el yeti había aterrizado a la carrera. Se encontraban justo encima del glaciar de la cabecera del valle. Suspiró con alivio.
El yeti sorteó corriendo un risco de hielo que formaba una curva alrededor del glaciar y fue saltando de una roca a otra como la cabra montés de paso más seguro, evitando por poco los pilares de hielo y las grietas. Estaba en su hogar, ágil en este paisaje de alta montaña como un gibón en el más alto de los árboles.
Pronto llegaron al corredor de hielo y a la pared de la escalera que conducía al borde de la grieta por donde habían seguido a Rebeca y al pequeño Esaú. A Swift le habría gustado verlos una vez más, sólo para volver a decirles «Bii-eh». Casi lo lamentó cuando llegaron al campamento I y, echando humo como un caballo de tiro en un día frío, el gran yeti de espalda blanca se detuvo y la depositó en el suelo. ¿Cómo conseguiría describir este viaje en su libro? Y si lo hacía, ¿la creería alguien? Quizá también sobre aquello tenía razón el swami. En realidad no era necesario formular demasiadas preguntas.
– Gracias -dijo.
El yeti aguardó. Casi parecía que estuviera esperando una propina hasta que Swift comprendió que miraba el equipo y las tiendas que formaban el campamento I. Tocó suavemente el techo de una tienda y luego dio un tirón a un saco de dormir para olfatearlo con curiosidad.
Swift sonrió. Era difícil relacionar aquel yeti con el que había matado a Boyd. Pero eso no podía reprochárselo, pues Boyd la habría matado a ella con mucho más entusiasmo. Observando al yeti sintió que la visión científica dejaba paso al sentimiento y comprendió que quería regalarle algo.
Hurgó entre sus pertenencias en la tienda que compartía con Jutta pensando en darle un guante, una libreta, un gorro de lana, pero no había nada que le pareciese adecuado. Entonces le vino a la memoria la predilección de los yetis por los objetos brillantes y recordó que había cargado con unos cuantos útiles de maquillaje en su mochila hasta el campamento I. Encontró la bolsa en seguida, sacó un espejo de mano plegable y se lo tendió al yeti.
El yeti se miró en el espejo unos instantes y a continuación, gruñendo de satisfacción, se rascó el labio inferior con uno de sus enormes índices. Swift se preguntó si alguna vez se habría visto a sí mismo antes y, en tal caso, si se reconocía o no.
La boca del yeti se abrió lentamente hasta formar lo que a ella le pareció una descomunal sonrisa. Inmediatamente, Swift se quitó el casco y le sonrió a su vez, pues había comprendido que lo más importante era que reconocía algo de sí misma en aquel gigantesco homínido. Notó que se le formaba una lágrima en la comisura de un ojo y pestañeó para expulsarla. Transcurrieron unos instantes y el yeti, todavía sosteniendo el espejo, se alejó caminando.
Swift lo observó durante un rato esperando que se diera la vuelta y la mirara. Pero no lo hizo.
Sólo cuando el yeti hubo desaparecido de su vista, Swift se preguntó cómo iba a cruzar el banco de hielo para volver. Se había olvidado por completo del serac que se hundió por el camino. Si lo hubiera recordado habría podido pedirle al yeti que la dejara al otro lado. Estaba a punto de llamar al CBA por la radio de Boyd cuando vio el helicóptero.
Incluso antes de que el aparato aterrizara, Jack saltó al suelo, se le doblaron un poco las rodillas al aterrizar y empezó a correr hacia ella. Cuando se abrazaron, Swift vio lágrimas en sus ojos y no supo si eran de alegría de verla viva o debido al viento provocado por las aspas del rotor.