VEINTINUEVE

Con el tiempo acabaremos amando la montaña por la sencilla razón de que ella ha sacado el máximo de nosotros, nos ha elevado sólo durante un momento precioso por encima de nuestra vida vulgar y nos ha mostrado la belleza de una austeridad, un poder y una pureza que jamás habríamos conocido si no nos hubiéramos enfrentado a ella y no hubiéramos luchado enérgicamente contra ella.

Francis Younghusband


Al salir del banco de hielo, una arriesgada experiencia que lo habría dejado considerablemente acobardado de no haber sido por las huellas de yeti, pues la tormenta había borrado gran parte de la ruta original señalada por los sherpas, Boyd remontó penosamente la ladera en dirección al riñón y al campamento I.

Esto será fácil, se dijo para sus adentros. Y muy diferente de las semanas que había pasado en la NRO como oficial de enlace de la CIA para el programa de recuperación del satélite, cuyo nombre en clave era Belerofonte. Aquello fue como buscar una aguja en un pajar. Peor aún. Recordó las quejas de uno de los analistas del despacho que supuestamente debían ponerle sobre la pista del pájaro caído:

– Es peor que encontrar una aguja en un pajar -había dicho el hombre-. Esto no es proverbial, es metafísico. Es como contar cuántos ángeles podrían ponerse en pie sobre la cabeza de un alfiler. Es un país del tamaño de Florida, con ochocientos kilómetros de montañas, la mayoría sin escalar, y valles enteros totalmente inexplorados. Mierda, sus fronteras estuvieron cerradas hasta 1951.

Boyd clavó su piolet en la nieve y se detuvo para darse un respiro. Que hubiera encontrado el satélite parecía ahora aún más extraordinario, sobre todo si pensaba en lo inadecuados que habían sido para la tarea los sistemas técnicos de los que tanto se vanagloriaba la NRO. Sonrió para sí mismo y miró en derredor para comprobar si había algún signo de persecución, pues dudaba de que Ang Tsering estuviese a la altura de esta labor. Pero el banco de hielo obstaculizaba su visión. Volvería a mirar cuando llegara a la cima del riñón del Machhapuchhare.

Aquello no era nada nuevo para él, tras haber conseguido lo que el director del personal de campo, Chaz Mustilli, había calificado de «hito en los resultados» en aquel tipo de operación.

Hito en los resultados. A Boyd le gustaba cómo sonaba. Cuando hubiera destruido el satélite, habría un nuevo hito. Tal vez incluso le dieran una medalla. Ciertamente, le pagarían una generosa prima y sería ascendido uno o dos grados. Si algo caracterizaba a la Agencia era su generosidad con sus efectivos cuando tenían éxito. Con el tiempo, cuando vieran la situación sobre el terreno tal como la veía él, sin duda entenderían por qué había sido necesario desobedecer la orden que había recibido y matar a uno de los científicos. Ésa era la clase de orden que sólo podía darse desde detrás de un escritorio de un despacho de Washington, no la que puede cumplirse sobre el terreno, si querías acabar el trabajo. Eso era lo único que importaba allí, y si no entendían eso, no tenían que estar al mando de esta misión, para empezar. Le mandaban allí con un arma en la mano, ¿qué esperaban? No tenía sentido tener un perro y menearle la cola uno mismo.

Siguió ascendiendo, lenta y regularmente, a una velocidad razonable, pero ni de lejos comparable a la de Rebeca. La carga de Boyd era muy ligera. Sólo su fusil, un detector manual de radiofrecuencias para ayudarle a localizar el satélite con precisión, varias cargas de explosivo plástico C4 y algunos detonadores, además del transceptor Satcom con el que llamaría al helicóptero que vendría a rescatarlo. Pero aun así, la escalada del Machhapuchhare era una experiencia dura, incluso catártica, que le hacía valorar la capacidad de la yeti, cuyas huellas se extendían nítidamente ante él como una serie de minúsculos cráteres sobre algún planeta frío y olvidado.

Qué lástima, pensó. Qué lástima que se envenenasen por los efectos del isótopo radiactivo dispersado por la explosión, como había dicho Warner. Pero él no veía otra alternativa. Si no destruía el satélite, alguien más (probablemente los chinos) podría encontrarlo y usar la información y la tecnología que contenía en contra de Estados Unidos. ¿Qué importaba la vida de unos cuantos simios, aunque fueran tan raros como el yeti, comparada con la seguridad nacional de Estados Unidos? En el CBA no había nadie que lo comprendiera. Tampoco había nadie en todo Washington que lo entendiera.

Empezaba a notar los efectos de la altitud. No era que le costase respirar, sino una sensación general de sopor que afectaba a sus piernas como una de las drogas de Jameson, hasta el punto de que tenía que obligarse a seguir ascendiendo cuando su cuerpo pedía un descanso. Y al cabo de un rato, consciente de que la duración de sus períodos de descanso era cada vez mayor, tuvo que disciplinarse y se obligó a dar cincuenta pasos más antes de permitirse descansar. Finalmente llegó a la cima y se desplomó en el campamento I tan agotado como si acabase de escalar el propio Machhapuchhare. Se arrastró hasta el interior de una de las tiendas, cerró los ojos y se quedó dormido con un sueño ligero.


El esfuerzo físico de la persecución ayudó a Swift a apartar de su mente el peligro que Boyd suponía para los yetis y para su propia persona. Durante un tiempo se reprochó haberse fiado de las apariencias y no haber desconfiado más de él desde el principio. ¿Era realmente geólogo? ¿Climatólogo? Parecía estar muy bien informado de lo que hacen estos profesionales.

También ella era consciente de la ironía de su situación. Del mismo modo que Jack y ella habían ocultado el auténtico objetivo de la expedición a sus patrocinadores, Boyd había disimulado sus verdaderas intenciones ante ella y todos los demás. No era de extrañar que estuviera tan bien equipado. Su proveedor era el Ejército de Estados Unidos. Y todo en nombre de la seguridad nacional y de un satélite espía desaparecido.

Pero no le parecía tan extraño que hubiera caído en el Himalaya. A ocho kilómetros al norte de Katmandu, cerca de la aldea de Budhanilkantha y el complejo amurallado que señalaba el antiguo emplazamiento, había un depósito de agua cóncavo donde yacía la estatua de cinco metros de longitud de un dios indio conocido como el Visnú Durmiente. Ya al verlo por primera vez, Swift se sorprendió de cuánto se parecía el Visnú Durmiente a un astronauta extraterrestre en animación suspendida criogénicamente. Ahora mucho más porque ella conocía la existencia de una nave espacial desaparecida. Era casi como si Visnú hubiera caído a la tierra desde el satélite estropeado.

A Swift le interesaba muy poco la religión, pero si hubiera creído que podría ayudarla a impedir que Boyd hiciera estallar el satélite y contaminase el valle escondido de los yetis, ella le hubiese ofrecido perfume, flores y una cesta llena de frutas a este dios durmiente, la menos sanguinaria de las principales divinidades védicas.

Recordando el destino que habían encontrado los cuatro sherpas en el banco de hielo, Swift se internó en el inestable laberinto de hielo y abismos diciéndose que no era el lugar adecuado para anteponer la prisa a la prudencia. El rastro de Boyd era bien fácil de seguir. También él había sido lo bastante prudente para pisar siempre que podía sobre las huellas que había dejado Rebeca. Swift deseaba encontrárselo debajo de un bloque de hielo desprendido o hallar algún indicio de que había desaparecido al caer en una grieta, pero en lo más hondo de su acelerado corazón sabía que debía esperar algo más de él. Boyd era un profesional. Probablemente una especie de agente de las Fuerzas Especiales bien entrenado en esta clase de terreno. No cometería un error evidente. Mientras que ella… no era nada más que una profesora universitaria. Sólo de pensarlo se sintió incapaz de realizar la tarea a la que se enfrentaba. Aparte de alguna ocasional excursión de esquí, lo más arriesgado que había hecho en su vida había sido entrar en un aula llena de atontados obsesos del sexo como Todd Bartlett. Imaginaba que su mejor oportunidad, quizá la única que le quedaba, era que Boyd no la estuviera esperando, que pudiera deslizarse hasta él mientras colocaba los explosivos y dispararle por la espalda. Matarle sería lo más fácil, después de que él había asesinado a sangre fría a Miles Jameson.

Avanzando por el helado y frágil paisaje, Swift se sintió sola como nunca se había sentido en la vida. Deseó poder recurrir a la radio de onda corta de su casco para mantenerse en contacto con el resto del equipo en el CBA, pues a pesar de haber perdido la radio principal, las unidades GPS, más pequeñas y menos potentes, todavía funcionaban. Pero eso sólo habría alertado a Boyd, que recibía en la misma frecuencia, de que ella le seguía. Por eso mantenía la radio en silencio y trataba de olvidar la posibilidad de que Boyd estuviera esperando al acecho para asegurarse de que no lo habían seguido.

Swift se dio rápidamente la vuelta con el corazón latiéndole desbocadamente cuando el micrófono encendido de su traje climatizado amplificó un sonido que se oyó a su espalda, y tuvo el tiempo justo de ver que una espectacular masa de hielo, del tamaño de una casa, se desmoronaba sobre el punto que ella acababa de dejar atrás. Sintió que un gélido escalofrío recorría su cuerpo al comprender lo cerca que había estado de morir. Permaneció inmóvil unos segundos, temblando en el interior de su traje y escuchando su propia voz, que le recordaba su milagrosa escapada. Has tenido una suerte bárbara, Swift, se dijo. Dios mío, ahora podrías estar debajo de todo ese hielo. Pero tienes que seguir adelante. No tienes elección, ¿o sí? Ya no puedes retroceder y cruzar eso. Será interesante en el viaje de vuelta.

Cuando interrumpió su nervioso monólogo, no se oía ningún ruido excepto algún crujido ocasional del glaciar a medida que el sol calentaba más. Después se volvió y emprendió la persecución de nuevo.


Boyd descendió por las cuerdas hasta el interior de la grieta y se detuvo sobre la cornisa. Percibía las cavernosas dimensiones del abismo, a su izquierda, una caída a plomo de varios cientos de metros que le hizo sonreír con respetuoso temor. Nunca le habían impresionado mucho las alturas. Desde fuera no estaba tan mal, pero dentro se sentía claramente encerrado y aislado. Como si ya estuviera en el ataúd. Un resbalón y sería cierto. Sería un salto al vacío sin paracaídas.

Empezó a andar arrimado a la pared, al principio lentamente, y comprobó que el suelo era más duro bajo sus botas provistas de crampones que en la superficie, cubierta de nieve. Ante él, la cornisa describía una curva y se perdía en las sombras como algo que él había visto una vez en una película de Tarzán. No era de extrañar que aquellos seres hubieran permanecido ocultos para el mundo exterior durante tanto tiempo.

El trayecto tenía un aire de esplendor gótico y, de no ser por el intenso frío, Boyd habría esperado descubrir que el camino estaba bloqueado por una tribu de pigmeos cazadores de cabezas en plena expedición. En otros puntos, la cornisa se estrechaba y él se veía obligado a avanzar de costado con la espalda pegada a la pared, como si fuera un agente de Wall Street planteándose el suicidio desde la azotea de un rascacielos el Viernes Negro.

Cuando la oscuridad aumentó, Boyd encendió la linterna de su casco y, poco después, un gran promontorio rocoso le obligó a avanzar paso a paso, con el pecho contra la pared, hasta rodearlo como una araña. Había que reconocerlo, de no ser por la certeza de que Jack ya había seguido la ruta con éxito, él jamás se habría atrevido a tomar un camino tan precario. Justo cuando pensaba que las cosas podían ponerse más difíciles, se quedó sin aliento por el pánico que le produjo el ver una figura netamente simiesca en la cornisa, frente a él. Era Rebeca, que le esperaba en la oscuridad para tenderle una aparentemente burda emboscada.

Momentáneamente acobardado, Boyd retrocedió, al tiempo que se descolgaba el fusil automático Colt, una versión de cañón corto y provista de mirilla telescópica del fusil reglamentario M16 Al estándar de calibre 5,56 milímetros. Tenía un alcance efectivo de casi quinientos metros, pero aun así Boyd deseó haber pensado en traer un visor de infrarrojos. Empuñó el arma, apoyó la culata en su hombro y abrió fuego cinco veces, con lo que le voló un brazo a la criatura, pero se llevó una decepción al ver que ésta no se precipitaba al vacío.

Decepción y luego desconcierto.

Transcurrieron un par de minutos antes de que Boyd se acercara lo suficiente para descubrir que había desperdiciado una munición de un valor incalculable con el cadáver congelado del ex compañero de escalada de Jack Furness. Boyd se maldijo en voz alta. Lo sabía, le habían explicado cómo Rebeca había cogido el anillo de Didier, tenía que haberse acordado. Se preguntó si tendría motivos para lamentar haber penetrado en el valle secreto de los yetis con menos de un cargador completo.


Swift apenas había llegado al final de las cuerdas y se mantenía en precario equilibrio sobre la cornisa medio congelada, contemplando la estrecha cinta de hielo azul que quedaba por encima de su cabeza, cuando oyó el retumbante sonido de disparos en la distancia.

En el interior de su mente, el tiempo transcurría con la regularidad de un metrónomo y, ansiosa por no desperdiciar unos minutos preciosos entreteniéndose a especular sobre el motivo de los disparos, empezó a avanzar inmediatamente por la cornisa.

¿Habría dado Boyd alcance a Rebeca? ¿Se habría revuelto ella contra él para atacarlo? ¿O le habría disparado él por puro placer? Ninguna de las tres posibilidades le parecía lo bastante convincente, y aún trataba de imaginar una cuarta cuando se acordó de Didier Lauren.

Swift comprendió que Boyd debía de haber cometido el mismo error que Jack: confundir el cadáver congelado del pobre Didier con un yeti que le esperaba al acecho en la oscuridad. Sonrió, consciente de que ya tenía una idea exacta de dónde se encontraba Boyd. Aún le llevaba una hora de ventaja, pero por lo menos estaba segura de que no le estaba tendiendo una emboscada.

Animada por su conclusión, apretó el paso, intentando transformar su repentino optimismo en energía. No se sentía valiente, pero no tenía mucho sentido preocuparse por el inmenso abismo de su derecha; no, sobre todo estando en juego toda una especie de primates, el descubrimiento antropológico del siglo. Sola en el mundo subterráneo de hielo y roca, avanzó con mayor rapidez, buscando una justificación para darse prisa cuando las condiciones y el camino le aconsejaban ir despacio, cada vez más enfadada consigo misma y con Boyd. Sabía que tendría que reprimir esa ira si quería apuntar a Boyd con su arma y apretar el gatillo.


En el CBA, Warner inspeccionaba los restos de la antena de radio que había dejado Boyd y sacudió la cabeza.

– Nunca conseguiremos arreglarlo -dijo-. Aparte de las radios individuales, estamos mudos. Boyd debe de llevar una radio más potente. Seguro que planea concertar su rescate por vía aérea o algo parecido.

– Uno de nosotros tendrá que bajar a pie hasta Chomrong -dijo Jack-. ¿Mac? ¿Te sientes capaz de andar? No deberías tardar más de un día o dos. Son sesenta kilómetros ladera abajo.

– Sin problema.

– Creo que hay un teléfono en el albergue del Capitán. Se puede pedir el helicóptero de Pokhara y hacer que venga por la mañana. Y traer a la Policía Real del Nepal de Naksal. No podemos seguir aquí sin hacer nada.

– Ya me voy.


– Mierda.

En la oscuridad de la grieta, Boyd escrutó el camino que debía recorrer. Llana durante un par de kilómetros, la cornisa se elevaba de pronto bruscamente dando la vuelta con la pared como si fuera una escalera de caracol, pero sin escalones.

Boyd clavó el piolet en la superficie de la pendiente y vio que el hielo estaba duro como el acero.

– ¿Cómo demonios subiste por aquí, Jack?

Golpeó suavemente la pared con un puño enguantado.

– Vamos, hombre, piensa. Tiene que haber una manera. Has llegado demasiado lejos para permitir que esto te detenga. Él lo hizo. Tú también puedes. Sólo es cuestión de imaginar cómo, nada más.

No había ninguna vía alternativa, eso estaba bien claro. Más allá de la pendiente, la cornisa se estrechaba hasta convertirse en una arista de roca fragmentada y finalmente la cara desnuda de la grieta. Se quedó sin saber qué hacer. No había ningún asidero evidente. Ni clavijas o tornillos que marcaran una vía de escalada. La pared era tan lisa como la superficie de su casco.

– Eres un escalador de narices, Jack, al menos eso te lo concedo.

Una vez transcurridos diez frustrantes minutos, la luz del casco de Boyd iluminó finalmente un crampón roto a cierta altura de la pendiente. Fue una señal tranquilizadora de que no se había equivocado. Jack había escalado la pendiente. El crampón roto era una prueba elocuente de que el viaje de regreso presentaría mayores dificultades. Presumiblemente, se dijo, los yetis conocían otra salida del valle escondido, quizá una ruta que les llevaba al otro lado de las montañas. Pero eso quedaba para el futuro. De momento aún tenía que llegar arriba. Se sentó a descansar mientras reflexionaba sobre el problema.

– Vamos, maldito imbécil -se aguijoneó-. ¿Quieres pasar la noche aquí? Vuelve a mirar, tiene que haber una forma de subir por ahí.

Alzó el piolet y aporreó el suelo, presa de la frustración. Entonces la vio: una abertura por detrás de la pared, no más ancha de unos cinco centímetros, una rendija vertical apenas lo bastante grande para servir de asidero, si tenías el valor de intentarlo. Tendría que escalar la pared con los dedos en la ranura como si fuera un equilibrista trepando por un rascacielos. No había otro camino.

Boyd se incorporó y tensó la correa del fusil Colt AR-15 a fin de evitar que se desplazara sobre su espalda. Después se aferró a la rendija y apoyó un pie calzado con crampones sobre la pendiente. Así tenía que haberlo hecho Jack. Una obra maestra del alpinismo. No en balde se decía que Jack Furness era uno de los mejores del mundo.

Bueno, él tampoco era manco. Había que ser bueno para sobrevivir a Demolición Subacuática Básica, el entrenamiento del SEAL. La semana infernal, lo llamaban. Submarinismo, seguido del cursillo de combate más duro del mundo, durante el que había que escalar las empinadas paredes recubiertas de madera habilitadas en la playa de San Diego. Trepar sin nada más que listones de cinco por diez centímetros atornillados a la pared desnuda. Eso requería mucha fuerza en los dedos y también en los tobillos. Si él pudo superar la DSB del SEAL, podía hacerlo todo.

En cuanto intentó las mejores técnicas, Boyd comprobó que era más fácil de lo que había imaginado. Pero era una paliza para sus dedos enguantados y, cerca de la cima, la manga de su traje climatizado se trabó en un saliente de la pared casi tan afilado como una navaja de afeitar, que le produjo un feo desgarrón.

Examinó los daños cuando llegó finalmente a terreno llano.

– Mierda.

Tendría que remendarlo o arriesgarse a una pérdida de calor importante, tal vez incluso mortal. Pero durante unos instantes accedió a quedarse impresionado por el nuevo paisaje: una enorme caverna, abierta por un extremo, del tamaño de la cúpula del observatorio de Houston. Justo la clase de lugar que Tarzán habría buscado en su empeño de encontrar algún tesoro.

Después se sentó recostándose en una de las gélidas paredes, abrió la unidad de control de su pecho y extrajo el compacto estuche del material de reparaciones.


Swift no se detuvo a observar el cadáver mutilado de Didier Lauren. El brazo, cercenado por debajo del codo, era confirmación suficiente de que su anterior teoría sobre los disparos era correcta. E incluso a través del sistema de acondicionamiento del aire de su traje pudo notar un inconfundible olor a pólvora. Se limitó a seguir adelante, a toda la velocidad que le permitían sus crampones, haciendo caso omiso de la fatiga que se iba apoderando de ella, con el sonido de su propia respiración dentro del casco por toda compañía.


Habían transcurrido treinta minutos.

Swift había llegado al lugar del que le había hablado Jack: el punto donde la cornisa se elevaba hasta terminar en la caverna. Ahora tenía que escalar. ¿Cuál era el término que había empleado Jack?

Bavaresa.

No era un nombre muy adecuado, reflexionó, para una técnica a todas luces tan ardua. Aquella palabra le traía a la memoria imágenes placenteras de unos días pasados en Baviera disfrutando de lo lindo; le era imposible asociar aquella palabra tan llena de agradables recuerdos a esa incómoda manera de escalar en cuclillas que Jack le había descrito y que amenazaba con obligarla a retroceder. Era una suerte pesar tan poco y, siendo una escaladora nata, o al menos de eso había intentado convencerla Jack, en diez o quince minutos ya había alcanzado la cima de la pendiente y entraba en la caverna que se prolongaba hasta el valle escondido y el bosque.

El panorama la dejó sin aliento.

Jack no exageraba. Era en efecto un lugar de aspecto mágico. Bien resguardado. Exuberante. El sitio perfecto para la especie más reciente y más tímida del mundo, si podía llamarse simio a un ser cuyo ADN apenas difería en un cero coma cinco por ciento del de los seres humanos. Swift ya no estaba tan segura. Lo único que sabía con certeza era que había que proteger al yeti, costara lo que costara. Sacó la automática de su cinturón y avanzó cautelosamente sobre el hielo fragmentado, en dirección a la salida de la caverna, que tenía una curiosa forma. Allí se detuvo y, agachándose pegada a la pared, escrutó el lindero de un bosque de rododendros gigantes y escuchó atentamente.

El bosque estaba en silencio. Sólo se oía el débil roce de las hojas y el gemido del frío viento del Himalaya que agitaba las copas de altos abetos. En una película que Swift había visto, basada en un libro de James Hilton, había un nombre para un lugar secreto como aquél: Shangri-La. Era verdad que no se veía ningún monasterio, y ciertamente el valle escondido no ofrecía perspectivas inmediatas de vida eterna. Ya sería mucho si sobrevivía durante las próximas horas, pero parecía y se presentía como un lugar especial.

Swift se quitó los crampones. A continuación, lentamente, se acercó a la línea de árboles.

El bosque permaneció en silencio.

Atisbo entre las hojas de los enormes rododendros. Después, sujetándose a una rama, empezó a descender por el suave desnivel y se internó en la tupida vegetación. Se movía furtivamente, consciente de que corría tanto peligro por los yetis a los que intentaba proteger como por el hombre que amenazaba con matarlos. Boyd ya había demostrado que no dudaría en utilizar su arma para defenderse de los yetis. Pero ¿y ella? Siguió avanzando, mirando constantemente a su alrededor y preparada para cualquier cosa, eso esperaba. No tenía miedo, al contrario, sentía un raro alborozo. La antropología nunca le había parecido tan emocionante.

Pero si esperaba encontrar el rastro de Boyd en el bosque, se llevó una decepción. No había indicios evidentes sobre la dirección que había tomado. Recordando una anécdota que le había contado Byron Cody sobre cómo perseguir gorilas de montaña en Zaire, se tumbó de bruces y empezó a arrastrarse entre el sotobosque. Las pistas visuales, le había explicado él, quedaban ocultas a menudo por la densa vegetación.

En el suelo había muy poca nieve, tan frondosa era la vida vegetal. Ante ella vio un breve túnel formado por un abeto caído cuyas paredes eran rododendros apiñados. Se internó entre ellos serpenteando, agradecida por la cobertura que le proporcionaban y confiando en que no se le rasgara el traje. Sabía que sin su calor protector no viviría mucho tiempo con aquella temperatura tan baja. Al llegar al final del túnel dejó de arrastrarse y escuchó.

Nada.

¿Dónde estaban los yetis? ¿Dónde estaba Boyd? ¿Habría conseguido llegar hasta allí?

Un fuerte olor, parecido al de un establo lleno de caballos, sólo que más acre e intenso, impregnaba la vegetación que se extendía ante ella. Notó que su nariz se fruncía por el asco en el interior de su casco. Era el mismo hedor que había olido en el cuerpo de Jack cuando el sirdar le sacó de la grieta, y Swift se preguntó si sería mucho más fuerte de no estar protegida en parte por el traje climatizado.

Miró en derredor en busca de excrementos, pues no sentía el menor deseo de encontrarse algo así debajo de su cuerpo mientras se arrastraba, y se sorprendió al no encontrar nada. Tardó unos instantes en adivinar la causa de aquel mal olor.

Miedo. Era el olor del miedo.

Si la anatomía de un yeti se parecía en algo a la de un gorila, sus zonas axilares contendrían varias capas de glándulas sudoríparas que serían las responsables de activar aquel sencillo pero eficaz medio de comunicación olfativa. Un yeti que siguiera el rastro de otro se tropezaría con su olor y reconocería el mensaje: cuidado, peligro cerca.

¿Era Boyd el peligro?

Con una creciente sensación de urgencia, Swift siguió arrastrándose hasta que, de algún punto situado en la distancia frente a ella, le llegó el inconfundible sonido de una serie de alaridos de yeti seguidos por un disparo.

Swift se puso en pie y echó a correr en esa dirección.

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