OCHO

Nada es tan costoso como los inicios.

Friedrich Nietzsche


La visita guiada al Pentágono es gratis y empieza cada media hora los días laborables entre las nueve y media de la mañana y las tres y media de la tarde, excepto los festivos. Se permite el acceso al edificio incluso a los extranjeros, siempre que presenten el pasaporte. En el pasillo llamado del Comandante en Jefe se puede admirar un modelo de un Stealth SR-71, un avión que, técnicamente al menos, sigue siendo un secreto. Era justamente este deseo de los militares de abrir su cuartel general al público y alardear de sus juguetes la causa de la aversión que él sentía por el Pentágono y el personal del Departamento de Defensa. O bien se tienen secretos o bien no se tienen. Cada vez que tenía que acudir allí a una reunión, esperaba siempre a que se abriese la puerta y que el guía uniformado entrase andando de espaldas (cosa que hacen siempre los guías para no perder de vista al rebaño de sus visitantes), seguido de un grupo de pueblerinos con los ojos abiertos y cara de bobos, masticando todavía los perritos calientes comprados en el puesto que hay en el centro del patio del Pentágono.

Perrins, de casi cincuenta años, parecía más bien un diseñador de ropa cara que el subdirector de Inteligencia, vestía un traje elegante y lucía una barba negra, dura y perfectamente recortada. Estaba sentado apartado de la mesa de la sala de juntas como si asistiera a una reunión del Comité de Reconocimiento Aéreo en calidad de observador.

Había muchos expertos uniformados, que decían todos lo mismo. La operación Belerofonte, los vuelos de reconocimiento de los U-2 por el subcontinente indio habían sido un fracaso y no habían aportado nada. Uno de los expertos, un general de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, no dejaba de repetir, machacón, una retahíla de excusas.

– A causa de la necesidad de economizar nuestros recursos, y a fin de obtener fotografías de calidad óptima en los vuelos de reconocimiento, decidimos que no saldría ninguna misión si la predicción del tiempo en aquella zona era que estaría cubierta en más del veinticinco por ciento. Por desgracia, el tiempo ha jugado en nuestra contra. Las fotografías tomadas en muchos de los vuelos no son aprovechables. No obstante, hemos podido obtener un mosaico moderadamente completo de la región, aunque sin resultado alguno.

»Señores, junto a los informes encontrarán ustedes una breve lista de las predicciones meteorológicas de la zona. Como pueden ver, estamos en pleno invierno y a pesar de la evidente gravedad de la situación, que requiere una acción inmediata, no puedo recomendar que se reanuden los vuelos de reconocimiento de los U-2 hasta, como mínimo, finales de febrero.

Cuando el general de las fuerzas aéreas se sentó por fin, Reichhardt dejó escapar un suspiro, se quitó las gafas de cristales ahumados, se pasó la mano por la calva como si acabaran de cortarle el pelo y le dio las gracias.

– Esperaba que esta reunión aportara datos que nos pudieran ser útiles -dijo hablando con calma-. Debo confesar que estoy un poco decepcionado por la falta de avances. Sin embargo, me imagino que todos sabíamos que, hiciéramos lo que hiciéramos, la responsabilidad última de esta operación Belerofonte iba a corresponderle a la CIA.

Perrins sonrió y se acercó más a la mesa.

– Belerofonte -dijo moviendo la cabeza-. Tal y como me indicaste, Bill, me informé sobre el mito y, puesto que la CIA va a asumir de todas maneras la responsabilidad de esta situación, creo que sería mejor que cambiásemos el nombre en clave. ¿Sabías que se llama carta de Belerofonte a los documentos que son peligrosos o bien perjudiciales para el que los entrega? Eso viene del hecho de que Belerofonte cayó de Pegaso cuando le picó un tábano al caballo. Ya te informaremos del nombre que nos dé el ordenador.

Los labios apretados de Perrins esbozaron una sonrisa, pues le causaba placer mortificar a Reichhardt. El director de la NRO ponía cara de haber descubierto que llevaba pegada una cosa muy desagradable en la suela de los zapatos.

– Desde luego, hemos estudiado diversas acciones que llevará a cabo el personal de campo -prosiguió Perrins-. Teniendo en cuenta el ruido de fondo constante en aquella zona, siempre hemos creído que, sea cual sea la acción que vayamos a emprender, ésta deberá realizarse de forma encubierta. Pueden estar tranquilos, en cuanto hayamos tomado una determinación sobre la línea de acción que vamos a seguir, la ejecutaremos sin vacilaciones. No me cabe ninguna duda de que encontraremos lo que buscamos.

Reichhardt, consciente de que era Perrins quien tenía ahora la sartén por el mango, asintió. Su departamento había fracasado. No tenía más remedio que tragarse la mierda que Perrins le ofrecía. Pero aun así sabía, a aquellas alturas, que el optimismo de la CIA sólo podía abordarse con pesimismo. Tal vez tuviera la posibilidad de meter un pie dentro de la Agencia, para que sus puertas no llegaran a cerrársele.

– Esperemos que así sea -dijo-. A ver. La próxima reunión de la COMOR está programada para mañana. Espero que puedas exponernos las líneas de acción en las que has pensado.

– Bill, ¿qué te parece si te llamo -le preguntó Perrins- en cuanto tengamos el menú a punto y pueda leértelo?

– Sí -respondió Reichhardt con la cara descompuesta; veía con claridad que Perrins estaba disfrutando de lo lindo-. No dejes de hacerlo.


– No lo haría ni borracho -se dijo Perrins una vez en el coche, de camino hacia Langley.

El cuartel general de la CIA no tenía nada que ver con el del Pentágono. Era un edificio sin complicaciones, moderno, blanco y de siete pisos que se hallaba en un entorno idílico, entre árboles y amplias extensiones de césped. Lo que atrae a los turistas a Langley es el placer de navegar por el Potomac, alguna extraña manifestación ante la CIA en el paseo George Washington y tal vez la Burbuja.

La Burbuja es un auditorio en forma de cúpula, que sólo en apariencia es un edificio aislado, porque, en realidad, está conectado al cuartel general a través de un túnel subterráneo. Aquí se permite a las personas que no tienen autorización formal para acceder a información secreta ponerse en contacto con el personal de la Agencia. El jefe de Perrins había jurado su cargo en la Burbuja ante un juez del Tribunal Supremo. En los años setenta, la televisión entró en la Agencia por primera vez y justamente fue en la Burbuja donde se grabaron los documentales que se emitieron en los programas «60 Minutes» y «Good Morning America».

Solamente se permite el acceso a este pasillo secreto y la entrada al corazón del cuartel general de la CIA a un corto número de periodistas. Perrins iba a reunirse con uno de los privilegiados que se contaba entre ellos.

Brindley, que había sido corresponsal en el extranjero de varios periódicos y diversas cadenas de televisión antes de incorporarse al National Geographic, siempre había gozado de una estrecha relación con la CIA. Al principio era una relación informal y se reducía a conversaciones esporádicas sobre temas de interés mutuo. Pero con el tiempo se habían estrechado los vínculos y Brindley aceptó recabar información para la Agencia y facilitarle personal especializado.

Como periodista, Brindley había sido siempre un hombre de acción, el típico reportero que se marcha sin pensarlo a lugares remotos e inaccesibles, y que arriesga a menudo la vida. Era de los que se unía a las expediciones que iban a escalar montañas jamás escaladas o a adentrarse en selvas impenetrables. Cuando se incorporó al National Geographic, lo hizo en calidad de editor jefe de la sección de expediciones.

Brindley era un cuarentón en plena forma física, aunque padecía un glaucoma crónico que le había obligado a abandonar su vida errante. Al principio se reunía con su antiguo condiscípulo de Yale en la Burbuja y después en el despacho de Perrins, que se hallaba en la séptima planta, donde estaban todas las oficinas de los directivos de la CIA. Con vistas al río, las fotografías del viejo equipo de los Orioles colgadas en las paredes y montones de hojas impresas en ordenadores sobre el suelo enmoquetado, el despacho era sólo un poquitín menos destartalado que el resto del edificio.

Los dos hombres intercambiaron palabras intrascendentes mientras Brindley abría un maletín de piel inglés y extraía un ejemplar de la famosa revista en cuya portada figuraban los familiares márgenes amarillos. En la del ejemplar que cogió Brindley se apreciaba una fotografía borrosa de una góndola.

– ¿Te interesa Venecia? -preguntó Brindley, que arrojó la revista encima del escritorio.

– Desde el punto de vista profesional, no -sonrió Perrins.

– Pues a mí no me gusta nada. No sé, me parece una ciudad claustrofóbica. Exhala podredumbre, da la sensación de contener agentes infecciosos.

– ¿Qué dijo Henry James de Venecia? Es del todo imposible decir algo original sobre la ciudad. -Al sentir que Brindley había comprendido su comentario malicioso, sonrió sádicamente-. Pero no desfallezcas, tal vez algún día se te ocurra algo nunca dicho.

– Cabrón. No tengo ni idea de lo que le gusta leer a la gente. Me imagino que mayormente cosas sobre parques nacionales.

– Bueno, Dunham, hay que reconocer que normalmente tú sí sabes qué te gusta leer. Y es por eso por lo que estás aquí, ¿verdad?

Brindley hizo un gesto afirmativo con la cabeza con los ojos clavados en la revista.

– «Entre bastidores.» En la página seis o siete. Es una sección nueva, una idea del editor. Historias divertidas, a veces inverosímiles, de los miembros del equipo de la revista, y también de colaboradores, sobre experiencias que han vivido mientras trabajaban. Para serte franco, me parece una gilipollez.

Perrins pasó las páginas.

– Tragedia en el Himalaya del «trepador de rocas» -dijo de pronto Brindley, echando una ojeada a una fotografía que mostraba a dos alpinistas, y empezó a leer en voz alta la breve reseña que había escrita debajo.

– «Jack Furness, el "trepador de rocas" más grande de Norteamérica, abandonó su proyecto de escalar los catorce picos más altos del Himalaya y regresó a California, donde vive, después de la trágica muerte de su compañero de cordada, el alpinista canadiense Didier Lauren. Lauren y Furness formaban un equipo de escaladores de fama internacional cuyas primeras ascensiones en ensemble ligeras, sin parangón en la historia del alpinismo, fueron una fuente de inspiración para toda una generación de escaladores de estilo clásico norteamericanos. Furness y Lauren, que habían obtenido dos subvenciones de investigación de la NGS, escalaban la vertiente suroeste del Annapurna cuando les sobrevino la catástrofe.»

Perrins lanzó un suspiro y alzó la vista.

– ¿A qué viene esto, Dunham?

– Sigue leyendo -insistió Brindley.

Perrins leyó el resto del artículo en silencio. Cuando terminó, asintió con la cabeza.

– Podría ser -admitió.

– Se encuentra aquí, en Washington. Se aloja en el Jefferson.

– ¿En el Jefferson, dices? -Perrins parecía impresionado-. Yo hubiera dicho que un tipo acostumbrado a estar tanto tiempo al aire libre como él estaría más a gusto en un Howard Johnson.

Brindley negó rotundamente con la cabeza.

– Furness es una celebridad.

– Será por eso que nunca he oído hablar de él.

– Se escriben libros sobre él. Los directores de cine lo llaman. Hizo de doble de Stallone en una película, se encargó de todas las escenas peligrosas. Ha ganado muchísimo dinero. Estudió en la Universidad de Oxford con una beca Rodhes.

– Eso, Dunham, no significa nada de nada. También a Clinton le concedieron una beca Rodhes.

– Sólo quiero que entiendas que no es ningún memo que apeste a humo de hoguera de campamento.

– De acuerdo, de acuerdo, es Gore Vidal. ¿Y qué hace en Washington?

– Presentar una solicitud para una subvención. Él y una antropóloga llamada Stella Swift quieren volver al Santuario del Annapurna a buscar fósiles.

– Santo cielo. ¿Es que no leen los periódicos? En cualquier momento puede estallar la guerra en el Punjab.

– Pero el Punjab está a tres o cuatro mil kilómetros.

– Muy cerca si resulta que estalla una guerra nuclear.

– Por eso mismo deberías ser consciente de lo valiosos que son para ti, Bryan. No hay muchas personas dispuestas a pedir dinero para irse al escenario de una posible contienda armada.

– Entendido: la presencia de una expedición científica en aquella zona sería para nosotros la tapadera ideal.

– Las solicitudes de subvención se dirigen al Comité de Investigación y de Exploración. Está integrado por unas dieciséis personas. Cada una de ellas escribe una crítica de la solicitud y la evalúa según una clasificación que va de excelente a pobre. Una vez leídas las críticas, se hace un promedio de los resultados de las evaluaciones y se concede o no la subvención. Sobre el papel, su solicitud no tiene pegas. Cosa que me recuerda…

Brindley cogió el maletín y extrajo un documento encuadernado y grueso como el guión de una película. Lo dejó sobre la mesa, encima de la revista, y volvió a reclinarse en el sillón.

– Te he traído una copia. Yo no formo parte del comité, y éste es el problema. Por lo que me han dicho, no han aprobado la solicitud.

– ¿Y por qué no?

– Andan algo escasos de dinero, y por eso la cantidad destinada a este tipo de investigaciones es ahora muy pequeña. Me temo que no hemos tenido más remedio que apretarnos el cinturón.

Los ojos inteligentes de Perrins repararon en el cinturón de piel carísimo que su interlocutor llevaba ajustado a unos pantalones de un traje Brook Brothers, y sonrió imperceptiblemente. Junto a la hebilla de latón se veía en la piel del cinturón un trozo más oscuro, claro indicio de que Brindley, de grueso vientre, había tenido que aflojárselo.

– Ya entiendo -dijo Perrins secamente mientras cogía la pluma estilográfica-. ¿Y quién está en el comité? Tal vez podamos conseguir que cambien de decisión.

– Brad Schaffer. Es amigo mío. Ya lo conoces. Creo que si le contamos cuál es la situación, nos podrá ayudar.

– ¿Te refieres a que nos ayudará si le contamos la verdad? ¿O te refieres más bien a que nos ayudará si le contamos lo que nos convenga a nosotros, sin necesidad de poner en peligro la seguridad transmitiendo información confidencial?

– Me refiero a que podemos convencerlo contándole lo que sea.

– Tal vez. ¿Y los demás?

– En la revista viene una lista de los nombres de todos ellos. Es un «Quién es Quién» internacional. Dicho en pocas palabras, los del Consejo de Administración se encargan de conseguir dinero, y muchas veces lo ponen de sus propios bolsillos.

Perrins hojeó su ejemplar del National Geographic hasta que encontró una página completamente llena de nombres. Eran los nombres de personas relacionadas con la revista o la sociedad. Muchos de ellos figuraban en el Consejo de Administración y las compañías a las que representaban le eran familiares. Uno de los nombres le llamó la atención.

Joel Beinart, que, entre otros cargos, desempeñaba el de presidente de la Corporación Semath.

– El conglomerado de electrónica. Sí, ya lo conozco.

– Yo también -dijo Perrins-. Fue secretario de Comercio. Trabajamos juntos en muchas ocasiones. Comercio escogía con frecuencia un país o un área de actividad financiera y luego nos pedían a nosotros que les mandáramos informes sobre los hombres de negocios apropiados. Beinart ha mostrado siempre mucha comprensión hacia los objetivos de la Agencia. Tal vez él pueda proporcionarnos una tapadera. Organizar lo que los rusos llaman «una operación conjunta». Con una inyección de dinero del gobierno a través de la Semath, Schaffer podría convencer a los del Comité de Investigación y de Exploración para que cambiaran de parecer.

– Mira que hace años que te conozco, Perrins, y todavía me sorprendo cuando te oigo expresar mis propias ideas como si las hubieras parido tú.

– Calla -sonrió Perrins-. Por cierto, ¿qué cuesta montar este tipo de expedición?

– Esto consta en la solicitud de la subvención -respondió Brindley-. Si la memoria no me falla, creo que querían una cantidad que rondaba los setecientos cincuenta mil dólares. Sin contar con lo que aporten los patrocinadores privados.

– No van a tener tiempo de encontrar patrocinadores -afirmó Perrins-. Tres cuartos de millón, ¿eh? ¿Sabes lo que esta cantidad representa para el presupuesto de Defensa de 1996?

Brindley se encogió de hombros.

– Pues te lo digo. -Con una mueca de colegial en el rostro, Perrins se puso a teclear números en su ordenador-. Cerca de dos minutos.

– Ya me figuraba que sería algo irrisorio.

– ¿Qué puedes decirme de este tal Furness? -preguntó Perrins-. ¿Crees que podremos hacerlo nuestro?

– Supongo que sí. Hizo un anuncio publicitario de unos bonos muy turbios para la televisión, así que no debe de ser hombre de principios.

– ¿Y ella?

– No sabría decirte. Me parece que es australiana o inglesa. Algo así.

Perrins se inclinó hacia adelante y pulsó un botón del interfono.

– Connie, ¿puedes traerme los expedientes de…? -Echó una ojeada a la solicitud de la subvención y leyó los dos nombres que figuraban en la portada-. De un tal Furness. F-U-R-N-E-S-S. Y de una tal doctora Stella Swift, se deletrea como el pájaro, de la Universidad de California, de Berkeley. Oh, y pregúntale a Chaz Mustilli si puede venir a verme aquí al despacho. Gracias, Connie.

Soltó el botón, hojeó la solicitud que tenía ante él y echó una rápida ojeada a los objetivos de la expedición que constaban en ella.

– Fósiles humanos, ¿eh?

– Paleoantropología -dijo Brindley asintiendo con la cabeza-. ¿No has oído hablar de ella? Es la nueva religión.

– La gente tiene que creer en algo -comentó Perrins encogiéndose de hombros-. Si tengo que serte franco, yo soy incapaz de imaginarme a un Dios que prefiere ir a misa que ir al cine.


– No salgamos esta noche -dijo Swift-. Quedémonos a cenar en el hotel.

Estaba viendo el telediario.

– Pero si ayer cenamos aquí -protestó Jack-. ¿No prefieres que vayamos a otro sitio?

– No me apetece ir a ningún lado. Lo único que me apetece es quedarme aquí y compadecerme de mí misma.

– Bueno, si es eso lo que quieres.

– Mierda. ¿No te parece increíble?

– ¿Qué?

Swift señaló la televisión.

– Las noticias -dijo abstraída-. El secretario de Estado ha logrado convencer a los indios y a los pakistaníes de que se abstengan durante tres meses de pasar a la acción.

– ¿Y qué hay de malo en ello? -preguntó Jack, extrañado.

– Nada -respondió Swift encogiéndose de hombros-. Sólo que tres meses nos hubieran venido de perlas para ir al Nepal y poder salir del país sin problemas.

– Tres meses es lo que lleva, como mínimo, preparar la mayoría de las expediciones -comentó Jack.

– Ésta no tiene nada que ver con la mayoría de las expediciones. Bueno, tenía.

Swift le besó en la mejilla.

– Voy a bañarme, Jack.

– ¿No puedo quedarme y mirarte?

Ella se rió flojito, azorada. Había veces en las que Jack tenía salidas de colegial. Pero desde que volvía a acostarse con él, había caído en la cuenta de lo mucho que lo había echado de menos, aun sin saberlo.

– ¿Por qué no nos vemos luego en el bar?

– La verdad es que me sentaría bien tomarme una copa -reconoció Jack-. Detesto los comités. -Sacudió la cabeza con rabia-. No lo entiendo, no entiendo por qué nos la han denegado.

– Pero ¿qué dices? Si tú me advertiste de lo difícil que lo teníamos. -Swift se encogió de hombros con garbo-. Además, me la han denegado a mí. A ti te han dicho que, si lo deseas, puedes volver y escalar todas las cumbres que te quedan por escalar.

– Esto no es lo que yo quiero. Ya no.

– Bueno, todavía nos queda la Fundación Nacional de la Ciencia. En el comité de selección está Warren Fitzgerald. Es el decano de la Facultad de Paleoantropología de Berkeley.

– Conque para hacer carrera no importan tanto los conocimientos como los conocidos, ¿eh?

– De hecho, los conocidos tampoco. Sólo con quién te acuestas.

– No lo dirás en serio.

Swift se echó a reír.

– Es un poco así. Me parece que, desgraciadamente, en estos momentos los de la Fundación no andan precisamente boyantes.

– Ya encontraremos quien nos financie. Ya verás. A lo mejor conseguimos dinero de un periódico o de una cadena de televisión. Seguro que hay muchísima gente dispuesta a embarcarse en una aventura como ésta. Si pudiéramos contarles la verdad, si pudiéramos decirles cuál es en realidad el objetivo de la expedición…

– Ni hablar -dijo Swift con firmeza-. No nos conviene nada que los medios de comunicación metan sus narices en esto antes de que nos hayamos puesto en marcha. No hay que abandonar el plan inicial. Ni una palabra sobre la posibilidad de que Esaú esté vivo. ¿De acuerdo?

– Sí, tienes razón.

Swift hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y se fue hacia el cuarto de baño.

– Nos vemos abajo.


El salón del Jefferson parecía el salón de una casa del siglo xviii. Encima de la chimenea de mármol verde y blanco, en la que chisporroteaba un tronco muy grande, había un retrato de Thomas Jefferson, que aparecía junto a su perro, un lebrel blanco de carreras que husmeaba la mano de su amo.

Jack se sentó en una gran butaca, pidió un whisky al camarero y se repantigó para contemplar el fuego a sus anchas. El viento huracanado azotaba las ventanas con tal furia que lo transportó al Himalaya. En las noches frías como aquélla se alegraba de estar recogido. La comida de Virginia del chef del hotel, que gozaba de gran fama, era justo lo que más le apetecía. Cuando le sirvieron la copa, la cogió entre las palmas de las manos y estuvo un buen rato así, sin bebérsela. Después la apuró y pidió otra lamentando no haber cogido un buen libro o una buena revista, porque Swift tenía la costumbre de pasarse horas en el cuarto de baño. Como casi todas las mujeres.

– ¿Señor Furness?

– ¿Hum?

Jack alzó la vista, que tenía clavada en la lumbre, y vio ante sí a un hombre de elevada estatura, ataviado con un blazer muy conservador que parecía de una talla ligeramente superior a la suya, a pesar de lo cual su aspecto era el de una persona en plena forma física.

– Espero que me disculpe por haberle interrumpido, señor -se excusó el intruso, quien, señalando a una butaca, preguntó-: ¿le importa que me siente?

Jack lo invitó a tomar asiento y leyó la tarjeta de visita que le había dado.

– «Jon Boyd, director, Instituto de Investigación Alpina y Ártica.» ¿Qué puedo hacer por usted, señor Boyd?

El camarero llegó con la copa de Jack, y Boyd le entregó su tarjeta de crédito, le pidió un Daiquiri y le dijo que le cobrara las dos copas. Al estirar los brazos para acercar sus manos al fuego, Jack advirtió que tenía grabado en la piel un impresionante tatuaje. Por su pelo cortado al rape, su mandíbula cuadrada y su bigote corto, Boyd le recordaba un clon gay de los que todavía podían verse en el barrio Castro de San Francisco. Dejando a un lado el blazer, que parecía lo que se ponen los militares cuando no están de servicio.

– Lo malo de la madera es que no contiene mucho calor -gruñó, y acto seguido cambió bruscamente de tercio-. Para serle franco, he venido porque espero que pueda usted ayudarme.

– ¿Ah, sí? ¿En qué puedo yo ayudarle?

– Soy geólogo -explicó Boyd-. Pero desde hace un tiempo me dedico a la meteorología. ¿Tiene usted nociones de climatología, señor Furness?

– En mi trabajo no tener nociones de meteorología puede costarte la vida -repuso Jack-. Me temo que es un tema recurrente en la conversación de la mayoría de los alpinistas. Aprendes a mezclar unos cuantos conocimientos teóricos con la infinidad de situaciones reales que te brinda la experiencia. Pero, en gran medida, es sólo cuestión de escuchar los pronósticos de los partes meteorológicos que dan por la radio. Yo soy un experto en escuchar partes meteorológicos.

– ¿Le dice algo el término katábico?

– Es un viento que se forma cuando el aire frío de un terreno de gran altura se condensa lo suficiente para escurrirse hacia abajo, ¿no?

– Exacto.

– Sé lo bastante de este fenómeno como para ser consciente de que no hay que acampar nunca en el fondo de un valle ni en depresiones, si se quiere pasar una noche tranquila -aclaró Jack.

– En la meseta antártica estos vientos alcanzan a veces velocidades tremendas -comentó Boyd-. Y como consecuencia se llevan la nieve recién caída. Por eso he venido: la nieve y el hielo. Mire, yo estoy especializado en la investigación de los factores climáticos que afectan a la conservación de la nieve.

El camarero volvió con las copas, y los dos hombres se quedaron mirando los vasos un momento, en silencio.

– ¿La nieve? -Jack hizo un esfuerzo por simular interés, aunque estaba ya arrepintiéndose de haber sido tan tolerante con aquel intruso-. ¿Qué interés puede tener alguien en conservar la nieve?

– La nieve y el hielo. En concreto, el efecto del calentamiento global de grandes capas de hielo.

Jack gimió para sus adentros. Un fanático de la ecología, justo lo que más le podía entusiasmar. ¿Dónde diablos estaba Swift?

– Hemos llevado a cabo la mayoría de nuestras investigaciones en la península y en las islas de la Antártida. Esperamos poder llegar a determinar cuáles serán las consecuencias de la amenaza del devastador efecto invernadero. La información que se tiene es, para ser sinceros, muy contradictoria. La capa de hielo de Groenlandia es cada vez más gruesa. Y ha aumentado la cantidad de nieve de los polos. Sin embargo, el clima sigue indicando que el derretimiento del hielo se acelera.

Jack echó una ojeada al reloj.

– En un momento dado, hace entre cinco y diez mil años, el nivel del mar subió rápidamente a consecuencia de la desaparición de capas de hielo en todo el planeta. Después bajó considerablemente. En la actualidad estimamos que el nivel del mar sube de forma acelerada: dos milímetros por año.

– Es fascinante, señor Boyd -observó Jack reprimiendo un bostezo-. Pero no veo qué tiene esto que ver conmigo.

– Esto es algo que nos afecta a todos -repuso Boyd.

– Lo que he querido decir es…

Boyd levantó una mano y le atajó.

– Es muy probable que la fusión de los glaciares sea una de las causas de este fenómeno.

Jack aguzó los oídos. Los glaciares. Ahora veía qué pintaba él en todo aquello.

– La cuestión es: ¿en qué medida? ¿En qué medida influye la fusión de los glaciares en el aumento del nivel del mar y en qué medida lo hacen las masas de hielo flotante? Por esta razón deseo ir a la cordillera formada por las montañas de mayor altura del mundo. Tengo que ir al Himalaya a llevar a cabo una urgente investigación.

– Por fin conectamos -dijo Jack.

– Washington es un lugar pequeño, señor Furness. Cuando me enteré de que había usted solicitado una subvención con el fin de organizar una expedición al Himalaya, me dije que me pondría en contacto con usted para convencerle de que me permitiera participar en ella en calidad de invitado, aunque colaborando yo en todos los gastos. Yo no quiero escalar. No señor, eso es algo que no me dice nada. Sólo deseo poder realizar unos experimentos geológicos. En concreto, lo que me propongo es efectuar unas perforaciones en el hielo, recoger muestras de sondaje del glaciar y ese tipo de cosas. Francamente, la situación política en el subcontinente indio no invita a nadie a ir allí. No hay muchas personas como usted.

Jack intentó interrumpirle para comunicarle que la expedición no iba a realizarse, pero Boyd no se dejaba cortar.

– Ciertamente no hay nadie que conozca el Himalaya tan bien como usted, señor Furness. Nadie mejor que usted para montar esta clase de expediciones. Por eso…

– Siento defraudarle, señor Boyd, pero me temo que nos han denegado la subvención. -Jack se encogió de hombros-. Nos acabamos de enterar.

– No. -Boyd parecía indignado de verdad-. No me lo puedo creer. ¿Cómo pueden denegar una subvención al mejor alpinista del país?

– Es usted muy amable al decir eso, pero esta vez no se trataba de organizar ninguna escalada. Íbamos en busca de fósiles. Pero ahora qué más da.

– ¿Qué puedo decirle? Entonces tendré que ir solo. Lo siento de veras. Estaba plenamente convencido…

– Nada, olvídelo. Y que tenga usted mucha suerte.

Se estrecharon la mano para despedirse y en aquel momento apareció Swift en el salón. Parecía muy entusiasmada. Jack echó una ojeada al reloj, enojado.

– No puedes imaginarte lo que ha ocurrido -dijo sin mirar a Boyd.

– Ya me figuro que ha sucedido algo, con la de horas que has estado en la habitación -respondió Jack, e intentó presentarle a Boyd, pero Swift estaba tan nerviosa que ni siquiera escuchaba.

– Justo cuando iba a salir ha sonado el teléfono. Era Brad Schaffer. ¿Te acuerdas de él? Es miembro del Comité de Investigación y de Exploración. Llamaba desde un despacho de la National Geographic.

– ¿Que estaba en el despacho? ¿A estas horas?

– En vista de que los indios y los pakistaníes han llegado al acuerdo de dejar pasar un período de reflexión de tres meses, unos cuantos miembros han reconsiderado su decisión previa. ¿Y sabes qué? Pues que han decidido concedernos la subvención.

– Es fantástico.

Jack hizo una extraña mueca y miró a Boyd.

– Swift, te presento a Jon Boyd. Señor Boyd, le presento a la doctora Stella Swift. Pero no se le ocurra llamarla Stella.

Boyd volvió a sacar una tarjeta de visita y se la dio a Swift.

– El señor Boyd es geólogo y climatólogo. Esperaba sumarse a nuestra expedición, aunque sin participar en ella y compartiendo los gastos.

Mientras Jack hablaba, Swift leyó la tarjeta y la giró con los dedos como si quisiera hacerla desaparecer; luego la arrojó sobre la mesa como se arroja en la papelera un papel inservible. Atrajo sin ninguna dificultad la mirada del camarero y pidió una botella de champán.

– Me apetece celebrarlo -se limitó a decir antes de sentarse.

Jack asintió.

– ¿Qué les ha hecho cambiar de parecer? ¿Te lo han dicho?

– Han conseguido un poco de dinero que no esperaban conseguir. A uno de los miembros del comité, Joel Beinart, nuestra solicitud le impresionó mucho, aunque no pudo decirlo en la reunión. Y cuando negociaron este período de reflexión de tres meses, lo interpretó como una señal. El caso es que ha sido él quien ha ofrecido el dinero. El dinero de su compañía, la Corporación Semath. Aunque ha puesto una pequeña condición. Algo relacionado con los impuestos, con el año fiscal, no sé qué. Concede la subvención sólo con la condición de que el dinero se utilice lo antes posible, porque así la compañía puede deducir la aportación por donativos y sumas destinadas a obras de caridad en la declaración de renta.

– ¿Lo antes posible? ¿Cuánto tiempo nos da?

– Hasta finales de mes.

– ¿Hasta finales de mes? -Jack soltó una carcajada-. Faltan menos de quince días para finales de mes, Swift, y organizar una expedición de estas características lleva tiempo. Mucho tiempo. ¿Quince días? Es totalmente imposible tenerlo todo listo en quince días.

– Venga, anda, Jack. Poder es querer.

Los ojos de Jack revolotearon por la sala y de pronto se quedó mirando fijamente el retrato de Thomas Jefferson. Lanzó un suspiro.

– Como dijo Jefferson, el error es preferible al retraso. ¿A qué vienen tantas prisas?

Swift se encogió de hombros.

– Los contables sólo piensan en el plazo para presentar la declaración de renta. Incluso nos facilitan más dinero del que habíamos pedido, Jack. Un millón de dólares. Por no hablar de la cantidad de prendas, aparatos y dispositivos nuevos que quieren que probemos. Además, no podemos perder de vista que el período de reflexión que han acordado acaba dentro de tres meses. Si pudiéramos sacar partido de este acuerdo entre la India y Pakistán, nos sería mucho más fácil convencer a otros científicos para que vinieran con nosotros.

Llegó el camarero con el champán. Swift brindó por las buenas noticias.

– Yo preferiría… -comenzó a decir Boyd, cauteloso-. Si ustedes aceptan que me una a la expedición, claro. Por supuesto, colaboraría en los gastos. Y llevaría muchísimos aparatos y utensilios nuevos que ya hemos probado en la Antártida. A mí me iría bien que partiéramos cuanto antes. Dentro de doce semanas hay una cumbre sobre el control climático en Londres. No sé cuál es su opinión sobre los combustibles fósiles, pero mi compañía se opone a que la comunidad internacional no tome medidas para reducir las emisiones de gases que son la causa del efecto invernadero. Como mínimo hasta que se haya logrado establecer cuánto CO2 puede absorber la atmósfera sin peligro de que se produzca un cambio climático catastrófico.

– ¿Y eso se puede hacer en el Himalaya? -preguntó Swift.

Boyd le explicó su interés por recoger muestras de sondaje de los glaciares.

– Es vital obtener unos datos que sean lo más exactos posible, de lo contrario acabaremos por comprometernos en la consecución de objetivos innecesarios que con casi toda seguridad tendrán un efecto negativo en el crecimiento económico norteamericano.

– ¿Y si los datos que obtiene usted no confirman las teorías de su instituto? -preguntó Jack-. ¿Qué ocurrirá entonces?

– Para serle honrado, eso no soy yo quien tiene que decirlo. Yo soy sólo un científico, Jack. Algún día los gobiernos tendrán que poner fin a las emisiones de CO2. Y cuando lo hagan, saben que va a ser una medida impopular. Impopular es poco. No hay ningún político que quiera demorar hasta el último momento la adopción de medidas impopulares.

– Me imagino que funciona así -intervino Jack-. ¿Pero quince días? ¿Tiene usted idea, o tú, Swift, del tiempo que hace ahora allí?

Jack apuró la copa de champán, pensativo, antes de seguir hablando.

– Dejando a un lado los efectos de la altura, tendremos que soportar vientos fortísimos, temperaturas tan bajas que ni siquiera se registran y menos de siete horas de luz al día. No son precisamente las condiciones ideales para realizar una expedición científica.

Boyd se encogió de hombros.

– Pido disculpas si lo que voy a decir suena como si yo quisiera competir con usted, a ver quién lo ha tenido más crudo, pero la verdad es que mi viaje a la Antártida no fue lo que se llama una excursión de colegiales que se van a pasar el domingo al campo. Y como ya he dicho, el instituto va a mandar los instrumentos, aparatos y prendas más modernos. Algunos de los que utilizamos nosotros en el polo fueron elaborados y diseñados por la NASA. Son el último grito.

Swift hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

– Yo no pongo ningún inconveniente, señor Boyd. ¿Qué dices tú, Jack?

Este último miró absorto su copa vacía y asintió, sombrío.

– Por más piezas que se lleven, nunca se llevan bastantes. Las cosas se tuercen. Ocurre lo imprevisto. En un lugar como el Himalaya todo esto sucede. ¿Conque un equipo de la NASA que es lo último de lo último? Puede estar usted seguro de que lo vamos a necesitar. Porque en invierno el Himalaya es un lugar tan frío e inhóspito como… como la superficie de Plutón.


Jack tamborileaba con los dedos sobre la mesa.

Cuando Boyd se fue por fin del hotel, él y Swift se sentaron a una mesa del comedor y cenaron espléndidamente. Habría podido disfrutar más de aquellos platos exquisitos si no le hubiera preocupado tanto el hecho de no hallar una explicación verosímil al súbito cambio de decisión del comité. Aquella pregunta sin respuesta le atormentaba insidiosamente como un persistente dolor de muelas.

– Encuentro tu actitud muy perversa -le dijo ella-. Hemos conseguido el dinero e incluso un margen de tiempo.

Jack gruñó, estupefacto.

– Me refiero al período de reflexión de tres meses. ¿Qué más queremos? Nos han regalado un coche envuelto con un lazo de color de rosa y tú vas y quieres revisar los neumáticos.

– Alguien tiene que hacerlo si queremos evitar accidentes.

– No veo por qué.

– Las compañías no sueltan un millón de dólares así por las buenas. Hay gato encerrado.

– Pero si ya te lo he dicho, es sólo que les ha interesado nuestra propuesta.

– Tú serías capaz de aceptar una subvención fueran cuales fueran las razones por las que te la concedieran. Si Jimmy Hoffa se presentara con un maletín lleno de billetes, no le harías ni una pregunta. ¿Tengo razón o no la tengo?

A Swift le divertía aquella conversación.

– Puede.

– ¿Quién es aquí el perverso, entonces? ¿No hay una parte de ti que desee saber la verdad de todo esto? ¿Cómo te puedes lanzar así, sin ninguna cautela?

– Muy bien, pues. Explícame por qué debería desconfiar. ¿Es porque alguien se imagina que el verdadero objetivo de la expedición es que vamos en busca de un yeti? Si acaso, lo que pienso es que, si realmente lo creyeran así, esto sería una causa para no darnos un millón de dólares, ¿no lo ves tú así? ¿Qué indicios tenemos para desconfiar? Por favor, Jack, me gustaría que me contestaras.

– Me huelo que hay gato encerrado. Me lo huelo, pero no puedo explicarlo.

– No pones mucho empeño en ello, que digamos. Soy científica. Necesito algo más que una impresión inexplicable, Jack.

Swift se puso en pie.

– Me voy a la habitación. ¿Vienes?

– No, voy a dar un paseo. Necesito aire fresco para aclararme las ideas.

– Me parece muy bien. Siempre que bebes vino, te vuelves paranoico.

En el vestíbulo se despidieron secamente. Cuando Jack iba a salir, el recepcionista le llamó.

– Señor Furness, ha llegado un paquete para usted, señor.

– ¿Un paquete? ¿Para mí? No espero ningún paquete.

– En la etiqueta viene su nombre, señor.

– Gracias, Harvey.

Desconcertado, Jack se aproximó al mostrador y examinó el paquete; en seguida reconoció las señas de la White Fang, su patrocinador. En el interior había una nota de Chuck Farrell y varios pares de unos pies de gato adherentes de un material nuevo, todos del número que calzaba Jack. El recepcionista le observaba atentamente. Jack sacó un par de pies de gato que se ajustaban con Velero y que eran de colores vivos y estaban adornados con motivos de los indios navajos; se parecían más a unos mocasines que a un calzado para escalar.

El conserje leyó el nombre que figuraba en la caja de los zapatos.

– Zapatos Brundle -dijo-. ¿Qué son los zapatos Brundle?

– ¿Vas mucho al cine, Harvey?

– Algunas veces.

– ¿Has visto una película que se llama La mosca? Basada en el doctor Martin Brundle. El personaje de Jeff Goldblum.

– Sí, ya me acuerdo -repuso Harvey-. Pero sigo sin entender la relación.

– Son zapatos de escalador.

– Zapatos de escalador. Ah, pues me parecen muy cómodos.

– Pues a mí no -comentó Jack-. Ya no. Te los puedes quedar. Un regalo de Navidad.

– Gracias, señor Furness. ¿Pero dónde se puede escalar por aquí cerca?

– Puedes intentar escalar el monumento a Washington.

Salió a la calle Dieciséis y, envuelto por el frío glacial, se dirigió hacia el sur; al pasar por delante de una mansión muy recargada que albergaba la embajada rusa, se rió en voz queda para sí. El monumento a Washington. Eso sí era escalar. Un obelisco de granito de Nueva Inglaterra de ciento cuarenta metros de altura. Lo que le asombraba es que no lo hubiera intentado antes. Hubo un tiempo en que el mero hecho de pensarlo le hubiera incitado ya a la acción.

En la esquina de la calle M giró hacia la derecha y sus pasos le llevaron automáticamente al edificio de la National Geographic. En la penúltima planta, la que ocupaba la dirección, había un par de luces encendidas. Allí se tomaban todas las decisiones, incluso aquellas que no se podía explicar. ¿Por qué habían cambiado de parecer y en un tiempo tan corto, además? ¿Tenía algo que ver con el período de reflexión de tres meses negociado por el secretario de Estado?

Aquella forma de actuar era del todo incomprensible. Era totalmente inusitada. ¿Qué razones se ocultaban tras aquella decisión precipitada e inaudita? ¿Qué podía ser, que él no veía? Swift tenía razón, no bastaba con dejarse llevar por una corazonada. Decidió subir allí con la intención de que le dieran una respuesta a sus preguntas. Jack intentó abrir la puerta de entrada al edificio pero estaba cerrada. Entonces se dijo que era absurdo intentarlo; aunque hubiera alguien, le soltarían el rollo que le habían soltado a Swift sobre los contables de la Corporación Semath y el año fiscal.

Siguió andando sin dejar de mirar fijamente la parte superior del edificio y las luces encendidas, y al dar la vuelta a la esquina vio que alguien muy negligente había dejado una ventana abierta en la planta superior, justo en el ángulo del edificio. La luz estaba apagada, pero se veían claramente unas cortinas que ondeaban en el aire nocturno como las velas de un barco que hubiera soltado amarras.

Tal vez lo único que tenía que hacer, para averiguar por qué habían cambiado de opinión, era subir, entrar por la ventana abierta y meterse en algún despacho en busca de una prueba. En el despacho de Brad Schaffer, del Comité de Investigación y de Exploración, por ejemplo. Encendería el ordenador. Abriría una carpeta y encontraría el documento que necesitaba. Qué fácil parecía. Escalar la fachada, entrar y husmear. No ofrecía ninguna dificultad, pues ni siquiera era un edificio muy alto. En Washington estaba prohibido edificar por encima de una determinada altura, que correspondía más o menos a la altura de la cúpula del Capitolio y del monumento a Washington; así, desde el centro de la ciudad, siempre se podía ver el cielo y el Capitolio. Unos trece pisos. La Pirámide del Transamérica que había escalado para el anuncio aquel de los bonos tan turbios era muchísimo más alta. En comparación, el edificio que tenía ahora ante sí parecía cosa de niños.

Jack se apresuró a volver al hotel mientras el corazón le latía alocadamente, de lo agitado que estaba al verse ya en acción. Quién sabe si no tenía que estar agradecido por haber bebido. La valentía que infunde el alcohol le bastaría si no podía contar con nada más. Puesto que quería volver a escalar paredes rocosas cortadas a pico, escalar ahora aquel edificio era una buena forma, y rápida, de recobrar el ánimo. O esto o iba a ser una manera muy fácil de matarse.

El recepcionista estaba sentado detrás del mostrador leyendo el Post.

– Dame aquel par de zapatos, haz el favor -le dijo Jack.

– No faltaba más, señor Furness.

Jack se quitó el abrigo. Vestía un jersey de cachemir de cuello vuelto y vaqueros. Se sentó detrás del mostrador y se quitó los mocasines y los calcetines.

Se ajustó bien los zapatos Brundle y se levantó, flexionando los pies. Qué cómodo era el nuevo calzado de Chuck. Puso un pie plano sobre el suelo de mármol y apretó con fuerza. La suela apenas se movió.

– No está mal -murmuró-. No está nada mal, Chuck. -Echó una mirada por la parte del interior del mostrador-. ¿No tenéis tiritas?

El recepcionista sacó un botiquín y Jack cogió unas tiritas.

– ¿Y no tendréis por casualidad talco?

– ¿Talco? -El recepcionista se quedó pensativo-. No, señor. Talco no tenemos. Pero en el gimnasio hay resina. Se la ponen cuando hacen ejercicios en las anillas. ¿Le sirve?

Jack hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

– Voy a buscarla.

Jack empezó a envolverse los dedos con las tiritas bien fuerte para que los tendones le quedaran lo más rígidos posible sin cortar la circulación. Había desechado la idea de ponerse guantes. Hacía muchísimo frío pero temía que le impidiesen agarrarse con la suficiente precisión y acoplarse perfectamente a la estructura de la superficie del edificio. Lo único que esperaba era poder llegar arriba antes de que se le entumecieran los dedos.

Llegó el recepcionista con una bolsita de resina y se la entregó.

Jack dio media vuelta y se fue hacia la puerta de salida andando ágilmente.

– No va a escalar el Obelisco, ¿verdad, señor?

– Esta noche no -contestó Jack, y salió precipitadamente a la calle.

En su interior, la voz de la sensatez, aunque no muy audible, insistía en hacerle ver la locura de lo que se proponía emprender. Aunque lograra llegar hasta la ventana abierta, ¿qué iba a conseguir con ello? ¿Dónde encontrar lo que buscaba? A aquellas alturas, la expedición nocturna había dejado de ser un simple robo perpetrado por un inocente aficionado. Un peso añadido, y decisivo, lastraba ahora aquella escalada, que le ofrecía una última oportunidad de seguir con éxito su carrera.

Con toda la calma de que fue capaz, pasó por delante de las oficinas de la National Geographic sin detenerse. Lo último que podían imaginar los vigilantes es que alguien entrara por una ventana del último piso que resultaba estar abierta. Jack siguió andando. Cuando escaló el Transamérica, planeó hacerlo por el ángulo del edificio; era una suerte que la ventana que estaba abierta se encontrara justo en el ángulo del edificio de las oficinas de la National Geographic.

Jack echó una mirada en torno a él y, al ver que la calle M estaba desierta, dio un salto y se agarró con una mano al saliente de la primera ventana, que tenía una profundidad de unos ocho centímetros. Lo más difícil era siempre empujarse hacia arriba haciendo toda la tracción con un brazo. Asió con la mano otro punto de apoyo y subió un pie soltando un gruñido tan fuerte que temió que alguien lo hubiera oído. Trepó por el saliente, rozando casi con la cara el cristal frío de la ventana, hasta que estuvo a una altura de unos tres metros por encima del suelo. Respirando trabajosamente después de este primer esfuerzo realizado, fue reptando por la fachada del edificio en dirección a la ventana abierta situada en el ángulo.

El edificio era de cristal, de líneas netas y de una brutal simplicidad. Tenía una estructura de acero, que es por donde podría agarrarse y apoyar las manos hasta llegar arriba. Para el escalador que practica la técnica de la escalada libre clásica, aquel edificio moderno de cristal era el equivalente de una pared rocosa con fisuras de anchura siempre igual. Había que recurrir a la técnica de oposición o bavaresa y ofrecía una dificultad del 5,9, como la Grieta de la Muerte de la Torre Inclinada de Yosemite. O el Sueño del Relámpago de Tahoe. Mejor aún. Entre el marco de acero y el cristal había una grieta de como mínimo dos centímetros. Una grieta inmaculada, sin las huellas dejadas por los lisureros, los clavos, los buriles, los empotradores que habían echado a perder muchas de las mejores rutas de Yosemite. Era únicamente cuestión de insertar los dedos de las manos a ambos lados de la estructura y, con los brazos completamente estirados concentrando en ellos el peso del cuerpo para controlar el centro de gravedad de éste, ir empujándose hacia arriba con los pies.

La adherencia del nuevo compuesto de goma era excelente y Jack avanzaba con increíble seguridad y rapidez. Con los zapatos Brundle subía como una mosca. Es mucho mejor, se dijo, que mi campo de visión sea tan limitado. Así no le dejo sitio a la imaginación, que podría jugarme malas pasadas.

Al llegar casi a lo alto del edificio, notó que hacía mucho más viento. Ahora sí podía ver sin dificultad la colina del Capitolio y el monumento a Washington; las luces de aviso de dos aviones que volaban a ambos lados del Obelisco le conferían a éste el aspecto de una especie de dinosaurio de ojos que despidieran llamas. Iba a alcanzar la meta. Se hallaba a sólo un metro de su cabeza.

Jack levantó el pie, fue a colocarlo en un nuevo punto de apoyo, deslizó los dedos por la grieta, hacia arriba, y tocó algo que estaba vivo y que de pronto le saltó a la cara. Tuvo la sensación de que el corazón, que se le disparó al momento y se puso a latir como un loco, iba a desprenderse de él y a surcar el cielo nocturno batiendo las alas como la paloma a la que había asustado. Se echó instintivamente hacia atrás para que el ave, que había emprendido un vuelo de emergencia, no chocara con él; pero se apartó demasiado de la fachada y su pie no encontró el punto de apoyo que buscaba, ni aquel en el que descansaba el cuerpo. Durante un momento, eterno y vertiginoso, se quedó colgando de las puntas de los dedos y con los pies bamboleando como los de un ahorcado. Hizo un esfuerzo desesperado por hallar un nuevo punto de apoyo; pasaron los segundos y las puntas de los pies eran como un cuerpo extraño que se negaba a cumplir las órdenes que su cabeza dictaba. Por fin tomaron contacto otra vez con el edificio y Jack se quedó agarrado a la fachada igual que un koala, sudando como un condenado a pesar del frío.

Inspiró hondo, fue calmándose, sintió la presencia del alcohol corriéndole por las venas y reemprendió la marcha; al cabo de unos segundos había llegado ya a la ventana abierta. Al poner el pie en el despacho desierto tuvo la sensación de haber conquistado algo más que la cima, de una altura mediana, de un monolito de cristal. Sintió que le invadía una nueva fuerza vital, descomunal, pues tal vez había superado el miedo para siempre.

Entendió por qué habían dejado la ventana abierta, ya que el despacho estaba recién pintado y olía mucho. Abrió la puerta y escudriñó el pasillo escasamente iluminado. No había nadie a la vista. Andando de puntillas se dirigió hasta la escalera y bajó al piso inferior, donde se hallaban los despachos del Comité de Investigación y de Exploración. Las luces seguían encendidas, pero parecía que se habían marchado todos a sus casas.

El despacho de Brad Schaffer no fue nada difícil de encontrar. Incluso había una placa con su nombre en la puerta, que no estaba cerrada con llave. Jack entró y la cerró con pestillo por si uno de los guardias de seguridad se acercaba por allí. Echó una ojeada al ordenador de Brad y se dijo que estaba haciendo el ridículo, pues pretender saber cómo funcionaba su sistema operativo era una locura. De todos modos, lo encendió y mientras el ordenador se ponía en funcionamiento, se inicializaba, comprobaba su memoria y leía las carpetas operativas con mucho ruido, Jack se fijó en los archivadores de madera reluciente que había alineados junto a una de las paredes. Fue hasta ellos y leyó las etiquetas que había en la parte frontal de los cajones. Casi inmediatamente localizó una que decía: «SOLICITUDES DE SUBVENCIONES.» Unos segundos más tarde estaba sentado en el sillón de Schaffer leyendo las notas que habían adjuntado a la solicitud que Swift y él habían redactado con mucho esmero a fin de no dejar traslucir el verdadero objetivo de su expedición. Junto con la solicitud de la subvención estaban los informes de los miembros expertos del comité, que eran por lo general favorables, y una nota del comité de contabilidad en la que se informaba de que andaban escasos de dinero y no podían dar nuevas subvenciones hasta finales del próximo año. A continuación leyó el documento siguiente, una carta que confirmaba formalmente que habían aceptado la solicitud.

Jack gruñó en voz baja y fijó la mirada en la pantalla del ordenador de Schaffer. Era un sistema Windows estándar de Microsoft, el mismo que utilizaba él en el ordenador que tenía en su casa, en Danville. Pero al intentar acceder a los documentos de Schaffer descubrió que estaban bloqueados, protegidos por un nombre en clave. Se concentró en el programa y se quedó mirando fijamente los iconos de colores, que parecían los objetos que se ven en las casitas de muñecas, con la esperanza de que alguno de ellos le diera alguna indicación de lo que debía hacerse a continuación. Y así fue. El icono Compuserve le dio la idea. Jack se preguntó si Schaffer se había molestado en proteger su correo electrónico. Si Brad se parecía aunque fuera mínimamente a él, debía amontonar los mensajes hasta que algún día se tomaba la molestia de borrarlos.

Hizo clic en el icono Compuserve y examinó la bandeja que contenía los mensajes recientes. Advirtió de inmediato que uno de aquellos contenía justamente la información que andaba buscando. Era un mensaje de un tal Bryan Perrins que incluso adjuntaba un número de correo electrónico por si se deseaba mandar una respuesta. Jack lo apuntó para investigar sobre él más adelante.


Querido Brad:

Gracias otra vez por tu cooperación en este asunto. Dunham me ha dicho que tu ayuda ha sido inestimable. Dadas las circunstancias, lo menos que puedo hacer es explicarte con detalle cómo están las cosas. Desde que empezó todo, los nepalíes han intentado mantenerse neutrales, y su neutralidad es nuestra mejor baza para resolver nuestro pequeño problema. Se trata de una misión cuyo riesgo es en verdad insignificante. Si la situación acaba en fracaso, el que sea, la única compensación real es más o menos ésta: si nuestro hombre no logra salir victorioso, hay poquísimas probabilidades de que otra persona pueda hacerlo. El hombre que mandamos ya ha participado en misiones anteriores con excelentes resultados. Teniendo en cuenta la naturaleza de la expedición, le corresponde a la doctora Swift decidir a quién se lleva con ella. Estoy absolutamente convencido de que cuando ella haya hablado con él, deseará que nuestro hombre forme parte del equipo. Es una persona muy capaz, con vastos conocimientos sobre el área científica de su especialidad, y sobre quien, además, las expediciones de este tipo ejercen un atractivo especial. No obstante, a pesar de los acontecimientos políticos recientes, nosotros creemos que hay que actuar con urgencia. De ahí que insistamos en que se desplacen a la zona cuanto antes. Por último, deseo tranquilizarte sobre un punto: más allá de los peligros que obviamente pueden surgir, los miembros del equipo no tienen nada que temer de nuestro hombre. Dudo que lleguen a saber nunca cuáles son sus verdaderos propósitos.


Jack leyó la nota con una sonrisa sombría en la boca.

– Yo no estaría tan seguro de ello -susurró. Después se fue otra vez al piso de arriba y se encaminó a la ventana por la que iba a salir.


De vuelta en el hotel, no vio al recepcionista por ningún lado. Jack cogió la chaqueta, los zapatos y los calcetines y subió directamente a la habitación, donde Swift lo recibió con cara de espanto.

– ¿Dónde demonios te has metido? Parece que te hayas arrastrado por la calle.

Jack se miró por encima. Ella tenía razón, estaba asqueroso.

– He tenido un accidente sin importancia -dijo con vaguedad-. He resbalado y me he caído. -Se fue hacia el cuarto de baño y se quitó el jersey de cuello vuelto-. Las calles están cubriéndose de hielo.

– Di más bien que has bebido más de la cuenta -le sugirió Swift aproximándose a él y abrazándolo con ternura.

»Me duele que nos hayamos peleado. Pero es que esta expedición lo representa todo para mí, ¿lo entiendes? Es una ocasión única en la vida. Es la ocasión de dar sentido a mi vida profesional. Lo entiendes, ¿verdad?

– Sí. Ya veo que para ti es muy importante.

– Pero tú eres el jefe, Jack. Eres el jefe de la expedición. Tú eres el que domina la logística, tú eres el que sabe lo que hay que hacer en un sitio como ése.

Swift lo estrujó cariñosamente en sus brazos y procuró dar la impresión de que tenía que hacer un gran esfuerzo por decir lo que iba a decir. Había estado ensayando su discurso mientras él estaba fuera y esperaba transmitirle la combinación exacta de aquiescencia y seducción.

– Si crees que hay algún motivo por el cual debemos dejar todo esto para más adelante… -musitó-. Si crees que hay algún motivo por el que debamos decirles al señor Beinart y a la Semath, y a los de la National Geographic que ya nos espabilaremos y conseguiremos el dinero en otra parte, a mí me parece bien. ¿De acuerdo?

– No -replicó Jack-. No hay ningún motivo para hacerlo. Ninguno.

Tal vez no convenía que Swift supiera lo que Jack sabía. Además, él tampoco lo había entendido del todo. Lo único que sabía es que tendría que ir con ojo, aunque no sabía muy bien qué era lo que debía vigilar.

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