Si un león pudiera hablar, nosotros no podríamos entenderle.
Ludwig Wittgenstein
En medio del acaloramiento general, Boyd salió de la concha casi sin que nadie se diera cuenta y se fue a su refugio. Jack, Jutta, Warner y el sirdar observaban, fascinados, a Swift, Cody y Jameson, que hablaban con Rebeca, animándola a pronunciar otra palabra. Mac fue corriendo a poner otra cinta Hi-8 en la cámara de vídeo.
– Vamos a ver si el desayuno ayuda -dijo Swift, que le dio a la yeti un bol lleno de muesli extendiendo el brazo-. Comida -pronunció con mucha claridad-. Comida.
Rebeca abrazó a Esaú muy fuerte, castañeteó los dientes y guardó un obstinado silencio, aunque cogió el bol que sostenía Swift en la mano.
– Lo único que se ha conseguido hacer con los simios ha sido enseñarles a que pronunciaran, de forma aproximada y sin articular, unas cuantas palabras -explicó Cody-. Claro que existen limitaciones anatómicas, en el caso de los grandes primates, que les impiden articular vocales y, por lo tanto, hablar. Pero son capaces de comprender las palabras muy fácilmente. Los simios, por lo visto, poseen una habilidad receptiva para el lenguaje, si bien su habilidad expresiva es limitada.
Swift recordó el modelo de cerebro del fósil al que dio el nombre de Esaú que Joanna Giardino, del Centro Médico de la Universidad de California de San Francisco, había elaborado en realidad virtual; recordó que poseía un área de Broca pequeña aunque perfectamente definida. Paul Broca era recordado sobre todo por haber descubierto que la destrucción de una pequeña área del cerebro, no mucho más grande que un dólar de plata, le impide a la persona afectada hablar.
– Comida. -Swift repitió la palabra varias veces con distintas entonaciones: de sorpresa, de alegría, de interrogación, de tentación-. Comida.
Pero Broca, además de descubrir que la expresión de las ideas mediante las palabras dependía de esta área, había sido un paleoantropólogo de renombre y fue el primero en describir al hombre de Cro-Magnon y al auriñaciense, y también al hombre del Paleolítico. Fue Broca quien dotó de un método crítico a la nueva ciencia de la antropología.
– ¡Hu-huu-huuu-huuuu!
– Es evidente que es capaz de articular vocales -dijo Jameson, esperanzado.
– Pero no una consonante -replicó Cody-. A lo mejor ha sido sólo coincidencia.
– Y un cuerno -exclamó Swift-. Anda, Byron. Todos sabemos exactamente lo que hemos oído. ¿No es verdad, Rebeca? -Swift le metió un poco de muesli en la boca; Rebeca masticó y empezó a frotarse el vientre, satisfecha-. Comida. Anda, dilo. Comida.
Rebeca se llevó a la boca un puñado de muesli y empezó a masticar ruidosamente.
– Miradle la cara -dijo Warner-. ¿Creéis que si Descartes hubiera visto a Rebeca habría llegado a las mismas conclusiones a las que llegó? -Lanzó una mirada a Jutta y a Mac, y añadió-: Dijo que los animales eran incapaces de pensar. Que eran máquinas sin alma, sin mente y sin conciencia. Según él, la mente animal es como un reloj hecho de ruedas y de resortes.
– Es posible -dijo Cody-. Pero el hecho es que si Rebeca fuera un ser humano, digamos un ser humano salvaje, probablemente tendríamos la misma dificultad para enseñarle a hablar. Para los monos, al igual que para nosotros, la infancia es el período de máximo aprendizaje social. Si no se adquiere el lenguaje a la edad de nueve o diez años, lo más probable es que no se adquiera nunca.
Swift recordó que en Berkeley ella les había dicho exactamente lo mismo a sus alumnos, pero en aquel momento en que se enfrentaba a una situación real pensaba de distinta manera. Experimentó un placer enorme al imaginarse que acabaría demostrando que Cody se equivocaba, al igual que ella se había equivocado no hacía tanto tiempo.
– Dale una oportunidad -dijo-. Comida. Co-mi-da.
Rebeca volvió la cabeza. Tenía un ligero aspecto de aburrida, como si quisiera irse de allí y llevarse a su hijo Esaú. Dejó escapar un fuerte suspiro, se rascó un momento y, al ver que Swift la miraba, cogió otro puñado de muesli.
– Comida. -Swift hacía movimientos afirmativos con la cabeza.
Rebeca empezó a su vez a hacer movimientos afirmativos con la cabeza, como si estuviera de acuerdo con Swift. Tragó, se apretó el labio inferior con los dientes y empezó a cacarear.
– ¿Qué hace ahora? -preguntó Cody.
– Yo diría que intenta pronunciar la consonante -dijo Jack.
Era verdad. El cacareo de Rebeca sonaba cada vez más como una c.
– Tienes razón -dijo Swift, triunfante-. Es verdad.
– Ccccc-oooo-mmm…
– No doy crédito a mis oídos -dijo Cody.
– Comida -dijo Swift-. Dilo.
– Cccccc-ooooo-mmmmm…
– Anda, puedes decirlo. Cooo-miii-daaa.
Rebeca volvió a hacer un movimiento afirmativo con la cabeza.
– ¡Cooo-meee-daaa! ¡Cooo-meee-daaa!
Swift aplaudió, emocionadísima, para gran satisfacción de Rebeca.
– Muy bien -dijo Swift.
– Increíble -admitió Cody.
Swift le lanzó una mirada llena de ansiedad a Mac, cuyos ojos estaban aún pegados al visor de su cámara de vídeo.
– ¿Mac? Lo vas grabando todo, ¿verdad?
– ¡Cccc-oooo-mmm-eee-da!
– ¡Jjjj-oder! No me he dejado ni una sola consonante -refunfuñó.
– ¡C-ooo-m-eee-da!
– Señor, esto se está poniendo como el orfanato de Oliver Twist.
Swift no dejaba de aplaudir.
– Nada, que eres un encanto.
– ¡Naa-daa! ¡Naa-daa!
– No es ninguna casualidad que se dedique a la docencia -dijo Jack.
– ¿Os habéis fijado? -exclamó Cody-. Rebeca ha doblado su vocabulario en menos de una hora. Ojalá dispusiéramos de más tiempo para estudiarla. A lo mejor podemos averiguar cuántas palabras es capaz de aprender. El método de aprendizaje ¿es vocal o facial? Swift, necesitamos más tiempo.
– ¡Coo-me-da!
– Lo haces muy bien -dijo Swift-. Tienes razón, Byron. Necesitamos más tiempo. ¿Qué opinas, Miles? Jameson se encogió de hombros.
– Claro, pero no podemos retenerla aquí para siempre. No sería justo.
– A lo mejor, mientras la estudiamos, podemos averiguar por qué está contaminada -comentó Swift.
Mac se rió.
– Buena idea. Adelante, pregúntaselo.
– Quería decir que… -Swift frunció el ceño y después se rió. Estaba demasiado emocionada para discutir con Mac-. Ya sabes lo que quería decir. Me refería a que a lo mejor podemos averiguar por qué Boyd ha intentado largarnos mentiras.
– Por cierto, ¿dónde está? -preguntó Mac.
– Se ha ido a su refugio -contestó Warner.
– No me sorprende -intervino Jutta-. Has sido muy dura con él, Swift.
– ¡Coo-ooo-me-da! ¡Naa-daa!
– Parece que Rebeca demuestra estar muy dispuesta a dominar los elementos básicos de la sintaxis -dijo Cody.
– Si Boyd es capaz de dominarlos, estoy segura de que Rebeca también lo es -señaló Swift.
Jack soltó una sonora carcajada y tuvo que apretarse las costillas, arrepentido.
– No digas esas cosas. Me duele mucho cuando me río.
– Sigo diciendo que me gustaría saber por qué nos ha largado esa mentira de la radiactividad.
– Yo también he estado dándole vueltas -dijo Jack, quejumbroso-. Y acabo de acordarme de algo. Algo que quizá lo explique todo.
Hustler. Yo tenía razón. El yeti puede ayudarnos. Creo que estamos a punto de solucionarlo todo. Pero al mismo tiempo, tenemos aquí un grave problema. Una situación de conflictos de intereses que supongo que querréis que se resuelva a favor nuestro. Me temía que ocurriera algo por el estilo. Por el bien de la misión y de la seguridad de Estados Unidos he llegado a la conclusión de que se puede prescindir de mis colegas que se encuentran aquí, en el santuario. Creedme, he intentado amoldarme a todo, pero todo tiene un límite. Naturalmente, procuraré que el daño sea el menor, pero es evidente que van a oponer resistencia a lo que yo haga y tendré que coger a uno de ellos y utilizarlo de ejemplo. Pour encourager les autres. Castorp.
– En el bosque, justo antes de que el jefe del grupo de Rebeca me atacara, me encontré algo en el suelo. En realidad sólo le eché una ojeada. En seguida me embistieron y lo había olvidado del todo hasta ahora. En mi casa, en Danville, tengo unas placas solares en el tejado. Lo que vi en el bosque era exactamente igual que un trozo de placa solar. Recuerdo que me pregunté si no se me habría caído algo del traje climatizado cuando me atacaron la primera vez. Pero no podía ser ninguna pieza del traje. Era demasiado grande y demasiado plana.
– Pues si no cayó de tu traje, ¿de dónde salió? -preguntó Swift.
– No cayó de ningún tejado, eso por descontado -dijo Cody.
Jack se frotó la barbilla, pensativo, como si acabara de ocurrírsele algo.
– En realidad, me imagino que sea lo que sea debió de haber aterrizado allí -opinó Jack.
– ¿Que aterrizó allí? -preguntó Mac-. ¿Quieres decir que aterrizó allí como una de esas dichosas aeronaves espaciales?
– Sí, ¿por qué no? Justo antes del alud que mató a Didier, a los dos nos pareció haber oído un ruido que provenía del cielo. Pensamos que era un meteorito. Pero los meteoritos no son los únicos objetos que vuelan por el espacio y caen sobre la tierra. Y desde luego no son aparatos que funcionen con energía solar. Se me acaba de ocurrir que debía de ser un satélite, puede que fuera incluso un satélite militar. Ya me entendéis, un satélite espía. Como mínimo tiene que ser el tipo de satélite que puede ser muy importante recuperar. Eso explicaría por qué de repente nos financiaron la expedición, cuando la National Geographic Society nos había denegado la solicitud. ¡Claro! Por eso Boyd está aquí. Es su hombre. Es lo que querían. Su cometido debe de ser recuperar el satélite.
– ¿El hombre de quién? -preguntó Warner-. ¿De quién hablas?
– De la CIA.
– Anda, Jack, me parece que nos estamos excediendo un poquitín, ¿no te parece? -dijo Warner.
– No, tiene todo mucha lógica. -Echó una mirada a su alrededor, incómodo-. ¿Estáis seguros de que está en su refugio?
Jutta asintió.
– Pero no entiendo por qué un satélite iba a dejar a Rebeca contaminada de radiactividad -dijo la alemana.
– Yo no soy ningún ingeniero espacial. Pero sí sé que las placas solares de algunos satélites son sólo la mitad de la historia. Tiene que haber una segunda fuente de energía, para el momento en que el satélite queda eclipsado por la tierra. Sobre todo si incluye los dos polos. La energía que necesita un aparato de ésos es considerable. No sé. Algo así como un reactor nuclear, quizá.
– El tío Sam no utilizaría eso -dijo Warner-. En la actualidad ya no construimos esta clase de satélites. Desde que el Skylab cayó sobre la tierra en 1979 nos hemos vuelto muy ecológicos. Además, en este caso no se requerirían placas solares. No, supongo que lo más probable sería que se utilizara una especie de generador termonuclear, tal vez calentado por un pequeño isótopo radiactivo, que no tiene por qué ser más grande de los que se utilizan en radiología. Creo que eso sería más que suficiente para que el radiómetro detectara la contaminación de Rebeca.
– Sobre todo si ella lo estuvo tocando -agregó Cody-. Sabemos que le gustan mucho los objetos brillantes. Cogió el anillo de Didier, ¿no?
– Mirad, hay una manera muy sencilla de comprobar mi teoría -dijo Jack-. ¿Sabe alguien dónde están los guantes que llevaba yo cuando me trajisteis aquí?
El sirdar se fue hacia un montón de ropa inservible que había apilado en un rincón de la concha.
– Están aquí, Jack sahib. -Hurgó en el montón y extrajo los guantes, triunfante.
– Claro que sólo lo tuve en las manos unos segundos.
Jack cogió el guante de la mano derecha, con el cual había cogido el trozo de placa solar, y se lo puso.
– Pasa el radiómetro por el guante, Byron, haz el favor.
Cody así lo hizo y la aguja se movió.
– Resultado positivo -dijo Cody-. El mismo que ha dado Rebeca.
– Quod erat demostrandum -dijo Jack, que se quitó el guante y lo arrojó junto con el resto del traje.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Mac.
– No lo sé -respondió Jack.
– ¿Por qué no se lo preguntamos a él? -apuntó Jutta-. A Boyd, quiero decir. Cuando vuelva, se lo preguntamos.
– De acuerdo -convino Swift, escrutando, interrogativa, los rostros de sus colegas-. ¿Estamos todos de acuerdo? En cuanto entre, se lo preguntamos.
– ¡Taaa-mmmm-ooo!
Todos se echaron a reír.
– Rebeca muestra una notable propensión a desarrollar sus habilidades lingüísticas -observó Cody-. Y a ampliarlas de manera del todo espontánea. Su capacidad para adaptarse a una situación es absolutamente impresionante, y me quedo corto diciendo que es impresionante. Me pregunto qué sería capaz de hacer.
Lincoln Warner, que había permanecido callado desde hacía un rato, se aclaró la garganta ruidosamente.
– De hecho -dijo-, podría contestarte esta pregunta. Sería capaz de hacer prácticamente cualquier cosa de las que hacemos nosotros. Hay una cosa sobre Rebeca que me parece que deberíais saber. Es algo desde luego extraordinario.
Castorp. Nos satisface saber que piensas que estás a punto de llevar a término tu misión, pero al mismo tiempo nos oponemos rotundamente a que lleves a cabo acciones que puedan perjudicar a cualquiera de los científicos que han sido tus anfitriones sin saberlo. Tu misión se considerará un fracaso si implica la muerte de un ciudadano norteamericano. Además, este despacho es el único que decide sobre los asuntos de seguridad nacional que afectan a estados unidos. Por favor, contesta inmediatamente después de recibir este mensaje y notifícanos que te sometes a nuestros designios, Hustler.
Bryan Perrins y Chaz Mustilli estaban sentados en el despacho del primero, esperando un mensaje de Castorp que les confirmase que había recibido el de ellos. La configuración del servidor del correo electrónico de la CIA ya había recogido el mensaje de su bandeja de entrada. Pero habían transcurrido quince minutos y él seguía sin notificar que se sometía a las órdenes de ellos. Perrins se volvió hacia su PC y tecleó otro mensaje en el que exigía una confirmación de Castorp. Esta vez el servidor no dio señales de que Castorp hubiera recibido el mensaje de Perrins.
– Me figuro que cuando recibió el penúltimo mensaje apagó el ordenador -dijo Mustilli.
– Yo pienso lo mismo -convino Perrins-. Mierda. -Sacudió la cabeza-. ¿Qué podemos hacer para proteger a esa gente?
– No se me ocurre nada.
– Chaz, tenemos que hacer algo, mierda. No podemos dejar que los asesine.
– Tal vez podríamos llamar a la Policía Real del Nepal. A lo mejor ellos pueden enviar un destacamento para protegerles.
– Hazlo.
– Pero ten en cuenta -añadió Mustilli- que si allí estalla una guerra nuclear, no van a hacernos ningún caso, pues tendrán otras cosas en las que pensar.
– ¿Y si no estalla ninguna guerra?
Chaz dio una fuerte chupada a la pipa vacía.
– Voy a llamarles.