Oh, la mente, la mente tiene montes, precipicios cortados a pico, de espanto, por nadie sondados.
Gerard Manley Hopkins
Jack Furness, desde su casa situada en las afueras de Danville, intentó llamar a Swift unas cuantas veces; primero a su casa, donde lo único que oyó fue el mensaje del buzón de voz, y después al laboratorio de la universidad en el que trabajaba, sin lograr tampoco hablar con Swift. Durante dos o tres días dejó varios mensajes, pero Swift no le devolvió las llamadas; Jack decidió entonces quitársela de la cabeza y preparar a fondo las reuniones que tenía pendientes con la National Geographic Society y la White Fang, la casa de equipos deportivos, que habían patrocinado conjuntamente su expedición al Himalaya.
No es que le importara mucho su silencio. Conocía a Swift demasiado bien para tomárselo a mal. En cierto modo casi se alegraba de que no hubiera llamado, porque así podría dedicarse por entero a cumplir con sus obligaciones: redactar los informes, hacer una valoración de la expedición y revelar los múltiples carretes de fotografías que había realizado durante su estancia de seis meses en el Nepal.
Había otra razón por la cual se alegraba de que ella no diera señales de vida, y es que eso daba a entender, en efecto, que estaba muy ocupada y que el fósil era tal vez un hallazgo importante.
¿Y si de verdad lo fuera? ¿Qué ocurriría entonces?
A medida que pasaba el tiempo, iba creciendo en él la sospecha de que había actuado muy a la ligera al regalarle el fósil. Se había dejado llevar por los impulsos. No es que quisiera que se lo devolviera, ni mucho menos. Más bien lo que le preocupaba era la cuestión de la legalidad de su acción, porque lo que menos deseaba era verse metido en enredos legales con sus patrocinadores. Para empezar, no estaba muy seguro de que el fósil perteneciera a aquel que lo hubiera hallado, o sea él, y por tanto era razonable sospechar que no estaba en condiciones de poder regalarlo y que esto podría acarrearle problemas. De modo que decidió telefonear a su abogado, quien lo tranquilizó al asegurarle que, si bien cabía la posibilidad de que el gobierno nepalés desaprobara el hecho de que hubieran sacado del país un objeto sin los permisos correspondientes, en el contrato que Jack había firmado con sus patrocinadores no se hacía mención alguna a los derechos de propiedad sobre hallazgos científicos o arqueológicos que pudieran producirse en el transcurso de la expedición.
Jack le dijo a su abogado que había pagado en dólares americanos el papeleo concerniente al permiso de exportación que la burocracia nepalés le había obligado a cumplimentar. Pero, al mismo tiempo, se dijo a sí mismo que lo mejor sería no mencionarles para nada el fósil a los representantes de la National Geographic Society, al menos hasta que Swift supiera, aunque fuera someramente, qué clase de fósil era aquél.
Sí, esperaría lo que hiciera falta a que Swift le dijera algo.
Al llegar al aeropuerto de Washington, como sólo llevaba una bolsa, no vio ninguna razón para coger un taxi. Media hora después de haber subido a un metro de la línea azul que lo llevó a Metro Center, donde hizo transbordo y cogió un tren de la línea roja hasta Dupont Circle, ya estaba en la recepción del hotel Jefferson, que está en la calle Dieciséis; la sede principal de la National Geographic Society quedaba a la vuelta de la esquina.
El Jefferson, situado en un cruce de denso tráfico, era un hotel pequeño pero elegante en el que solían alojarse políticos y altos cargos de la administración pública. El interior guardaba un parecido con el de una casa de principios del siglo pasado y las habitaciones estaban decoradas con muebles antiguos. Jack iba con frecuencia a aquel hotel acogedor y, aunque la National Geographic Society no hubiera accedido a pagar la factura, habría escogido de todas formas alojarse en él.
Era demasiado tarde para salir a tomar una copa, de modo que tuvo que contentarse con lo que le ofrecía el minibar. Se sentó frente al televisor y se bebió varias botellitas de whisky en miniatura apurándolas como si no contuvieran otra cosa que un jarabe inofensivo. Esas botellitas de los minibares parecían tan poco reales, de hecho se parecían tanto a los juguetes hechos para las casitas de muñecas, que Jack era incapaz de pensar que contuvieran alcohol de verdad, y en cierto modo era como si diera por descontado que el efecto del alcohol iba a ser siempre tan minúsculo como el tamaño de la botella. Pero no fue éste el caso, y a la mañana siguiente se despertó con una resaca mayúscula.
Jack se encontró con Chuck Farrell, el director de patrocinio de White Fang, para desayunar, pero la verdad era que no tenía ningún apetito.
– Me alegro de haberte visto, Jack -dijo Farrell cuando terminaron de desayunar-. La próxima vez que vengas a Washington dame un telefonazo. Tengo unos pies de gato nuevos muy adherentes que me gustaría que probaras. Están hechos de una mezcla de goma nueva que creemos que os van a cambiar totalmente las cosas a los escaladores de este país que escogéis paredes escarpadas de roca o de hielo. Los llamamos zapatos Brundle -añadió-. Piénsatelo. Y cuídate mucho, ¿me oyes? No tienes muy buena cara.
A Jack no le cabía ni la más mínima duda sobre este punto. En cuanto Farrell se marchó, decidió que, puesto que faltaban todavía dos horas para la reunión con los representantes de la National Geographic Society, iría a dar un paseo; le vendría bien tomar el aire. Así qué volvió a su habitación, cogió el abrigo y salió a la calle a arrostrar valientemente el frío de una típica mañana de invierno de Washington.
Sus pasos le llevaron hacia el sur: dejó atrás la Casa Blanca y luego cogió el Mall en dirección este. Poco a poco iba sintiéndose mejor, pero también el frío se hacía por momentos más insoportable. Se metió en el Smithsonian en busca de un poco de calor; era el último día de una exposición titulada «La ciencia en Norteamérica», cuyo propósito era mostrar al público el impacto de la ciencia en Estados Unidos. Una parte sustancial de la exposición estaba consagrada al proyecto Manhattan y al desarrollo de la primera bomba nuclear. Esta última era la sección más interesante, pues Jack no había visto nunca algunas de las fotos que allí se exponían y que mostraban escenas de Hiroshima después de la explosión de la bomba atómica. Se preguntó si los gobiernos de la India y de Pakistán seguirían deseando lanzar explosiones y aniquilarse mutuamente después de ver aquellas fotografías.
Las noticias no eran precisamente buenas. Al parecer, varios países árabes estaban realizando preparativos para efectuar un despliegue de fuerzas en Pakistán como acto de solidaridad musulmana, mientras que el primer ministro indio había convocado con urgencia una reunión con los generales de todos los ejércitos. En un esfuerzo activo por resolver la crisis, el secretario de Estado de Estados Unidos había emprendido un viaje a Islamabad, para dirigirse a continuación a Nueva Delhi por cuarta vez consecutiva en las cuatro últimas semanas.
Jack esperaba que el secretario de Estado comprendiera mejor que él, que tenía las ideas harto confusas, los motivos que habían desencadenado la crisis. Como la mayoría de norteamericanos, desconocía las razones por las cuales los hindúes y los pakistaníes andaban otra vez a la greña y se amenazaban con aniquilarse mutuamente.
Al salir del Smithsonian, Jack cogió un taxi, que lo dejó en el hotel. A escasos metros de allí se hallaba el alto edificio modernista que alberga la National Geographic Society.
En 1888, el año de fundación de la National Geographic Society y de la mundialmente famosa revista de cubiertas amarillas, se había acordado que los beneficios que aportara esta última servirían para ayudar a financiar las expediciones de la sociedad. Pero hoy, cuando el siglo xx está a punto de terminar y la revista cuenta con casi once millones de lectores, la mayoría de las actividades de la sociedad se financian mediante las cuotas anuales de sus miembros.
La National Geographic Society se cuenta entre las organizaciones científicas más ricas y benévolas. No obstante, por más que el lema de la revista fuera «nunca publicaremos nada que no ofrezca una visión amable de los países y de los pueblos sobre los que escribimos», Jack sabía, a aquellas alturas, que no cabía esperar que semejante amabilidad fuera a traducirse, de forma automática, en un patrocinio que destacara por su generosidad. Sabía muy bien que la lucha por lograr ser patrocinado por la National Geographic Society era encarnizada y que no podría restar importancia al desastre ocurrido en el Machhapuchhare, por mucho que insistiera en que se había producido en el Annapurna.
En la reunión con los representantes de la sociedad y de la revista, no obstante, Jack se mostró hasta tal punto candoroso y autocrítico que él mismo fue el primero en sorprenderse. Sabía que lo ocurrido había sido un accidente. De igual modo, estaba convencido de que, más allá de exponerse al evidente peligro que supone siempre, para cualquier alpinista, emprender la ascensión, con un solo compañero de cordada, de las enormes paredes escarpadas de los montes del Himalaya, sobre todo cuando, como él, se había decidido a prescindir del oxígeno, él no había actuado con negligencia. Pero en el fondo de su corazón Jack se sentía responsable de lo ocurrido, puesto que la idea de escalar los picos más altos del mundo de aquel modo tan arriesgado había partido de él.
Cuando Jack hubo terminado su relato de la expedición, el director de patrocinio, Brad Schaffer, asintió con solemnidad y dijo:
– Me gustaría darte las gracias por haber sido tan franco y honrado al exponernos lo que ocurrió, Jack. Estoy convencido de que hablo en nombre de todos nosotros si te digo que te agradecemos que hayas venido tan de prisa, cuando la tragedia es todavía reciente, y que nos hayas dado una explicación cabal. Estoy seguro de que esto facilitará enormemente el que podamos indemnizar a la familia de Didier Lauren con celeridad, ¿no es así, señorita Harman?
La señorita Harman, la representante de la compañía de seguros, una mujer atractiva de pelo castaño que vestía con gran sobriedad, alzó la vista, que tenía clavada en el informe que les había entregado Jack sobre el accidente, y se aclaró la garganta.
– Sí -dijo con vaguedad, como si hubiera algo que no consiguiera ver con claridad-. Supongo que tiene usted razón. -Echó una ojeada al informe y añadió-: Quisiera, de todos modos, hacerle un par de preguntas.
– ¿Ah, sí? -repuso Jack haciendo un esfuerzo porque su voz sonara imperturbable al dirigirse a aquella mujer que lo escrutaba con frialdad.
– Sobre los gastos de los funerales de los sherpas y las indemnizaciones que ya se han pagado a sus familiares, señor Furness.
– ¿En serio?
Jack, a fin de mantener en secreto la ascensión ilegal del Machhapuchhare, se había visto obligado a costear las exequias de los cinco sherpas.
– Sí.
Jack hizo girar el ratón de bola del ordenador portátil y encontró los gastos a los que aludía la representante de la compañía de seguros.
– La escucho -le dijo.
– Pagó usted diez mil dólares en concepto de indemnización a las familias de los sherpas, dos mil dólares a cada una de ellas. Y también pagó los cinco funerales, que costaron quinientos dólares cada uno. ¿Es correcto?
– Sí.
– Sin embargo, nos acaba de decir que sólo rescató tres cuerpos.
– Exacto. Didier y dos de los sherpas siguen allí arriba, no pudieron ser localizados.
El rostro menudo de la señorita Harman adoptó una expresión de exasperación.
– No lo entiendo -declaró-. ¿Cómo se puede celebrar un funeral sin un cadáver? ¿Y por qué son tan caros los funerales en comparación con la cantidad de dinero que pagó usted en concepto de indemnización? Quinientos dólares representan un veinticinco por ciento de la indemnización.
Jack le lanzó una mirada a Brad Schaffer en busca de apoyo. Pero el responsable del patrocinio de la casa White Fang cambió de posición en su asiento sin decir palabra. Jack, con una sonrisa nerviosa en la boca, cogió un pedazo de silicona Exer-Flex y empezó a apretarlo con los dedos.
– En el Nepal, las ceremonias, en comparación con otras cosas, son muy caras -explicó-. Y de modo especial lo son las honras fúnebres. A veces tienen que ahorrar durante años para poder pagarse el entierro. Aunque no puedan recuperar el cuerpo, aunque no se lo puedan permitir, se ven obligados por la tradición a celebrar honras fúnebres a sus muertos, y eso es algo de lo que los integrantes de las expediciones de escaladores occidentales nos hemos hecho siempre responsables. Si no lo hiciéramos, señorita Harman, es muy improbable que los sherpas arriesgaran sus vidas por nosotros.
– Comprendo -repuso ella con frialdad-. Pero es indudable que, teniendo en cuenta las circunstancias, hubiera bastado con pagar, digamos, la mitad de lo que pagó usted por los entierros.
– Me parece que no lo ha comprendido usted -empezó a decir él.
– No, me parece que no, señor Furness. Usted mismo ha dicho que esa gente ahorra durante años para costearse el entierro. ¿Y los sherpas que fallecieron? ¿Es que no tenían nada ahorrado? Intento simplemente averiguar qué ocurrió con sus ahorros.
Era una buena pregunta, pero aun así Jack sintió náuseas. Imaginó por un momento que el trozo de Exer-Flex era la tráquea de la señorita Harman y lo apretó con furia.
– ¿O es que los sherpas que usted contrató no eran personas prudentes?
– Si a la sociedad le importara la prudencia, señorita Harman -repuso Jack-, dudo mucho que se hubiera molestado en patrocinar la expedición.
– Amén -salmodió Schaffer.
Pero Jack no había hecho más que empezar. Tiró el pedazo de Exer-Flex en la mesa de caoba con la esperanza de que la superficie, impecablemente bruñida, se ensuciara.
– La muerte acarrea un gasto considerable en el Himalaya, señorita Harman -explicó-. La gente muere en los lugares más impensables. ¿Por qué no contempla estos gastos con otros ojos? No hallamos el cuerpo sin vida de Didier Lauren, de modo que su compañía se ahorró el tener que alquilar un helicóptero que lo trasladara hasta Katmandu y pagar un ataúd especial que cumpliese la normativa internacional que rige el transporte aéreo, por no hablar de los gastos de la repatriación a Canadá.
– Me parece, Jack -intervino Schaffer-, que ha quedado todo muy claro. Nadie te discute las cuentas. La señorita Harman sólo quería saber a qué respondían exactamente. ¿No es así, señorita Harman?
La representante de la casa de seguros esbozó una débil sonrisa.
– Sí.
Iba a añadir algo, pero Schaffer la atajó.
– Vamos a dejarlo ya -dijo con firmeza, y luego cogió el Exer-Flex y se lo quedó mirando con curiosidad.
– ¿Qué demonios es esto? -le preguntó a Jack.
– Desarrolla la flexibilidad de la muñeca y de los dedos, fortalece los antebrazos y mejora el agarre de las manos. -Jack se encogió de hombros-. Infinidad de cosas.
– ¿Quiere esto decir que piensas volver allí y acabar lo que empezaste? ¿Vas a escalar todos los picos del Himalaya de mayor altitud sin oxígeno? ¿No dijiste que lo primero que querías hacer ahora era subir a la Torre de Trango?
– Por supuesto -contestó sin mucho entusiasmo, enfadado aún por el cariz que había tomado la conversación, aunque más que nada consigo mismo-. Siempre acabo lo que empiezo.
Pero incluso en el momento en que pronunciaba estas palabras, Jack era consciente de que antes de poder regresar al Himalaya, tendría que demostrarse a sí mismo que seguía siendo lo bastante valiente como para escalar paredes escarpadas de gran altura. Puesto que nunca había sufrido una caída hasta aquel día, ciertamente eran muy pocos los escaladores que sobrevivían a una caída, no sabía todavía si el alud se había limitado a dejarlo sin su compañero de escalada o también sin alguna otra cosa. Tenía que averiguar si sería capaz de dejar de pensar en la gravedad y volver a escalar con el brío y el desprecio por el peligro que le había caracterizado hasta entonces.
El valle Yosemite era el hogar espiritual de Jack Furness. Era allí, en las alturas de la vertiente oeste de la Sierra Nevada de California, en un abismo de granito que medía once kilómetros de largo, un kilómetro y medio de ancho y setenta y cinco metros de profundidad, donde Jack había perfeccionado su técnica de escalada libre. Con sus paredes cortadas a pico, el valle es el centro donde practican los escaladores de paredes escarpadas de roca de Estados Unidos y el lugar donde se salta a la fama o se cae en el olvido. En los veinticinco años que Jack llevaba yendo al valle, se habían matado seis de sus amigos.
Seis amigos y uno de sus hermanos mayores.
En teoría, el descenso en rápel, o lo que en Europa se llama abseiling, es una de las partes de la escalada más seguras y excitantes. Tiene la emoción de ir bajando dando saltos por una pared vertical, trazando amplias y elegantes curvas en el espacio, de descender con la aceleración de una caída libre y de parar luego con la suavidad y seguridad que permite el mosquetón.
Su hermano Gary estaba emprendiendo el descenso en rápel del Obelisco de Washington, de seiscientos metros de altura, cuando el anillo por el que pasa la cuerda y que se ata directamente al punto de anclaje, sobrecargado por los múltiples tirones, se rompió justo cuando le faltaba más o menos un metro para llegar a la llamada cornisa de la Comida, una plataforma que no llama la atención para nada y que se halla a trescientos metros de tierra. Hacía diecinueve años que Gary se había matado, pero no pasaba una semana sin que Jack pensara en él. Cuando escalaba, lo tenía en la mente casi continuamente.
En la actualidad, los escaladores consideran el Obelisco de Washington un lugar ideal donde entrenarse para poder escalar, después, las paredes cortadas a plomo de Yosemite, entre las cuales ninguna es más grande y vertiginosa, y ninguna más imponente, que la famosa El Capitán.
Un día, a media tarde, salió de Danville y tras seis horas de viaje se inscribió en el hotel Ahwanhee justo antes de las diez. Desde el hotel Yosemite, El Capitán le hubiera pillado más cerca, pero el Ahwanhee era mejor, aunque también más caro. Allí pidió una comida abundante en proteínas y en cuanto hubo terminado de cenar se acostó en seguida. A la mañana siguiente, a las cinco de la madrugada ya estaba en pie.
Diciembre, con su frío y sus días cortos, no es la mejor época del año para escalar El Cap. En contrapartida, son días en los que apenas hay turistas en el valle, y Jack, que había efectuado varias escaladas en Yosemite en invierno, dio casi por seguro que tendría la roca para él solo. Además, el día había amanecido tan límpido y soleado como habían pronosticado los meteorólogos y, allí arriba, en lo alto de la pared, un calor excesivo hubiera sido igual de peligroso que un frío excesivo. En verano la roca puede llegar a calentarse como una sartén. Aquel día parecía idóneo para escalar.
Antes de llegar a El Cap, Jack encontró una roca dura en la que estuvo haciendo unos completos ejercicios de calentamiento. Había infinidad de recorridos perfectamente trazados para ascender a El Cap, pero nunca se sabía si uno se vería obligado a adoptar posiciones difíciles enganchando las punteras lateralmente, o a efectuar algo todavía más extraño. Merecía la pena estar en buena forma física para superar lo que pudiera presentarse.
Cada año que pasaba le costaba más trabajo efectuar los ejercicios de calentamiento. Cuando tenía entre veinte y treinta años, su cuerpo era tan flexible que parecía casi que tuviera articulaciones dobles. Ahora confiaba más en la fuerza del torso que en la agilidad de la totalidad de su cuerpo. Tal vez Swift había dicho una gran verdad. Tal vez a los cuarenta años se era ya demasiado mayor para escalar.
Mientras se aproximaba a la pared, se ataba los dedos con cinta adhesiva con el objeto de mejorar el soporte rígido de los tendones, pues traccionar con los dedos muy arqueados puede provocar lesiones. En la escalada libre, la parte del cuerpo que más se resiente es la punta de los dedos; son la pesadilla de todo manicuro. Jack, en varias escaladas anteriores, se había quedado sin cutículas y las puntas de los dedos le sangraban dolorosamente.
Al pie de la lisa pared de granito marrón y blanco de El Cap era fácil subestimar su altitud. Al mirar hacia arriba, a lo alto de la pared de noventa grados, uno podía pensar erróneamente que el único pino solitario que se veía en la roca no era más grande que un árbol de Navidad y que la roca no medía más de ciento cincuenta o ciento ochenta metros de altura. Pero el árbol, un pino Ponderosa, medía veinticuatro metros y la cima de El Cap se hallaba a una altitud de vértigo: novecientos metros por encima del lecho del valle, en ángulo recto.
El Capitán, que nadie había escalado antes de mediados de la década de los años cincuenta, y la ruta de la pared Salathé escogida por Jack, y que según el sistema decimal empleado para valorar la dificultad de la escalada de las paredes de Yosemite es de 5,13, parecía menos un desafío para el deportista que una proeza circense. Jack, sin más ayuda que unos lisureros de expansión por levas que se insertan en las grietas denominados friends, unas zapatillas de escalada de goma antideslizante que proporcionan una excelente adherencia y que reciben el nombre de pies de gato, y los puntos de agarre naturales que permiten avanzar hacia arriba, había emprendido la ascensión de la pared rocosa en solitario y sin cuerda de una vía, sin estribos y sin mosquetones, una escalada llamada solo integral, en una fecha no muy lejana: en 1994.
El alba era fría y la luz cada vez más intensa. Se pasó talco por las manos y revisó los friends, los usureros curvos, los excéntricos con cable de acero y la bolsa del talco, que colgaba de la bandolera del arnés de cintura. Los únicos mosquetones que llevaba eran los que emplearía para atarlos al arnés cuando necesitara descansar.
Estiró bien el brazo y dio con un punto de agarre para la mano; y, apoyándose en él y dándose un empujón con un solo brazo, se levantó un metro. Igual que un simio. Cuando, pasadas unas dos horas, el sol invernal hubiera calentado la roca, le sería más fácil agarrarse con las botas de escalada Boreal que llevaba (a Jack no le gustaban mucho los pies de gato que su patrocinador, White Fang, le pagaba para que calzara). La primera parte de la escalada, trepar por la roca fría y a veces helada, sería la más difícil y peligrosa. Le faltaban novecientos once metros por subir.
Después de su viaje a Washington, había esperado este momento ansiosamente, y no le costó mucho trabajo encontrar su ritmo.
Su habilidad de escalador no podía verse afectada por la caída sufrida en el Machhapuchhare. No había razón alguna para creer que ya no era la misma lagartija que había escalado El Cap en un tiempo récord. Pero a medida que iba ascendiendo el primer tramo, iba creciendo en él la sensación de que aquel ascenso no iba a ser una simple escalada; algo le decía que aquello iba a ser un ejercicio cuyo fin era el conocimiento de sí mismo. Tendría que bucear en su interior y bajar hasta profundidades nunca sondadas. Hasta aquel momento escalar había sido para él una pura diversión; ahora, en cambio, llevaba a sus espaldas un lastre nuevo que le pesaba lo mismo que una bolsa de herramientas. La caída. La muerte de Didier. Sus propios pensamientos, sus propias emociones, la breve insinuación de una duda, la leve insinuación de un temor, todo esto le fascinaba, le atemorizaba, le intimidaba con una intensidad jamás experimentada hasta aquel momento. Y todo apuntaba a la gran pregunta que su Torquemada interior le formulaba: ¿escalaba El Cap con el abandono y con la absoluta confianza en sí mismo con los que había emprendido las cuatro ascensiones previas?
Durante dos horas escaló con la eficacia de siempre; sus movimientos eran rápidos, se desplazaba con la agilidad acostumbrada por la pared rocosa cortada a pico, compacta y gris, bajo las primeras luces del día, gozando del silencio y de la conciencia de su propia insignificancia. De vez en cuando, el peso de su cuerpo entero pendía de sólo tres dedos, o levantaba una pierna hasta la altura del hombro para encontrar un punto donde apoyar el pie. Esto no tenía nada de divertido, pues requería mucho, muchísimo esfuerzo. Era duro. No había terminado de escalar el primer tramo y las puntas de los dedos le dolían ya como si hubiera lijado con ellas un suelo de madera.
Se había visto escalar infinidad de veces en vídeo y siempre le había sorprendido lo mucho que se parecía a un escorpión o a una lagartija reptando por un muro. Parecía todo menos un ser humano. A Swift tal vez le complaciera creer que era el mono que llevaba dentro el que le empujaba a escalar, pero a él ya le hubiese gustado ver a un chimpancé con la paciencia necesaria para efectuar una ascensión, en solitario y sin ningún medio artificial, de una pared como la Salame. Era como correr una maratón. Cientos de movimientos a lo largo de cientos de metros. Sí, era como correr una maratón en un día, sólo que mucho más peligroso.
La pared Salathé no tenía nada de especial aparte de su dificultad. Era lisa y llanamente difícil. La primera vez que la escaló, con la suerte de la inconsciente juventud, tenía veinte años. No era, desde luego, ninguna escalada que pudiera ser calificada de estética. Y las vistas tampoco eran particularmente bellas. A sus espaldas, abajo, no había nada digno de ser contemplado. Sólo aire enrarecido que lo arrastraba con la fuerza incesante de la gravedad. Como el famoso experimento de Galileo, la ley de la aceleración uniforme de los cuerpos al caer. Y ante él sólo roca, roca y más roca, monótona, implacable, siempre allí, ante sus ojos.
El viento le alborotaba el pelo, pues Jack nunca llevaba casco. Si se desprende algún objeto y te da en la cabeza, ya puedes llevar casco que de nada te sirve. En una ocasión, en que emprendió otra ruta de El Cap llamada pared del Alba, efectuó un movimiento con la cuerda que causó el desprendimiento de un fragmento de roca del que se salvó por los pelos. Era un fragmento del tamaño de un radiador. En otra ocasión, la cuerda a la que estaba atada la bolsa en la que transportaba el material se rompió, y la bolsa, cargada de clavos, mosquetones, fisureros y mazas, cayó rozando casi su oreja. Ésta era otra de las razones por las cuales prefería la escalada libre. Lo más extraño que le había sucedido fue cuando escalaba la fachada del edificio Transamerica de San Francisco para un anuncio publicitario de televisión: uno de los cámaras rompió accidentalmente una ventana y a escasos centímetros de su cabeza cayó una espada de cristal de dos metros. Ningún casco le hubiera podido proteger de semejante impacto.
La roca estaba ya más caliente.
Quizá fue sólo el aburrimiento, después de tanto rato de no ver otra cosa que la pared de roca, pero cuando estaba a una altura de ciento cincuenta metros, hizo algo que no había hecho jamás en un solo integral.
Algo que no se hace nunca.
Miró abajo.
De pronto, la cabeza le empezó a funcionar aceleradamente. La memoria le arrojó, como si fuera una piedra que cayera sobre él, el recuerdo exacto de lo que había sentido al caer de la pared norte del Machhapuchhare. Esta vez no había ni siquiera una cuerda que pudiera romperse. Y ciertamente tampoco había ninguna fisura llena de nieve que pudiera amortiguarle la caída.
A Jack le dio un vuelco el corazón y por un momento sólo pudo pensar en una cosa: se vio a sí mismo y a Swift haciendo el amor en la cama; ella estaba ausente, pensando en el fósil, y él entraba y salía de su cuerpo como un loco.
Y en aquel momento la memoria triunfó, como si hubiera sacado el as que tenía escondido.
Recordó que no hacía diecinueve años que su hermano se había matado. Hacía veinte. Veinte años. Intentó quitárselo de la cabeza, pero antes de lograrlo sintió que sus entrañas se desintegraban en su interior, como si estuviera a punto de padecer un cólico.
Se había matado en aquel valle en el que ahora estaba él. Y hacía veinte años de aquello; veinte años, aquel mismo mes. Era sólo una coincidencia, pero el coraje resbala al pisar minúsculas coincidencias como aquélla y cae al suelo, indefenso y sin aliento. Cuando Jack consiguió ayudarlo a levantarse, sosteniéndolo hasta que recuperó la respiración, empezó a dudar de que pudiera llegar a la cima.
Vio su mano, cubierta de talco, con los dedos despellejados y sangrantes. Debajo de sí empotró un friend cilíndrico en una grieta y aseguró el arnés de cintura anudándolo a la cuerda del friend.
– Descansa. Dentro de nada estarás mejor.
Jack, que se quedó clavado en la roca como el pino Ponderosa que crecía en lo alto de la pared, meneó la cabeza, paralizado de terror.
– ¿Qué demonios hago yo aquí? -se preguntó apoyando la cabeza en la roca-. No puedo hacerlo. Mierda, esto es una locura.
Permaneció sentado en el arnés, contemplando el paisaje, esperando a que las piernas y el estómago recobraran la calma antes de seguir escalando. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por convencerse de que había salido ileso en ocasiones anteriores. El rey de las paredes escarpadas no iba a abdicar tan fácilmente. La idea de que tuvieran que rescatarlo los rangers no se le había pasado por la cabeza nunca. Pero es que no era algo que dependiera de él. Era muy improbable que los rangers estuvieran buscando a escaladores accidentados en aquella época del año.
Podía seguir escalando. O podía descender. O podía saltar. Fin.
– Venga, anda, eres un cagado -gritó-. Muévete.
Pasaron los minutos pero él seguía inmóvil. Jack empezó a pensar que por primera vez en su vida tenía ante él una pared muy distinta de las demás. Era quizá el muro más alto de todos: él mismo.