Todo hallazgo de reliquias fósiles que venga a arrojar luz sobre los eslabones que unen al hombre con sus antepasados ha suscitado siempre polémicas y siempre las suscitará.
Wilfred Le Gros Clark
Swift se pasó casi toda la noche en blanco, aunque su insomnio se debía menos a la presencia de Jack que al cráneo. Sabía que sus colegas la tenían en alta estima y que gozaba de popularidad entre el alumnado, porque era una profesora excelente. Pero tenía treinta y seis años y apenas había publicado nada. Dentro de poco la Facultad de Paleoantropología decidiría si le ofrecía o no un contrato laboral fijo, que le permitiría seguir enseñando, y era consciente de que tenía que realizar un trabajo de investigación importante o, mejor aún, publicar un libro. El fósil que le había regalado Jack le proporcionaba el valioso material que tanto necesitaba.
A las seis se escabulló de la cama sin hacer ruido, se vistió apresuradamente y se fue abajo. Tenía una idea fija en la cabeza. Le dejó una nota a Jack, metió el cráneo en la caja, la llevó hasta el coche y se fue directamente a la universidad.
En el campus reinaba la calma más absoluta. A aquellas horas de la mañana todavía no habían hecho su aparición los profetas, los músicos, los vendedores ambulantes de objetos de artesanía, los camellos, los radicales, los artistas y los más variopintos profesores de la universidad con quienes se cruzaba uno normalmente en la avenida Telegraph.
En cuanto entró en el laboratorio, cerró la puerta con llave. Sólo entonces se atrevió a sacar el cráneo y el fragmento de maxilar de la caja y depositarlos cuidadosamente sobre la mesa, que estaba debidamente forrada y acolchada con el fin de proteger de posibles golpes los fósiles, a veces frágiles, que se examinaban en ella.
Midió el cráneo minuciosamente con calibradores y un micrómetro; a continuación dejó en la mesa unas reglas y montó la Canon EOS 5 sobre un trípode; le puso un objetivo de cien milímetros, un flash indirecto Speedlite y un cable de diez metros para disparar a distancia. Cargó luego la cámara con un carrete de Fuji Reala de treinta fotografías y empezó a disparar; apuró otro carrete, también de treinta fotografías, porque la seguridad era primordial.
Después de haber tomado y anotado concienzudamente las medidas básicas y de haber hecho las fotografías, que serían un testimonio fiel de la apariencia del cráneo, se dispuso a seguir con el segundo paso del plan de trabajo, a cuya preparación había dedicado casi la noche entera.
Swift pintó el cráneo con Bedacryl, una especie de cola que se emplea normalmente para endurecer los fósiles frágiles antes de trasladarlos del suelo donde han sido hallados. Aquel cráneo era la pieza más resistente que había manejado, pero Swift prefería extremar las precauciones y pecar de precavida. Hasta los huesos más sólidos podían romperse si se caían de una mesa o de un banco de trabajo.
Mientras esperaba a que la cola se secara, se dispuso a calentar yeso con el objeto de realizar un molde de escayola. Más tarde ya haría moldes de resina y estereográficos más perfeccionados; en aquel momento lo único que quería era una copia que pudiera manejar y transportar por la universidad sin correr ningún tipo de riesgo. En cuanto tuvo el molde hecho, Swift guardó el cráneo original y el hueso maxilar en su caja fuerte del laboratorio. Había planeado llevarlo luego a las cámaras acorazadas de la universidad, donde se almacenaban otros especímenes de valor.
Swift había dedicado asimismo un tiempo a meditar sobre los pasos que debería dar para establecer y defender la propiedad intelectual sobre el espécimen. Si, tal como ella sospechaba, se demostraba que el cráneo era un hallazgo importante, era esencial mantener una absoluta confidencialidad sobre su trabajo de investigación hasta que éste estuviera maduro para ser publicado. Pero era también evidente que no podía trabajar sola y aislada de todos porque, si quería someterlo a un examen exhaustivo, necesitaría la ayuda de sus colegas de la universidad.
Éste era su principal motivo de preocupación.
En el mundo de la paleoantropología abundan las disputas y los litigios; muchas veces el hallazgo de un nuevo fósil sirve para que alguien edifique su reputación a costa de otros y en detrimento de ellos. Al carecer de un método empírico sólido y al ser los paleoantropólogos profesionales que carecen frecuentemente de objetividad, la paleoantropología es una ciencia endeble, basada más en la teoría que en los datos empíricos. Y teorías las hay a granel. A veces a Swift le daba la impresión de que la avidez insaciable que el público muestra por la divulgación científica popular traía como consecuencia el que cada semana apareciera una nueva teoría sobre los orígenes del hombre. Pero los fósiles eran muy difíciles de conseguir y por lo general se aceptaba que los paleoantropólogos más famosos basaran en ellos su reputación. La gente recuerda a Dart, a Johanson, a Leakey, porque sus hallazgos son tangibles. Casi nadie, en cambio, recuerda a teóricos como Le Gros Clark o Clark Howell, que partieron de teorías y en ellas basaron sus trabajos.
A veces se hace que unos fósiles encajen en una determinada teoría en lugar de proceder al revés, y no es infrecuente que la gente compre fósiles que proceden de un competidor con el propósito expreso de demoler una teoría que contradice la propia. El robo es menos frecuente pero en modo alguno desconocido. Y el mundo de la paleoantropología en su totalidad no se ha recuperado del descubrimiento que reveló en 1955 que el cráneo de Piltdown hallado en 1912 en una cantera del sur de Inglaterra era un fraude.
En 1912 Charles Dawson, un arqueólogo aficionado, halló un cráneo simiesco en una pedrera cerca del pueblo de Piltdown en la región de Sussex. Su hallazgo parecía los restos de un ser que había vivido en épocas muy remotas y, por otro lado, todo se ajustaba, de forma harto oportuna, a la teoría dominante entonces según la cual el antepasado del hombre estaba dotado de capacidades intelectuales considerables. Pero en realidad el hombre de Piltdown era una mera combinación de un cráneo humano y una mandíbula de orangután.
La única certeza absoluta con la que cuenta esta ciencia escindida y plagada de incertidumbres es que todo hallazgo de importancia tiene muchas probabilidades de convertirse en un nuevo motivo que desatará disputas y enconadas rivalidades.
No es de extrañar, pues, que la primera persona a la que Swift telefoneara para hablarle de su hallazgo fuera un abogado.
Harztmark, Fry y Palmer eran los abogados de su madre; trabajaban en Londres, donde administraban un consorcio establecido a nombre de Swift, que le reportaba a ésta unos sustanciosos ingresos anuales que recibía a través de su oficina de San Francisco. Swift sólo había visto una vez a Gil McLellan, el socio que administraba su dinero, pero en las excepcionales ocasiones en las que necesitaba asesoramiento legal era a él a quien acudía.
– Stella -le saludó McLellan en cuanto la secretaria le hubo pasado la llamada-. Es un poco temprano para alguien que vive en Berkeley, teniendo en cuenta que en Berkeley no son ni siquiera las nueve de la mañana. No tenía ni idea de que la antropología exigía un horario de trabajo tan estricto.
Su risa ronca sonó como si estuviera tosiendo.
Esto es una de las cosas irritantes de los abogados: se creen los únicos que saben lo que es estar en el despacho desde buena mañana y los únicos que saben lo que es trabajar duro.
– Escúchame, Gil -le dijo Swift yendo directa al grano, antes de que a él le diera tiempo de invitarla a cenar, como solía hacer casi siempre-. Necesito que me ayudes.
– Para eso estoy.
– Deseo que me redactes un contrato de confidencialidad. Ya sabes, algo así como: el abajo firmante se compromete a no mencionar ni de palabra ni por escrito tal objeto, ni a reclamar ningún derecho de propiedad sobre él, sin mi autorización escrita; y si se demuestra que alguien ha utilizado sin mi consentimiento, expreso o tácito, esta información que yo le he facilitado directa o indirectamente, será culpable de haber violado mis derechos, por lo que deberá ser procesado por un tribunal de justicia.
– ¿Estás segura de que necesitas mi ayuda, Stella? Me parece que lo dominas perfectamente. ¿Sabes?, quizá deberías haber estudiado derecho en lugar de paleoantropología.
– ¿Lo harás?
– Por supuesto. Pero ¿puedo hacerte un par de preguntas? En primer lugar, ¿de qué se trata exactamente?
– De un fósil. Un fósil importante. -Se quedó callada un momento-. Mejor será llamarlo cráneo para evitar confusiones.
– Mi segunda pregunta se refiere al grado de la confidencialidad -señaló Gil-. Ninguna información puede ser confidencial si es de dominio público, ¿de acuerdo?
– Nadie sabe nada del fósil salvo yo misma y la persona que lo halló. No se puede hablar de dominio público.
– Muy bien, pues. Voy a redactar un borrador del contrato y te lo mando por fax dentro de media hora. Hasta que tengas el contrato definitivo impreso en papel de carta legal, el que te mande te servirá igual. No sabes cómo se acojonan todos cuando lo ven.
– Gil, eres un sol.
– Dame el número del fax, así me ahorro tener que buscarlo. Llámame si tienes alguna duda. Bueno, llámame de todas maneras. En lugar de cobrarte, dejaré que me invites a almorzar.
En cuanto el cartero le entregó en mano el contrato legal definitivo del cual Gil McLellan había redactado el borrador, Swift fue a ver a Byron Cody.
La Facultad de Zoología de la universidad era una de las que se hallaban en el edificio de Geociencias, una construcción arquitectónica que, por su falsa columnata, recordaba vagamente el ideal helénico. Pero por su estructura de fortaleza, con torreones rectangulares y un patio central, el edificio recordaba más bien a la sede principal de un banco o de una institución del gobierno federal.
Swift no encontró al zoólogo especializado en primates de fama internacional en el despacho en el que solía trabajar sino en otro. Era una habitación sólida y acogedora, casi tan ancha como el propio edificio, que almacenaba una colección de libros inmaculados y encuadernados en piel que tenían aspecto de no haber sido apenas leídos.
– Estoy redecorando mi nuevo despacho -le explicó Cody después de haberla besado en las mejillas-. Tengo entendido que es de un botánico que está ahora en la Amazonia.
Swift se sentó y rechazó la invitación a tomar un café de la máquina que había en el horrible vestíbulo.
– Las críticas de tu nuevo libro han sido muy buenas -le dijo Swift-. Tengo verdaderos deseos de leerlo.
– Yo nunca me creo las críticas buenas -repuso él-. Sólo me merecen consideración las malas. Creo que puedo prescindir de los elogios, aun si son certeros. La crítica es como viajar en avión: cuando todo va bien, ni te das cuenta de que estás volando; sólo cuando tienes un accidente te lo tomas en serio.
Swift sonrió. Cody era uno de sus colegas preferidos.
– Tienes suerte, me pillas de casualidad -le comentó-. Dentro de nada tengo que estar en Moe's firmando libros. No entiendo que mi firma pueda cambiar nada a menos que aparezca en un talón. Bueno, en realidad no tengo que ir hasta dentro de una hora. Tenía intención de ojear libros primero, pero prefiero quedarme y hablar contigo, Swift.
– De hecho me gustaría que leyeras y que firmaras un documento que he traído -le comentó.
– Así que has solicitado una subvención. Será un placer -le aseguró Cody cogiendo el documento de McLellan y depositándolo sobre un montón de papeles desordenados.
– Me interesaría que le echaras un vistazo ahora, si no te importa -insistió Swift-. No es ninguna solicitud para una subvención. Es más bien un documento legal.
– Ahora sí que estoy intrigado.
Byron leyó el documento con una mezcla de orgullo herido y de placer. Una vez concluida la lectura del documento de confidencialidad, Cody, un hombre lento y meticuloso cuya barba a lo Darwin hacía honor a estos rasgos de su personalidad, volvió a leerlo desde el principio. Al acabar, lanzó un fuerte suspiro.
– ¿A qué viene todo esto, Swift? -le preguntó quitándose las gafas de media luna que utilizaba para leer y que se puso a limpiar con nerviosismo con la punta de su corbata de lana azul.
– Lo que te he dicho -explicó Swift-. Es un documento legal, un contrato de confidencialidad. Lo que deseo decirte se convierte así en una información no divulgable, como la que comparten un cliente y su abogado. Eso es todo.
– ¿Y tú eres el cliente?
Swift asintió.
– Hay que reconocer, Swift, que eres una persona cabal, de lo más concienzuda y minuciosa. Ésta es la primera vez que alguien me pide una cosa así. Para la mayoría, la inteligencia es sólo un don; para ti es un deber moral.
– Pues entonces permíteme que vaya directa al grano. He hallado algo que puede que tenga mucho valor. Si éste es el caso, quiero mantenerlo en secreto todo el tiempo que pueda. Lo último que deseo es que alguien del IHO publique un artículo antes que yo.
– ¿Cabe esta posibilidad?
Swift se encogió de hombros.
– Don Johanson dio a conocer su nueva especie, el Australopithecus afarensis, después de arrebatarle unos fósiles de Kenia a Mary Leaky, y sin darle tiempo ni la oportunidad de hablar sobre ellos.
– Pero fue él quien descubrió a Lucy.
Lucy es el nombre que le dio Johanson en un primer momento a los fósiles de afarensis que él halló en Tanzania.
– Sí, pero no le bastó con esto. Tuvo primero que cargarse los fósiles de ella para promover los suyos.
– Entendido.
Cody cogió una pluma, pero se resistía a firmar el documento.
– Mira, Byron, los fósiles son información. Y el nombre que se le pone a cada uno de ellos es algo absolutamente vital en este negocio.
– ¿Negocio? Acabas de mencionar la palabra clave. Ahora sí lo entiendo todo. Yo pensaba que los paleoantropólogos erais científicos.
– La ciencia no es más que un negocio, sólo que quienes se dedican a ella llevan bata blanca -arguyó Swift-. Si quieres descubrir nuevas verdades, no puedes ir con el culo al aire, tienes que protegerte. Si Galileo hubiera sido más precavido a la hora de pronunciarse sobre la teoría copernicana…
– O si hubiera contado con el asesoramiento de un buen abogado… -la atajó Cody haciendo una mueca-. De acuerdo, de acuerdo, me has convencido. Me has herido, sí, pero también me has convencido. -Garabateó una firma y le arrojó el documento de malos modos-. Y ahora dime de qué va todo esto.
– Deseo conocer la opinión del zoólogo especializado en primates más importante del país…
– No soporto que me adules, limítate a decir la verdad.
– … sobre el cráneo de un homínido que ha llegado recientemente a mis manos.
– Esto se pone cada vez más interesante.
Swift abrió la jaula de madera, extrajo el molde del cráneo y esperó a que Cody despejara el escritorio, donde finalmente lo depositó. De la bolsa que llevaba colgada al hombro sacó un ordenador portátil; lo encendió y se dispuso a anotar las primeras impresiones de su colega.
Cody volvió a ponerse las gafas de media luna en la punta de la nariz y cogió el cráneo, haciéndolo girar expertamente con las dos manos como si fuera un melón al que estuviera examinando para saber si estaba maduro.
– Bonito molde -murmuró-. ¿Lo has hecho tú?
– Sí, esta mañana.
– ¿Dónde está el original?
– En un lugar más que seguro.
– ¡Huy! -Cody soltó una risita maliciosa-. La información sólo se da en casos imprescindibles, sólo si te aporta algo a ti, ¿eh? Estás haciendo de James Bone, ¿verdad? -comentó jugando con las palabras Bond y bone, que significa hueso-. Era muy grande, de talla considerable. Observa el tamaño de este cráneo.
Swift empezó a teclear.
– Y los maxilares son enormes. Sólo mi mujer tiene unas mandíbulas más grandes. Pero es por el ejercicio, no tiene nada que ver con la herencia. De tanto hablar y comer. ¡Cielos! jamás había visto un fósil con unos dientes tan grandes como éste. Son más grandes que los de un gorila. Estoy absolutamente seguro, aunque siempre se puede hacer una radiografía por si me equivoco.
– ¿Más grandes? ¿Puedes ser más preciso, Byron?
– Tal vez el doble de grandes. Sí, ¿por qué no? Y observa las suturas de los huesos. No son nada frecuentes. La sutura occipital es más pequeña que la de un gorila. No obstante, el tamaño de estos dientes requería con toda probabilidad músculos masticatorios extremadamente fuertes, en cuyo caso la mayoría de ellos debía de estar unida a la coronilla, a la sutura sagital, cosa que, naturalmente, debía incrementar la talla de la cabeza. Una barbaridad. Puede que de alto midiera, como mínimo, uno coma cinco más que la de un gorila. Eso es algo realmente extraordinario, ¿verdad? Por el tamaño de la sutura occipital, y por su disposición, casi se diría que el ser que poseía este cráneo mantenía la cabeza más erguida que un gorila. Lo cual nos obliga a no descartar la hipótesis de que caminara erguido. Una criatura simiesca que andaba con las dos piernas en lugar de apoyarse en los nudillos, como hubiese sido de esperar. Ahora empiezo a ver claro por qué querías que te asesorasen legalmente. Dios mío, Swift, ¿de dónde lo has sacado?
– Eso, Byron, de momento no puedo decírtelo. Lo único que puedo decir es que no es ningún fósil del Viejo Mundo.
– Me sorprende usted, señora. Iba a exponer mi hipótesis de que en realidad se trata de un australopitécido. Sólo que ninguno de los fósiles de primates hallados en el sur de África ha tenido jamás las dimensiones de este tipo. Ni siquiera el Paranthropus crassidens.
Swift alzó los ojos de la pantalla del ordenador portátil cuando Cody dejó de hablar.
– ¿Y si fuera un simio del Mioceno? -apuntó ella-. ¿No podría ser un ramapitécido?
– Sí, es posible -contestó Cody meditabundo-. Tal vez sea un Gigantopithecus, el primate de mayor estatura de cuantos se conocen. De más está decir que jamás he visto ningún fósil completo. Ni yo ni nadie. Sólo tenemos los tres dientes que Von Koengswald halló en una tienda de Hong Kong, los denominados «dientes de dragón». Sí, podría ser un Gigantopithecus. ¡Dios! ¡Sería fantástico!
– Eso es lo que pensé yo en un primer momento -admitió Swift-. Pero quería oír la opinión de un especialista competente.
Empezó a subrayar algunas de las observaciones de Cody en el texto que tenía escrito en la pantalla del ordenador.
– Has dicho que, según tú, la cabeza medía de alto uno coma cinco veces más que la de un gorila.
– Como mínimo. Tal vez le sacaba quince centímetros por encima de la oreja. Me parece que estoy viendo un pericráneo como el casco vikingo. Debía de tener una cabeza más bien puntiaguda, como la de un gorila de los que tienen el pelo de la espalda blanco, sólo que mucho más, muchísimo más puntiaguda que la de un gorila. Y, si esto no está en contradicción con lo que sabemos sobre el dimorfismo corporal de los primates y de los fósiles de primates, yo diría que se trata, casi con absoluta certeza, de un macho.
Swift tecleó el vocablo «macho».
– El dimorfismo corporal de los primates -comentó- es casi siempre la consecuencia natural de la lucha que entablan los machos entre ellos por acceder a una comunidad de hembras, ¿verdad?
– Sí, y también lo es de la poligamia. -Cody sopesó el molde en sus manos y sonrió de oreja a oreja-. Seguro que este cabrón tenía la suerte de disponer de un harén de hembras deseosas de complacerle.
– Conque es eso lo que te vuelve loco, Byron. Y yo que estaba convencido de que eras monógamo y que estabas encantado de serlo.
– ¿Monógamo yo? ¿Qué te hace pensar una cosa así? Si tengo que describir mi sexualidad, lo mejor que se me ocurre es calificarla de neoconfuciana. Dicho de otro modo, lo que yo quiero es una relación heterosexual en la que haya un benevolente ser superior, por ejemplo yo mismo, y una subordinada obediente que me complazca en todos y cada uno de mis deseos.
– Me recuerdas a uno de esos gorilas sobre los que tú has escrito tanto -observó Swift riendo.
A modo de contestación, Cody hizo una mueca, visible entre el pelo largo de su barba patriarcal.
– Supongo que el mono tira -comentó-. Pero a veces, ¿sabes?, creo que tenemos más cosas en común con los babuinos. Las últimas investigaciones demuestran que las hembras que sobresalen pueden escoger entre los mejores machos, sólo que a un alto precio: corren más riesgo de abortar que las demás. Existen pruebas fehacientes de que entre las hembras humanas ocurre algo similar. Las mujeres con carrera y que triunfan encuentran extraordinariamente difícil dar a luz.
A Swift, que se preguntaba si algún día tendría hijos, no le cupo más remedio que esbozar una sonrisa forzada.
– ¿Acaso es cierto -objetó- que podamos escoger entre los mejores hombres?
– Mejores o peores, qué más da -repuso Cody-. El caso es que la experiencia me ha demostrado que las mujeres guapas, inteligentes y con éxito en el trabajo consiguen exactamente todos los hombres que quieren, buenos, mejores o peores.
– Qué tontería -dijo Swift.
Cody se encogió de hombros y sonrió.
– Te he firmado tu estúpido documento, ¿no?
A veces a Swift le preocupaba mucho el hecho de trabajar en una universidad que había fabricado todas las armas nucleares del arsenal norteamericano.
Veinticinco años antes de que el Departamento de Paleoantropología de Berkeley ocupara un puesto preeminente entre los más prestigiosos del mundo gracias a Vincent Sarich y Alian Wilson, el Departamento de Física de la universidad, ubicado en Le Conte Hall, ya le aseguró a Berkeley un sitio en la historia cuando un grupo de científicos, entre los que se contaba el insigne físico de la universidad, Ernest Lawrence, se reunió con el objeto de elaborar planes para fabricar una nueva bomba.
Lawrence ganó el Premio Nobel de Física en 1939 por haber inventado el ciclotrón, un acelerador de partículas desprendidas de un átomo inscritas en una órbita magnética, un aparato con una especie de sistema de bombeo nuclear, que actúa mediante fuerzas electromagnéticas que hacen que las partículas sirvan de proyectiles para bombardear otros átomos. Lo construyó en una colina desde la que se domina el campus de la universidad, lugar en el que en la actualidad se halla el Lawrence Hall de Ciencia. De los experimentos realizados con el ciclotrón se derivó el descubrimiento del plutonio, llevado a cabo en 1941, fecha a partir de la cual los científicos de Berkeley elaboraron otras bombas y descubrieron otros trece elementos sintéticos, entre ellos el berkelio y el californio, el antiprotón, el antineutrón y el carbono-14.
Fue el químico de Berkeley Williard F. Libby quien descubrió en 1946 que el carbono-14 existe en la naturaleza; los neutrones, los núcleos atómicos, emitidos en la irradiación cósmica, provocan en las altas capas de la atmósfera la transmutación del nitrógeno en carbono radiactivo, nombre por el cual se conoce también al carbono-14; allí se combina con el oxígeno del aire y forma el anhídrido carbónico. Del aire es absorbido, directa o indirectamente, a través del alimento en el caso de los animales y el hombre, por todos los seres vivos. El carbono radiactivo, al iniciar su proceso de desintegración muy rápidamente, es una técnica de datación muy útil de los restos vegetales o animales. Supuso el inicio de una geocronometría precisa, un medio fiable de obtener la cronología de residuos orgánicos, vegetales u osamentas, una especialidad que hoy en día abarca técnicas mucho más perfeccionadas y exactas y a la que Berkeley le ha dedicado un departamento en el edificio de Geociencias.
El catedrático Stewart Ray Sacher era un ilustre geocronólogo de Berkeley, una autoridad mundial en su especialidad. Su obra Geología estratigráfica y cronología relativa era un libro de texto absolutamente imprescindible. Sacher era también un paleontólogo de reputación muy respetado que había publicado obras científicas de divulgación sobre la era paleozoica que se habían convertido en éxitos de venta; entre ellas cabe destacar su libro El mundo futuro: la cantera de Walcott y la explosión cámbrica, un análisis de una famosa biota cámbrica y de su importancia en la historia de la vida en el planeta que le valió el Premio Pulitzer.
Sacher, un hombre metido en carnes, de desaliñado pelo castaño y espeso bigote, estaba trabajando en su amplio laboratorio, rodeado de varios espectrómetros configurados de distintas formas; con él estaba una estudiante de posgrado de físico despampanante cuando Swift le interrumpió.
Como siempre, sonaba una pieza de música coral en el potente equipo de alta fidelidad del laboratorio. De vez en cuando, Sacher solía dejar lo que estaba haciendo y se ponía a dirigir un movimiento o una frase que le entusiasmaba particularmente. Es lo que estaba haciendo justo cuando Swift entró; al verla en el umbral de la puerta, con su fuerte acento de Brooklyn y su absoluto desenfado, le largó una cita de Shakespeare.
– «¡La esperanza legítima es rápida y vuela con dos alas de golondrina [1]!»
Hizo una mueca, muy ufano de su memoria y de su habilidad para recitar, y le dio un caluroso abrazo.
– ¿Qué tal estás, cariño?
Swift le estampó dos besos en las mejillas y se quedó mirando sus pantalones y su chaleco de cuero; Sacher seguía mostrando predilección por las prendas de cuero.
– ¡Qué quieres, yo voy en bici!
– A veces pienso que se trata más bien de fetichismo -le dijo ella para meterse con él en tono de broma.
– Desearía exponer una explicación alternativa sobre el significado de los denominados fetichismos -enunció-. Si todos nuestros esfuerzos, tanto intelectuales como sexuales, representan una lucha por alcanzar la naturaleza divina, entonces seguro que Dios nos ha otorgado nuestras manías y nuestros caprichos sexuales para frustrar nuestros esfuerzos en este sentido. No necesitaríamos a Dios para nada si nos rodeásemos de medias, zapatos y malolientes fluidos primordiales. Entonces seríamos dioses. ¿En qué puedo ayudarte, querida?
– Me gustaría hablar contigo sobre un problema de datación.
– Nunca hubiera dicho que una chica tan guapa como tú tuviera problemas. -Hizo una mueca y meneó la cabeza-. Ojalá me hubieran dado un dólar cada vez que he hecho este chiste tan malo. Siéntate, Swift. Dentro de un instante estoy contigo. El tiempo de sacudir unos isótopos de plomo.
Señaló a un sillón giratorio de piel que había delante de un escritorio de persiana y junto a un carrito en el que estaban apilados varios aparatos de un equipo de música.
Swift se sentó y echó una ojeada al escritorio atiborrado de objetos buscando con los ojos la funda del disco que sonaba. Aquella música era La Creación de Haydn, sólo que una versión más buena que la que tenía ella; ella la había comprado de oferta y aquélla era de las caras. Desistió de la búsqueda y se reclinó en el asiento procurando no fijarse en los cachivaches de béisbol que adornaban la pared -Sacher era un fiel entusiasta de los Oakland Athletics-, y se concentró en la música.
Se dijo que escuchar música clásica en un lugar y en un momento en los que uno no esperaba oírla producía un placer añadido. Se preguntó qué hubiera pensado de Stewart Ray Sacher, o de ella misma, el compositor que en cierta ocasión comentó que siempre que pensaba en Dios se sentía pletórico de alegría. A ella, siempre que pensaba en Dios, se le venía a las mientes la idea de que la predisposición biológica del hombre a la religión quizá fuera como la capacidad de los seres humanos para aprender el lenguaje que, según Chomsky, es innata. Para ella, Dios no era más que un nombre que uno invoca cuando se ve en apuros y necesita algo urgentemente, como por ejemplo uno de esos supermercados que abren toda la noche.
– ¿Te gusta?
Swift abrió sus ojos verde esmeralda.
– ¿Haydn? Sí. Claro.
– ¿Cuál es el pasaje que más te gusta?
Se quedó pensativa unos instantes.
– «La representación del caos» -contestó.
– ¡Oh, te gusta lo sombrío, lo misterioso! Eso te delata, querida. A mí el trozo que más me gusta es aquel en el que el gusano hace por fin su aparición, después de que han salido a escena los tigres y los corderos. In langen Zügen kriecht am Boden Das Gewürm. ¿Qué lugar ocuparía en la escala evolutiva?
Se oyó una risa cascada de fumador empedernido. Los cigarrillos eran la razón principal de que su voz tuviera una modulación tan menguada como la que pueda tener el mugido de una vaca enfurruñada; por la voz, seca y ronca, se parecía a Al Pacino. Más que pronunciar las palabras, las expectoraba.
– Me da la impresión, ¿sabes?, de que Franz Joseph Haydn hubiera aceptado la idea de que todos descendemos de unos cuantos invertebrados muy simples.
– Yo estaba pensando lo mismo -confesó Swift.
– ¿Qué te trae por aquí? ¿Tienes algo interesante que quieres que date?
Swift abrió la bolsa que llevaba colgada al hombro y le entregó una copia del contrato de confidencialidad.
– Siento tener que pedirte que me firmes eso, Ray -dijo-. De veras que lo siento. Pero creo que, en cuanto veas lo que poseo, comprenderás que tome tantas medidas. Hoy en día toda precaución es poca.
– Vaya, así que has hallado algo importante -la atajó.
Sin añadir ni una palabra más, firmó el contrato y se lo devolvió.
– ¿Y bien? Venga, venga, querida, basta ya de suspense. ¿Dónde está? ¿Dónde lo tienes?
Swift lanzó una mirada a la ayudante de su colega.
– ¿Helen? -la llamó Sacher-. ¿Te importaría devolver estos libros a la biblioteca?
– Voy ahora mismo -contestó la joven. Recogió los libros que había apilados en el suelo, se fue hacia la puerta y le dedicó una sonrisa burlona a su jefe.
– ¡Ah! ¿Te has fijado en su sonrisa? -preguntó Sacher en cuanto la chica hubo desaparecido-. Me apuesto lo que quieras a que cree que tú y yo estamos liados. ¿Sabes?, me parece que mi reputación saldrá ganando. -Se rió y sacó un paquete de Winston Select-. Gracias a Dios que se ha ido. Por fin podré fumarme un pitillo.
– No deberías fumar tanto -le dijo Swift.
– Et tu Brute.
– Me preocupas.
– ¡Eh, que éstos son inocuos! Los anuncian en Omni.
Swift metió la mano en la bolsa y sacó una bolsita de plástico que contenía las muestras de roca y de tierra que le había entregado Furness. Después colocó sobre el escritorio el fragmento del maxilar inferior que había envuelto en una gasa.
– Desde luego no parece muy viejo -declaró él con voz áspera cogiendo el hueso con sus dedos color sepia.
– Sí y no, la parece y no lo parece. Tienes razón, apenas está fosilizado y, en cambio, debería estarlo. Según la clasificación filogenética existente, este fragmento de maxilar debería tener más de un millón de años. Incluso si descartamos la posibilidad de que quedara incrustada, esta mandíbula debería tener la apariencia de una roca.
– ¿Por qué la descartas? -le preguntó Sacher-. ¿Cómo conseguiste este espécimen?
– Me lo proporcionó una persona de confianza.
– ¿De confianza? ¿De entera confianza? ¿Te había proporcionado fósiles con anterioridad?
– No, nunca. Pero no es el tipo de persona capaz de urdir con toda malicia y sangre fría un fraude, como hizo Charles Dawson con el hombre de Piltdown. Es totalmente incapaz. Dawson se tomó la molestia de tratar el cráneo y la mandíbula para darles una pátina de antigüedad. Si alguien hubiera querido de verdad engañarme, sin duda habría hecho lo mismo. -Se quedó callada esperando a que él le diera la razón-. ¿No lo crees tú así?
– Sí, me imagino que sí -admitió Sacher-. Pero hay que analizar siempre los fósiles sin ideas preconcebidas. Este fragmento de maxilar reviste un gran interés para la datación isotópica. La muestra de roca probablemente carece de relevancia.
– Sí.
– Puede que se den condiciones atmosféricas especiales que hayan impedido la petrificación.
Swift describió cómo Furness había hallado el espécimen en una cueva de roca caliza situada a una altitud considerable en la cordillera del Himalaya.
– En este caso -observó Sacher- es muy posible que permaneciera miles de años incrustado en el hielo.
– ¿Te refieres a que ha permanecido sepultado como un cadáver en un glaciar?
– Exacto. Sabemos que no siempre los cuerpos son aplastados por la acción de los glaciares. ¿Recuerdas el cadáver que se halló en los Alpes austríacos enterrado en el hielo hace unos años? Me parece que fue en 1991.
– Sí, ya me acuerdo. El Hombre de Hielo.
– Resultó ser un cazador del Neolítico que había muerto hace más de cinco mil años. Todos los tejidos del cuerpo, los tatuajes que tenía en la piel, incluso sus Reebocks se habían conservado en perfectas condiciones.
Sacher desvió la mirada y disipó una nube de humo.
– Si no recuerdo mal, lo hallaron a una altitud de unos tres mil metros. ¿Y tu espécimen? ¿A qué altitud fue hallado?
– A seis mil metros.
– Eso es el doble. A bote pronto, ésta es la primera hipótesis que se me ocurre, provisional, por supuesto. Como he dicho, es preciso no proyectar sobre el fósil ideas preconcebidas, hay que dejarlo hablar. Supongamos que el Hombre de Hielo hubiera podido conservarse otros cinco mil años. Supongamos asimismo que tu espécimen, que se hallaba a una altitud el doble de la que fue hallado el Hombre de Hielo, se hubiera conservado el doble o el triple de años. Digamos unos treinta mil años. Supongamos que hubiera permanecido todos estos años sepultado bajo el hielo. Sólo cuando el hielo hubiera empezado a derretirse, habría iniciado su proceso, aunque muy lentamente, de descomposición. Creo que es muy posible que tu espécimen tenga como mínimo cincuenta mil años.
– Entonces tenemos un vacío de novecientos cincuenta mil años -protestó Swift.
Sacher se encogió de hombros.
– Ya conoces mis métodos, Watson. Primero los hechos. Hay que alcanzar los conocimientos necesarios y la indispensable precisión recurriendo a una cantidad mínima de análisis. Después volveremos a examinar las teorías a la luz de lo que nos diga el fósil. Éste es el método científicamente correcto.
Apagó el cigarrillo en una muestra de pirita de hierro que utilizaba de cenicero.
– ¿Y qué método vas a utilizar exactamente?
– Normalmente recurriría a un método cosmogénico. Con el espectrómetro de masas podemos precisar la edad de un objeto o cuerpo analizando un miligramo de carbono. No obstante, el esmalte de los dientes de este maxilar está en tan buen estado que creo que procederé a realizar una resonancia del espín.
– Una resonancia del espín de los electrones -asintió Swift-. Así mides la energía de los electrones que se mueven en el esmalte de los dientes.
– Sí. Se obtiene la datación del material a partir de la relación entre la medición de la energía de los electrones y la velocidad de su movimiento.
Sacher se quedó pensativo un momento; después apagó el aparato de música y sopesó todas las técnicas de datación de las que podía disponer.
– Por otro lado, en este laboratorio poseemos series de uranio o series de torio. Yo empleé el torio para datar unos nuevos especímenes de neandertales que hallaron el año pasado en Israel. ¿Sabías que en Israel vivían neandertales hace tan sólo cincuenta mil años?
– ¿Y si resulta que este espécimen es más antiguo?
– Si tiene más de mil años, nos veremos obligados a utilizar la roca. Pero, por lo que me has dicho, creo que su utilidad será muy limitada. Nunca he sido partidario de utilizar muestras de roca con el fin de datar muestras óseas a menos que hayan sido halladas en el mismo estrato geológico.
– Haz lo que creas que es mejor, Ray.
– Por supuesto, pero será largo.
– ¿Mucho?
– Te llamaré en cuanto tenga algo.
– Pero hazlo en seguida, ¿de acuerdo?
Sacher encendió otro pitillo.
– Sabe Dios cuánto tiempo hemos tenido ya que esperar. Esperar un poquito más no cambia nada las cosas.
Swift enarcó las cejas.
– Es la tercera vez que mencionas a Dios, Ray. ¿Qué tiene que ver Dios con todo esto?
Sacher se encogió de hombros con una expresión vagamente avergonzada en el rostro.
– Le he dado vueltas, nada más.
– Ray. -Swift estaba tan sorprendida que fue a abrir la boca y tuvo que cerrarla-. Eres ateo.
Él se pasó su mano regordeta por el pelo tupido. Swift no recordaba que lo tuviera tan cano. Su colega movió las cejas, insinuante.
– No irás a tomártelo a la ligera, ¿verdad? -le preguntó ella con el entrecejo fruncido.
– Es sabido que las personas a quienes se les amputa un miembro experimentan un fenómeno denominado fantasmagoría: sienten dolor en el brazo o la pierna amputados; incluso hay mujeres a quienes les sigue doliendo el seno después de haber sido extirpado. Se puede sentir la presencia de este miembro inexistente, especialmente la mano o el pie en su parte más extrema, muchos años después de que haya sido amputado. Puede incluso llegar a escocer.
»¿Swift? Es así. Supongo que tras un largo período de ateísmo, empiezo a tener la misma sensación respecto a Dios. Y grosso modo he llegado a la conclusión de que ésta es la mejor prueba de su existencia, nunca hallaré ninguna más convincente. La experiencia religiosa es en realidad el único modo de verificar este escozor, esta comezón, aunque dudo mucho que exista una religión con la que mi heterodoxia se sienta cómoda. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?
Swift se levantó, le dio un beso en la mejilla y se dirigió hacia la puerta del laboratorio.
– ¡Eh! ¡Swift! -exclamó él riéndose azorado-. ¿No puedes aceptar la religión?
Swift dio media vuelta.
– Mira, Ray, para mí el ateísmo es como plantarle cara a la mafia. Cuanto más numeroso sea nuestro bando, más seguros estaremos.
Imitó con los dedos una pistola con la que apuntó a su colega.
– Eres lista -dijo él riéndose.
– Llámame en cuanto tengas algo.
– Te llamaré de todas maneras.