DIECISÉIS

Corría a gatas, y muy de prisa, por la nieve a refugiarse en los peñascos. En aquel momento me dije: «Esto es un mono o una criatura simiesca.»

Chris Bonington


En el mismo instante en que Swift desaparecía al caerse por el borde de la grieta, Jack se arrojó al suelo de hielo antes de que la cuerda pudiera arrastrarlo detrás de ella. No le sorprendió nada que Swift no hubiera sido capaz de detener la caída. Él le había gritado que se tumbara de espaldas y que clavara los crampones y el piolet en el hielo, pero detenerse por los propios medios cuando uno se caía no era una técnica fácil de dominar. Como la mayoría de las técnicas de alpinismo, requería práctica. Cuando él empezó a escalar, aprendió a utilizar el piolet para detener una caída en pendientes cóncavas con un margen seguro y tiempo suficiente para perfeccionar el ejercicio. Se dejó caer de espaldas y giró el cuerpo hacia la mano que sostenía el regatón del piolet. Cuando empezó a apoyarse en la maza y a abrir las piernas procurando clavar las puntas de los crampones en el hielo con el objeto de aumentar la capacidad de frenado del piolet, Swift llegó al final de la cuerda.

Jack apretó los dientes al sentir el súbito impacto del cuerpo de ella que amenazó con arrancarle el piolet que sostenía con una mano. Con los brazos totalmente estirados, apoyó con fuerza la cara contra el hielo, suplicando al cielo que los músculos de los brazos y de los hombros soportaran aquella tensión sin desgarrarse. Y que el arnés de pecho que tenía desabrochado aguantara; si no lo había perdido al caerse Swift, era gracias a la mochila, que lo mantenía sujeto.

Cuando al fin dejó de deslizarse y haciendo de tripas corazón miró por encima del hombro, vio que tenía los pies a menos de un metro de la grieta. Un segundo más y los dos se hubieran matado.

Los gritos de Swift que procedían del interior de la grieta se oían cada vez menos fuertes; su amiga pugnaba por controlar su miedo. Respiró hondo.

– ¿Estás bien, Swift? -le gritó.

Hubo un largo silencio, y por fin oyó una voz casi inaudible.

– Sí, me parece que sí.

Jack maldijo su propia estupidez, se dijo que nunca debió haberse aflojado el arnés sin antes haberse asegurado, y haberla asegurado a ella, a otro punto de anclaje, y que no debió dejarla subir desde el riñón. Debió haberse llevado con él a Miles o a Mac. Debió haberse dado cuenta de lo extenuada que estaba Swift, pero fue incapaz de verlo.

Se miró el abdomen, buscando la radio para pedir auxilio a los otros dos, que estaban en el campamento I, pero había desaparecido. Se le debió de haber caído justo antes de resbalar Swift, cuando había estado a punto de llamar al campamento I. Echó una mirada desesperada en torno a él y vio que estaba a varios metros, junto al piolet de Swift, y totalmente fuera de su alcance.

Iba a tener que tirar de ella para izarla. Si el arnés resistía hasta que él pudiese agarrar la cuerda y sostenerla sin peligro… Como si este pensamiento le hubiera hecho cobrar la conciencia, el mosquetón que aguantaba la cuerda empezó a deslizarse por su hombro apretando la correa acolchada de la mochila.


A Swift se le hicieron eternos los minutos que estuvo colgada de la cuerda, dando vueltas, con los ojos cerrados y sin osar mirar hacia arriba por miedo de ver a Jack arrastrándose por la grieta hasta llegar a donde estaba ella. Pero cuando notó que subía unos cuantos centímetros, abrió los ojos.

Poco a poco la vista fue acostumbrándose a las tinieblas gélidas hasta que fue capaz de distinguir formas, y lo primero que acudió a su mente al ver el frío abismo que había bajo sus pies inservibles fueron ideas relacionadas con la fuerza de fractura, el alargamiento, la elasticidad, la fuerza de impacto, el número de caídas que podían soportarse y la incapacidad de absorción de agua de la cuerda que la sostenía. Había visto muchas películas y no podía quitarse de la cabeza la imagen de la cuerda que, allí arriba, al rozar con el borde de una grieta, iba segándose lentamente hasta que al fin se rompía, mientras Jack, luchando desesperadamente, tiraba de ella con fuerza.

Pugnando por desterrar estas imágenes de la cabeza, intentó ayudar a Jack y le dijo de cuánta cuerda tendría que tirar; entonces reparó en que había caído a una profundidad de unos seis metros y de ello dedujo que le llevaría probablemente más de una hora sacarla de allí.

– ¿Jack? Estoy a una profundidad de unos seis metros -le gritó a pleno pulmón, aunque su voz sonaba como la de alguien más muerto que vivo, como un alma en pena errando por el espacio insondable-. ¿Quieres que haga algo?


Poco a poco, Jack empezó a arrastrarse, con la mano agarrada al regatón del piolet, y a alejarse del borde de la grieta. Aguantar el peso muerto que había en el otro extremo de la cuerda le requería un esfuerzo excesivo; además, ahora tenía el mosquetón a medio brazo, pero consiguió, muy despacio, poner la cabeza a la altura de la azuela del piolet, que era una hoja en forma de pala. Cuando estuvo absolutamente seguro de que no corría ningún peligro, giró el piolet y con el brazo totalmente extendido lo levantó y lo clavó rápidamente en el hielo por encima de su cabeza. Después volvió a arrastrarse hacia arriba, cogido al piolet, hasta la altura de la hoja.

Jack repitió esta maniobra hasta que estuvo como mínimo a seis metros de la grieta. Sólo entonces se volvió muy lentamente de espaldas y a tientas buscó la cuerda, preparándose para iniciar la lentísima, laboriosa y extenuante tarea de rescatar a Swift e izarla de la grieta.

En aquel mismo instante sintió que se soltaba algo debajo de su hombro, como cuando se cae un botón de la camisa.

El arnés era de una calidad superior, muy seguro para los escaladores que llevaban una pesada mochila, porque ayudaba a evitar que éstos, si sufrían una caída, invirtieran su posición. Quedaba perfectamente ceñido y era imposible que se desabrochara; además, repartía el peso del escalador de forma equilibrada. Pero cuando el peso de la cuerda que aguantaba a Swift le obligó a concentrarlo en sólo una mitad del arnés, supo que los puntos de la costura de la correa del hombro no iban a poder resistir mucho tiempo.

Le bastó un instante para ver con claridad lo que ocurría y se abalanzó desesperadamente sobre la cuerda, pero falló. Se puso a gritar hasta que la correa que sostenía el mosquetón se abrió como un puño diminuto y la cuerda que aguantaba a Swift desapareció por la grieta.


Swift oyó que Jack le gritaba, pero no alcanzó a oír qué le decía porque, de pronto, cuando sus ojos se habían habituado ya a la oscuridad y podía distinguir formas en aquel sitio siniestro, empezó a caer otra vez.

Seguía con el chillido en los labios cuando aterrizó, y comprendió casi inmediatamente cómo habían desaparecido los dos yetis. En aquel preciso momento sintió un golpe en la cabeza. Al ver que era el mosquetón que tenía Jack atado al arnés, junto con el resto de la cuerda que la había mantenido sujeta a ella, supo que se había salvado por los pelos.

Unos pelos del grosor de la cornisa en la que había aterrizado.

Si hubiera caído un metro más allá, ya no estaría viva para contarlo. Después de precipitarse por la garganta de aquel abismo negro, de aquella boca de labios arrugados, Swift se encontró sentada, a unos nueve metros de profundidad, en una larga y sinuosa plataforma cubierta de hielo y de nieve en la que se apreciaban las mismas huellas visibles en el glaciar; era un sendero natural del paisaje montañoso que se adentraba cientos de metros en la oscuridad y lo desconocido. Los dos yetis debían de conocer la existencia de aquel rellano, porque era evidente que habían saltado desde el borde de la grieta hasta aquella parte de la fisura más oscura: un salto prodigioso que simplemente no cabía achacar, como Swift sabía muy bien, a los instintos de animales salvajes por inteligentes que fueran y por más recursos que tuvieran.

Jack asomó la cabeza por el borde de la grieta y gritó su nombre con una voz enronquecida por el miedo.

– Estoy bien -le gritó ella a su vez-. No me ha ocurrido nada. Aquí hay una especie de cornisa de un metro de ancho. Estoy sentada en ella.

– Gracias a Dios.

– Ahora ya sabemos por qué han desaparecido los yetis -dijo.

Jack se echó a reír.

Apoyándose en la pared de la grieta, se levantó despacio; sus piernas temblorosas le recordaban lo cerca de la muerte que había estado. Al pensarlo, le entraron náuseas y un sudor frío le empapó el cuerpo.

– ¿Estás bien?

– Me parece que sí. No debo de haber caído más de unos tres metros. Estaré a una profundidad de unos nueve metros.

– Eso sí que es un salto -comentó Jack.

Al darse cuenta de lo que habían hecho los yetis, Swift comprendió un poco por qué aquellos seres legendarios habían conseguido evitar ser observados y capturados durante tantísimo tiempo. Si eran capaces de saltar desde semejante altura hasta una cornisa de roca invisible, ¿de qué otras hazañas no iban a ser también capaces?

– ¿Puedes tirarme la cuerda hasta aquí arriba, Swift?

Como pudo, Swift se quitó en seguida la mochila y la cuerda enroscada, y cogió una Maglite pequeña, porque había que disipar rápidamente la penumbra inquietante de aquel lugar tenebroso. El haz potente de la linterna le permitió ver perfectamente la cornisa, que tenía más de un metro de ancho, aunque se iba estrechando a medida que se perdía en la oscuridad, al igual que las huellas. Tendrían que volver más tarde, o quizá al día siguiente, y proseguir la búsqueda de los yetis. Era imposible perder el rastro porque era a todas luces evidente que se movían por un lugar bien concreto: el interior de la grieta.

Guardó la Maglite, desenroscó la cuerda, midió el largo, y repasó mentalmente el acto de lanzarla hacia arriba.

– Me parece que no -le dijo a Jack-. No hay espacio suficiente.

Levantó la vista y vio el cielo azul por el estrecho ojo de la grieta. Swift esperaba que Jack le comunicara qué tenía que hacer a continuación y comenzó a tiritar. Había sentido tanto miedo que se había olvidado del intenso frío que hacía allí abajo.

– ¿Qué hacemos ahora? -le preguntó a Jack.

– Buena pregunta -contestó él apartándose del borde de la grieta para ir a coger la radio.

En cuanto la tuvo en sus manos, vio que en la pantallita gris no había ninguna señal, que el LCD no funcionaba. La radio no le servía para nada. La antena debió de haber saltado al caer en el hielo. Jack escudriñó detenidamente el borde de la grieta pero no vio por ningún lado la protuberancia negra de goma que hacía funcionar la radio.

– Mierda.

Cuando una pieza del equipo se avería, eso significa que habrá más averías, porque las averías nunca se presentan solas.

Echó una ojeada al reloj; después miró al cielo y vio lo que ya sabía. No tenía tiempo de bajar al campamento I y volver con Mac y Jameson antes de que anocheciera. Sabía que el frío que hacía en el interior de la grieta sería pronto imposible de soportar. Si en pleno día el frío era espantoso, de noche aquello sería como la cámara de congelación de una carnicería. Al ver en el suelo el piolet de Swift, lo cogió. Ya no le cabía ninguna duda de que no le quedaba más remedio que bajar por la pared de la grieta con los dos piolets, recoger él mismo la cuerda y volver a subir.

A Jack le vinieron arcadas al pensar que iba a tener que hacer, porque no le quedaba más remedio, lo que siempre había ido dejando hasta estar mejor preparado.

Iba a tener que escalar una pared de hielo cortada a pico sin cuerdas, con la única ayuda de los crampones y dos piolets. Sería lo más parecido a volver a escalar el Annapurna que cabía imaginar.


Cuando se acercaron al CBA, Jutta, Cody y Ang Tsering se encontraron a Boyd colocando en una lona especial muestras cilíndricas de hielo del glaciar que había obtenido con un punzón portátil. Estos especímenes, llamados muestras de sondaje, medían casi dos metros de largo y siete u ocho centímetros de diámetro; cada uno de ellos estaba conectado mediante un par de alambres a un pequeño ordenador digital. Cuando Boyd les vio llegar, dejó lo que estaba haciendo, se levantó y adoptó una expresión sombría.

– Os habéis enterado de lo que ha ocurrido, ¿eh? -les preguntó-. De lo que les ha ocurrido a aquellos pobres chicos.

Los tres asintieron.

– Señor, lo siento, Tsering. Mi organización pagará la parte correspondiente de los gastos, naturalmente. Honras fúnebres. Indemnizaciones. Lo que sea.

– Gracias, sahib.

– Al menos el sirdar está bien. Según Link, viene de camino.

Entraron todos en la concha y vieron que Warner ya había hervido agua.

– Os oí llegar -les dijo-, y he preparado café.

– ¡Café! Estupendo.

– ¿Qué tal va tu trabajo? -le preguntó Jutta a Boyd con amabilidad.

– Supongo que bien.

– Yo creía que para obtener esas muestras de sondaje había que taladrar a mucha profundidad -comentó Warner.

– No, para obtener estas muestras no es preciso. Éstas son una indicación de lo que ha ocurrido durante los últimos mil años. En la Antártida obtuvimos muestras a gran profundidad, a una profundidad de verdad. La mayoría mar adentro. En la plataforma de hielo Amery, a la altura del glaciar Lambert, taladramos a una profundidad de quinientos metros, diez mil años atrás.

Boyd cogió la taza humeante que le ofrecía Warner y sorbió el café con ruidoso entusiasmo.

– Muchas gracias. Pero vosotros sí tenéis buenas noticias, ¿eh, chicos? Me he enterado de que Hurké vio no sólo uno sino dos disfraces. ¡Eh, Link, a lo mejor ahora podrás trabajar un poco!

– Espero que así sea, porque, la verdad, ya me estaba aburriendo mucho.

Tsering frunció el ceño y sacudió la cabeza.

– ¿Dos disfraces? No lo entiendo, sahib…

– Boyd tiene un sentido del humor un tanto extraño -le explicó Jutta-. Se refiere a los dos yetis.

– Nosotros también hemos visto algo muy interesante -dijo Cody-. Algo que a ti, Boyd, que eres meteorólogo, te puede interesar mucho.

– Soy climatólogo -aclaró Boyd-. La meteorología es otra cosa.

– Unos colegas. Un reducido equipo de científicos chinos. Meteorólogos. Seis chicos de aspecto desastroso.

– ¡No me digas!

– ¿Dónde los habéis visto? -preguntó Warner-. Yo pensaba que éramos los únicos que estábamos aquí arriba.

– Según Tsering, son desertores del ejército chino -añadió Cody-. Es lo que él cree porque no tenían sherpas.

– Si hubieran alquilado porteadores en Khat, yo me habría enterado. -La voz inflexible de Tsering no admitía réplicas.

– Quizá sean invasores -se rió Cody-. Del Tibet.

– ¿Dónde los habéis visto? -insistió Warner.

– En el valle que hay encima del CBM -le explicó Jutta-. El que se extiende hacia el Tarke Kang. Han acampado al pie del pico Acanalado.

– ¿Habéis hablado con ellos? -les preguntó Warner.

– Sí -contestó Jutta-. Byron habla un poco de chino.

– Un poquito.

– ¿Dónde aprendiste chino, Byron? -le preguntó Boyd.

– En Vietnam. Estuve en las Fuerzas Especiales un tiempo. Interrogaba a los prisioneros y hacía otras cosas por el estilo.

– ¿Lo dices en serio? -exclamó Boyd-. ¿Torturaste a alguno?

Cody soltó una carcajada despectiva y meneó la cabeza.

– Las Fuerzas Especiales. ¡Vaya! ¿Os han dicho a qué clase de meteorología se dedican?

– No. Pero les he prometido que iríamos a visitarlos otro día. Que les llevaríamos cigarrillos y whisky. Tal vez podamos averiguar qué hacen aquí.

– Sí, eso haremos.

– Me sorprendería mucho que siguieran en el mismo sitio cuando vayamos -dijo Tsering-. Me sorprendería mucho que no hayan liado los petates y se hayan marchado del campamento en cuanto nos hemos ido nosotros.

– ¿Sabes cuál es tu problema, Tsering? -le dijo Boyd-. Que no confías en tus compatriotas.


Hustler. ¿Sabes qué? Pues que tenemos compañía. Hay un equipo chino en la zona, a 83,75° de Greenwich y 28,45° al norte. Uno de nuestros sherpas cree que son desertores. Pero puede que sean un grupo de enemigos que quiera humillarnos. Yo me inclino por esta última posibilidad. Quiero borrarlos del mapa inmediatamente. Dime algo, por favor. Saludos, Castorp.


Jack respiró hondo y se arrodilló en el borde de la grieta. Sentía deseos de rezar. Quería confesar sus pecados, pedir valor, suplicar que le guiaran ahora que iba a rescatar a Swift, y lo quería todo a la vez. Lo que deseaba más que nada en el mundo era precisamente no tener que hacer lo que se disponía a hacer. Tenía ardor de estómago, como si hubiera bebido vinagre, y el corazón le latía tan aceleradamente que creyó estar a punto de sufrir un infarto.

Serénate, anda. Si la dejas ahí abajo, se morirá congelada.

Se giró con mucho cuidado y clavó el piolet en el hielo. Cuando quedó completamente satisfecho de los puntos de apoyo, se volvió del todo, metió las piernas en la grieta como hacemos cuando nos metemos despacio en una piscina deslizándonos junto a la pared, y después clavó las puntas dobles de los crampones en la pared lisa de hielo.

No era la primera vez que efectuaba una escalada libre en una pared de hielo y Jack tenía presentes todos los peligros, que dependían en gran medida de la calidad del hielo. Las puntas de los crampones podían salirse. El hielo podía astillarse. O, lo que era peor, podía romperse por el impacto del piolet y el fragmento entero podía arrastrarte con él como si bajaras por un tobogán. Era una suerte que los picos de los dos piolets fueran delgados, facilitando así la penetración, y al mismo tiempo lo bastante afilados como para ser extraídos sin dificultad. Lo más arduo de todo era la técnica de escalar con piolets a la inversa. Después de encontrar un par de buenos puntos de agarre, uno tenía que sacar un crampón del hielo y a continuación un pico, bajar el cuerpo hasta que uno tenía la mano en el extremo del mango del piolet clavado en el hielo, y luego insertar el otro crampón. Era la técnica de descenso con más posibilidades de destrozarte los nervios jamás inventada.

Nueve metros no eran mucho. Pero si se caía de la pared azulada y verdosa de roca incrustada de hielo, Jack sabía que sería una caída mortal. Sabía también que su peso y el ángulo de su cuerpo serían suficientes para precipitarse rozando el borde de la cornisa y caer al fondo del abismo. En semejante escalada no cabía ningún margen de error.


Bryan Perrins se sentó a su escritorio, echó una ojeada al Post y lo tiró a la papelera. Él prefería el City Paper, un semanario que contenía chismorreos más sabrosos y una sección dedicada a las artes y a los espectáculos mucho más buena. A Perrins le gustaba el cine, y el Post, que se había dormido, literalmente, sobre sus laureles, nunca contenía tantas reseñas cinematográficas como el City. Encendió el ordenador y con la mirada perdida en el río Potomac, que se veía por la ventana, se preguntó si aquel fin de semana iba a poder ir al American Film Institute a ver alguna de las primeras películas de Hitchcock, a las que estaba dedicado el ciclo aquellos días. Vértigo, quizá, que era una de sus preferidas. Al pensar en alturas vertiginosas le acudió a la cabeza el Himalaya, y seleccionó el correo electrónico de Hustler para ver si había algún mensaje de Castorp en la bandeja.

La noticia de la presencia de un campamento militar chino en el Santuario del Annapurna no le sorprendió especialmente. La Agencia ya se esperaba algo por el estilo de los chinos. Pero lo que sí le sorprendió a Perrins fue la celeridad con la que Castorp estaba dispuesto a liquidar a los chinos, sin ni siquiera tomarse la molestia de verificar antes su propia hipótesis, según la cual cabía la posibilidad de que en realidad fueran desertores del ejército. Perrins no vio que tuviera sentido autorizar un ataque quirúrgico, a menos que fuera absolutamente necesario, e inmediatamente le mandó un mensaje a Castorp en el que le comunicaba que no hiciera nada hasta que la Agencia hubiera organizado un reconocimiento aéreo de la posición china. Después se puso en contacto con la NRO y Reichhardt, quien convino en enviar allí un U-2R desde la base aérea de Arabia Saudí. Los ordenadores instalados a bordo del U-2R podrían captar las señales procedentes del campamento chino montado en el Santuario del Annapurna desde una distancia de veintisiete mil metros y enviarlas después, vía satélite, a Langley. Las señales serían allí analizadas y evaluadas antes de llegar a manos de Perrins, junto con una recomendación sobre las medidas que debían tomarse.


Swift iluminó con la Maglite la pared por la que descendía Jack, y sólo le daba ánimos de vez en cuando para no distraerlo. Pero cuando a medio camino se detuvo por completo, Swift se dio cuenta de que algo le sucedía.

– ¿Jack? ¿Estás bien?

Él estaba inmóvil; parecía una estatua colocada en una capilla construida a gran altura en la pared de una extraña catedral, un santo o un ángel paralizado mientras daba una bendición sobrenatural.

Eso era lo que le sucedía: estaba paralizado por el miedo.

– ¿Jack?

– Calla, calla, calla.

Swift detectó pánico en la voz que le llegaba de lo alto y supo, sin sentir la más mínima satisfacción por ello, que había acertado.

– Jack, escúchame. Escucha, estás a más de medio camino. Tómatelo con calma.

Él no se movió. Ni dijo nada. Lo único que Swift oía era el ruido de su propia respiración, tan rápida como si estuviera corriendo una maratón.

También ella se quedó callada sin saber qué hacer. Si él no lograba bajar, ella nunca saldría de allí. Los dos morirían. Era así de simple. Lo que le dijera ahora sería probablemente lo más importante que iba a decir en toda su vida.

– ¿Jack? No sé si éste es el mejor lugar ni el mejor momento. Tal vez cuando termine esta pesadilla, los dos nos reiremos mucho. Pero los dos sabremos que de todos modos era verdad. Lo que te decía. Lo que te digo. Te quiero, Jack. A mi manera siempre te he querido. Cuando todo esto haya terminado, no quiero que nos separemos nunca más. Esto parece una escena de balcón de Shakespeare, sólo que soy yo la que debería estar allí arriba y tú aquí abajo. Pero te lo digo de veras, Jack. Así que ahora no puedes quedarte parado. No puedes hacerlo. Tienes que bajar y decirme que me quieres. Tienes que bajar para que podamos seguir viviendo los dos. ¿Lo entiendes?

Swift calló y esperó un largo rato. Entonces, despacio, como un muerto resucitado, como una momia de la tumba de un faraón, Jack movió primero un brazo, después una pierna, y reemprendió el descenso.

Cuando al fin llegó a la cornisa, se abrazaron en silencio hasta que Jack sintió que la situación no les permitía seguir paralizados, fundidos en un abrazo.

– Gracias -dijo al dejar de estrecharla fuertemente entre sus brazos-. Estaba absolutamente perdido y tú me has dado fuerzas para bajar. Lo has hecho muy bien.

– Lo que he dicho era todo verdad.

Jack asintió, recogió la cuerda y empezó a atársela a la cintura.

– Ya lo sé -dijo él-. Si lo hubiera dudado, aunque hubiera sido un poco, lo más probable es que todavía siguiera allí arriba. -Alzó la vista y por la boca de la grieta vio el cielo azul oscureciéndose por momentos-. Supongo que será más fácil subir que bajar.

– De todos modos, me parece que deberías llevarte esto. -Le dio un fortísimo beso en la boca-. Por si acaso vuelves a quedarte sin gasolina.

Jack se acercó a la pared dispuesto a emprender la ascensión.

– Espera -dijo ella-. Todavía no me has dicho que me quieres.

– ¿Ah, no? -Jack volvió la cabeza con una sonrisa en los labios-. Pues prepárate para ver a un hombre enamorado escalar esta pared.


Castorp. Altas fuentes lanza, rubí y de reconocimiento comint. Elint. Indican que los soldados chinos presentes en el santuario a los que aludiste en tu último mensaje son efectivamente soldados del ejército popular. Aunque su presencia en el Nepal es, según la ley, ilegal, su cometido debe de ser detener a los auténticos desertores de su mismo ejército. Estas pequeñas incursiones son bastante frecuentes. El gobierno nepalés las tolera porque no desea molestar a las autoridades chinas ni promover la emigración ilegal a su país, ya bastante pobre, en consecuencia, no es preciso llevar a cabo ninguna acción, puesto que su presencia no compromete en absoluto tu misión. Hustler.


Cuando Swift y Jack regresaron al campamento I, extenuados y con un hambre feroz, ya estaba anocheciendo. Mac y Jameson habían preparado un estofado de ternera y pastel de arroz con fruta de lata. Metidos en sus sacos de dormir, Mac y Jameson fumaban, bebían whisky y escuchaban a la pareja devorar la comida como lobos hambrientos y relatar los acontecimientos del día.

– ¿Crees, pues, que los yetis han saltado nueve metros hasta caer en la cornisa?

– Sin duda alguna -contestó Swift-. Había huellas por toda la plataforma.

»El rellano se adentra en la montaña. El rastro de las pisadas se veía claramente. Quiero decir que es lo de menos si se borran. Lo único que tenemos que hacer es ir hasta el final de la cornisa. ¿Qué opinas, Jack?

Jack asintió.

– Pero necesitaremos uno de los trajes de supervivencia de Boyd. En el interior de la cornisa puede llegar a hacer mucho frío.

– No me lo recuerdes -dijo Swift con un escalofrío-. Era como una tumba.

– Y por lo que contáis, no lo ha sido por los pelos -comentó Mac, que se bajó la cremallera del saco de dormir y se arrastró hasta la puerta de la tienda.

»Voy a salir -anunció con fingida solemnidad-. Puede que tarde.

Jack le hizo un gesto afirmativo con la cabeza a Jameson, que le ofrecía la botella de whisky.

– Me vendrá bien un trago.

– Claro. -Jameson le llenó un vaso-. ¿Swift?

– No, gracias. ¿No habéis bebido ya bastante?

– No lo entiendes -sonrió Jameson-. Tenemos una razón para beber.

– ¿Quién necesita razones? -preguntó Jack.

– Es que estamos tan cerca de la arista de la montaña… -Jameson bajó la voz-. Mac cree que si hay un alud nos pillará de lleno. Más que un alud, será un alud terrible. Dice que, si nos arrastra, prefiere no enterarse de nada.

Jack se encogió de hombros y bebió un poco de whisky.

– Tal vez tenga razón. Y sabe mucho mejor que un Seconal.

– Desde luego, no voy a necesitar ningún Seconal esta noche para coger el sueño -dijo Swift-. Con alud o sin alud podría dormirme sobre la punta de una espada.

Swift se quitó las botas y sus prendas a prueba de tormenta, y se arrastró hasta su saco de dormir; se metió en él y subió la cremallera. Mac entró en la tienda y dio la noticia de que había empezado a nevar.

– Justo lo que necesitábamos -dijo-. Dichosa nieve. Si queréis que os diga lo que pienso, el tiempo está poniéndose feo. No me sorprendería nada que…

La radio de Jameson, como si fuera el invitado de piedra del que nadie se acordaba, le interrumpió.

– Hola, Jack. Soy Link. Contéstame, por favor. Cambio.

– Ya era hora de que llamaran, caramba -refunfuñó Mac.

Jack cogió la radio y pulsó un botón.

– Hola CBA, soy Jack, hablo desde el campamento I del Machhapuchhare. Te oigo perfectamente. Cambio.

Esperó un momento y luego volvió a oír la voz de Link.

– ¿Qué tal todo?

– Bien. ¿Link? ¿Ha regresado Hurké? ¿Está bien?

– Afirmativo. Jutta le ha dado algo para dormir. Estaba muy afectado. No quiere hablar de lo que ha pasado. Dice que no quiere asustar al resto de los chicos.

– Muy sensato. ¿Cómo se lo han tomado? Me refiero a la muerte de sus compañeros.

– No muy bien. Pero yo creo que se podrá arreglar.

– Estupendo. ¿Está Jon Boyd por ahí?

– Espera un momento.

– Hola, Jack. Soy Jon.

– Jon, me gustaría probarme uno de aquellos trajes espaciales de los que me hablaste esta mañana. ¿Podrías mandar a uno de los chicos para que me lo trajera? Y también el resto del material del campamento I.

– Dalo por hecho.

– Y que traiga también mucha cuerda.

– ¿Vas a escalar?

– No exactamente. Voy a bajar por una grieta. Hace mucho frío allí dentro. Y está muy oscuro.

– ¿Vas a rescatar los cadáveres de los sherpas?

– No. Voy a seguir el rastro de los yetis. Se han ido por allí.

– Muy bien, Jack. Encontrarás las instrucciones de uso del traje en la caja. Es como un juguete de niños. No te olvides de que el traje se mantiene en funcionamiento solamente doce horas y basta. Después no esperes ni calor, ni luz, ni poder comunicarte. Nada. ¿Lo has entendido?

– Sí, lo he entendido perfectamente.

– ¡Eh! ¡Casi se me olvidaba! El equipo B ha encontrado otra expedición en el Santuario. Un grupo de meteorólogos chinos. Aunque Ang Tsering opina que son desertores del ejército chino.

– Qué interesante.

– Cody quiere acercarse y saludarles.

– Dile que se ande con cuidado. ¿Cuál es el pronóstico del tiempo? Aquí arriba ha empezado a nevar.

– Aquí está despejado. La temperatura ha descendido en picado, pero la presión se mantiene. Así que supongo que seguiremos con buen tiempo.

– Fantástico. Bueno, pues me parece que ya está todo dicho. Saludos a todos.

– Muy bien.

– Cambio y corto.

Jack dejó caer la radio encima de la lona.

– Conque el ejército chino, ¿eh? -dijo-. ¿Qué opináis?

– Yo diría que Tsering no anda desencaminado -señaló Jameson.

– No sé qué pensar -confesó Jack.

Jameson apuró su vaso y encendió otro pitillo. Se quedó mirando, abstraído, la punta del cigarrillo y después dijo:

– ¿Qué me decís de esto, chicos? He advertido que, aquí arriba, el proceso físico de fumar facilita la respiración. Mi teoría es que la falta de oxígeno te hace pensar sobre la respiración, que, por lo general, es un proceso involuntario, y que el hecho de pensar en ella provoca, como consecuencia, una leve sensación de ahogo. Abajo, a nivel del mar, respirar no exige ningún esfuerzo, porque el dióxido de carbono estimula los centros nerviosos que hacen que la respiración parezca un proceso que no cuesta ningún esfuerzo. ¿Me seguís? Pero a gran altura, junto con la falta de oxígeno, existe también una falta de dióxido de carbono. Y aquí viene lo más ingenioso: el humo del cigarrillo, no sé cómo, compensa la falta de dióxido de carbono, normalmente presente en el cuerpo humano, y en consecuencia estimula la respiración involuntaria, es decir, la normal. He advertido que el efecto de un cigarrillo puede durar hasta un par de horas.

Mac se rió, disfrutando visiblemente.

– Esto explicaría también por qué casi todos los sherpas fuman como chimeneas -comentó el escocés.

– Exacto, Mac.

– Quién sabe, a lo mejor los yetis también fuman -prosiguió Mac-. Quizá por eso son tan rápidos cuando suben esas dichosas pendientes. -Soltó una sonora carcajada-. Cuando vayas a buscar un patrocinador que nos financie otro viaje por estos parajes, sólo tienes que hablar con los de Philip Morris. ¿Qué opinas, eh, Swift?

Pero Swift se había quedado profundamente dormida.


Castorp observaba a la luz de la luna el campamento chino con los prismáticos. El aspecto era de completa inocencia: unas cuantas tiendas de gruesa lona a prueba de tormenta, un montón de provisiones respetablemente civiles y la antena parabólica. Los soldados que persiguen desertores no necesitan antenas parabólicas. La nieve empezaba a ceder bajo sus pies y tuvo que cambiar de postura. El suelo que pisaba parecía muy inseguro. Peligroso incluso. Se le ocurrió una idea.

Castorp volvió a meter los prismáticos en la mochila y sacó una herramienta para cavar trincheras, que extendió y con la que se dispuso a horadar un hoyo en la profundidad de la capa de nieve con una pared vertical posterior. Desde el CBA hasta allí se había dado una buena caminata, y a oscuras, además. Excavó después una chimenea de unos treinta centímetros de hondo a un lado de la pared y al otro lado hizo una ranura en forma de V y dejó al descubierto un bloque de nieve, separado del resto, de unos treinta centímetros de ancho. Por último, hundió la pala detrás del bloque y con mucho cuidado fue sacándola sin hacer apenas fuerza. De pronto, el bloque empezó a desplazarse a lo largo de la cara de contacto y él inmediatamente dejó de mover la pala. El desplazamiento del bloque de nieve indicaba que la pendiente se hallaba en unas condiciones muy inestables. Se preguntó si los soldados chinos se habían siquiera molestado en efectuar aquella rudimentaria prueba que él estaba realizando y llegó a la conclusión de que era del todo imposible, porque de lo contrario no hubieran acampado allí. Por otro lado, tal vez llevaban tiempo allí. Era un valle de dimensiones más reducidas que el valle en el que habían instalado el CBA, y últimamente había nevado copiosamente. De todos modos, pensó, mejor no dejar nada al azar. Y Hustler tampoco le había prohibido de forma expresa pasar a la acción.

Se enjugó la frente y esbozó una media sonrisa de desprecio por la gente de Washington. ¿Qué sabían ellos de la gente de aquel campamento? Quien libraba los combates era él. Él era el hombre de acción. No tenía que haberle dicho nada a Hustler, eso para empezar. Tenía que haber actuado primero y comunicárselo después. Aquello le incumbía a él. Él estaba en mejores condiciones para valorar la situación. Si uno advierte un peligro, no espera a que se le venga encima. Pasa a la acción.

Sacó de la mochila un par de pequeñas cargas explosivas y las colocó con cuidado a intervalos irregulares a lo largo de la arista que había por encima del campamento chino. Y sin darse cuenta se puso a cantar.


El buen rey Wenceslao, precavido,

miró hacia afuera,

el día de San Esteban,

cuando la nieve recién caída

se amontonaba, inmaculada, a su alrededor.


Castorp desanduvo lo andado y desde un lugar seguro, y sin titubear, hizo detonar las cargas con un mando a distancia. La nieve amortiguó el ruido de las explosiones, que no sonaron más fuerte que una palmada. Al principio la nieve apenas se movió y se preguntó si no habría calculado mal. Pero poco a poco, toda la pendiente, transformada en una enorme losa de nieve y hielo, empezó a desplazarse, como la pasta de avena cocida con leche cuando se vierte en una fuente. Rápidamente aumentó de velocidad y de volumen hasta que se convirtió en una ola ensordecedora, una nube de toneladas de restos fríos cada vez más hinchada, como un gran edificio que se derrumba después de hacer estallar los cimientos.

Cuando todo quedó en quietud y el polvo que flotaba en el aire se hubo disipado, el valle, bajo la luz de la luna, parecía, de tan plácido, una estampa de Navidad, y era como si los chinos no hubieran existido jamás. El hombre que los había hecho desaparecer dio la vuelta y se puso en marcha; de camino al CBA iba cantando:


Aquella noche la luna resplandecía en el cielo,

aunque hacía un frío riguroso y gélido,

cuando apareció un pobre hombre,

que recogía leña para calentarse durante el invierno.

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